Fue sentarme y apoyar la espalda contra el tronco y sentir que de todo mi cuerpo se iba el último vestigio de fuerza que me quedaba. Se trató de una sensación extraña, como si el fluido vital en lugar de desaparecer por la boca se me escurriera por entre los dedos igual que si se tratara de agua. Boqueé en un intento de no ahogarme y, exhausto, cerré los ojos.
Cuando desperté, el sol, gris y cansado, había comenzado ya su descenso mortecino hacia la línea añil del horizonte. Aún había luz, pero había adquirido un tono perlado, casi opaco, como si se tratara de un metal pulido. ¿Dónde estaba? Lo ignoraba. Aquel paisaje, a decir verdad, no contaba con nada que me resultara familiar. De repente, noté una sensación extraña de gelidez casi sólida que parecía discurrir sobre la superficie plana de la tierra para luego encaramarse sobre mis ateridos miembros como una alimaña hambrienta que deseara devorarme.
No tardé en localizar el origen de aquel frío. A unos quinientos pasos se hallaba una enorme extensión de agua, tan enorme que no lograba ver sus límites precisos. ¿Acaso había llegado hasta la orilla del mar? No me pareció posible, pero, a fin de cuentas, tampoco era capaz de calcular el tiempo que llevaba caminando y en qué dirección lo había hecho y, por añadidura, jamás había visto una playa. En aquellos momentos, mi mirada quedó prendida por aquella agua verdigrís que, de repente, como si fuera un animal vivo, se transformó en una sucesión de masas amarillas, naranjas y rojas, surcadas por tonalidades esmeralda. Mi corazón estaba agotado, más incluso que mi cuerpo, pero no pude dejar de pensar que era como si las aguas se hubieran transformado en una resplandeciente superficie de zafiro pulido semejante a la que algunos santos varones vieron desplegada ante el trono del Altísimo. Pero ¿dónde me hallaba?
Dejé caer la cabeza sobre el pecho e intenté articular una plegaria, pero, por primera vez en mi vida, no conseguí hacerlo. Algo extrañamente pesado había descendido sobre mi corazón y borraba las palabras de mi mente antes de que consiguieran alcanzar mis labios. Lo intenté una vez y otra y otra más, pero fue inútil. Al igual que sucede cuando un agotamiento pesado e invencible atenaza los miembros y les impide moverse, aquella fuerza indescriptible se había enroscado en mi alma.
Cerré los párpados y respiré hondo. ¿Qué me estaba pasando? No llegué a responder a la pregunta. Ni siquiera volví a planteármela. Cuando abrí los ojos, la vi y ya no deseé nada más.
Quae te dementia cepit?… ¿Qué locura se ha adueñado de ti?, preguntaba uno de los personajes creados por Virgilio en una de sus Églogas. Y, sin embargo, la locura no es tan extraña. A decir verdad, mucho me temo que se halla tan unida a todos nosotros como la respiración a las ventanas de la nariz. Nos agrada pensar que sólo puede afectar a los demás, que sólo ellos serán alcanzados por su mano sucia, que nunca se nos acercará, pero no es así. Basta que nos toque en el punto adecuado y, como si contara con el poder de una hechicera, puede dominarnos.
A pesar de todo, esta circunstancia no debería apenarnos de la misma manera que no nos tiene que entristecer el saber que no podemos volar como las aves ni contar con las zarpas de una fiera para defendernos. Sólo tendría que guiarnos por el camino del recto conocimiento de nosotros mismos, de la prudencia para no perder el juicio, de la humildad. Y así, se cumplirá ese principio nunca suficientemente enunciado de que incluso nuestras debilidades pueden ayudarnos a convertirnos en seres mucho mejores. Mejores porque conocemos nuestros puntos flacos y mejores porque podemos intentar superarlos.
– ¿Quién eres?
Las palabras me sonaron extrañas, como si procedieran de un mundo distinto de aquel en el que mi cuerpo se apoyaba, exhausto y dolorido, en el tronco de un árbol rugoso, y mis ojos contemplaban una superficie acuática ni siquiera imaginada antes. Abrí los labios, cortados y resecos, intentando responder, pero ni una sola palabra surgió de ellos. Tosí y entonces fue como si la mordaza invisible que pesaba sobre mi lengua similar a un trozo de áspero metal desapareciera y, sin embargo… sin embargo, cuando dije mi nombre, me pareció que era otro el que lo pronunciaba.
Las cejas de la mujer se elevaron levemente, como si acabara de escuchar algo totalmente inesperado.
– ¿Eres el físico?
Ahora fui yo el que se sorprendió. ¿Era posible que aquella mujer hubiera oído hablar de mí? ¿En un sitio tan distante de los que yo conocía?
– Soy físico -respondí-. Pero no sé si es a mí a quien te refieres…
– Por supuesto que sí -dijo mientras sus labios finos se descorrían en una sonrisa como nunca antes había tenido ocasión de ver.
Hubiera deseado decir algo, pero confieso que no me resultó posible. Seguramente, muchos sentirían vergüenza de reconocerlo, pero aquella mujer era tan hermosa que no me veía capaz de hablar con ella. A decir verdad, me faltaba el valor para acometer esa empresa.
No era muy alta -para ser sincero, su estatura era inferior a la mía- pero su cuerpo poseía unas proporciones muy hermosas, casi áureas. Sus cabellos, de un color hermosamente rubio, descendían en caprichosa cascada sobre sus hombros. Hubiera podido decirse que eran rizados, pero, a decir verdad, jamás había contemplado unos bucles como aquéllos, tan alargados, tan suavemente ondulados, tan parecidos a las olas de aquella superficie acuática que tan sólo unos momentos antes había apresado irresistiblemente mi atención. Quizá su configuración se debía más a mano humana que a la Naturaleza, pero ¿quién hubiera podido trazar aquella peculiar forma? Y, con todo, no era su pelo lo que más atraía mis miradas, ni el óvalo suave y armonioso de su rostro, ni sus facciones tan exquisitas que no recordaba jamás haberlas visto semejantes. No, lo que provocaba en mí una reacción similar a la del imán eran sus ojos. ¿De qué tonalidad eran? Eso hubiera deseado saber yo. En algunos instantes, me parecían de un suave color verde, de un verde opalino y delicado, pero, en otros, tenía la sensación de que sus pupilas adquirían una tonalidad ambarina, muy similar a la de los hilos sutiles de la miel que se desprenden del dorado panal en el momento en que se priva a las laboriosas abejas del fruto de su trabajo cotidiano. El secreto en virtud del cual lograba cambiar la coloración inefable de sus ojos de aquella manera se me antojó de repente algo tan peregrino y extraordinario que me pareció lógico que se resistiera a mis intentos persistentes por desentrañarlo.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó arrancándome de mis pensamientos, aunque no de su inevitable contemplación.
Hubiera deseado responderle aunque sólo fuera por satisfacer su curiosidad, pero lo cierto es que no me resultaba posible.
Ignoraba ciertamente dónde estaba y por qué y cómo había llegado hasta allí.
– He sabido… he sabido hace poco que Roma ha caído… -respondí con voz trémula, aunque más que contestar la pregunta estuviera dejando que mi corazón se vaciara del dolor que lo embargaba.
– Roma… -dijo con un gesto de leve fastidio-. ¿No te parece que Roma está muy lejos?
Sí, lo que decía era cierto. De aquella ciudad que había marcado el destino del cosmos nos separaba al menos un mar, pero…
– Pero los britanni somos romanos -balbucí con voz temblorosa-. Roma es la ciudad hacia la que dirigimos nuestros corazones y…
– ¿Tú diriges el corazón hacia Roma? -preguntó la mujer con un tono de voz tan sutilmente burlón que casi se hubiera podido decir que no se mofaba de mí sino que me sonreía.
Me pareció captar en la pregunta un significado que no lograba desentrañar, pero que me inquietó hasta el extremo de sentir que me ardían las orejas. Mi turbación se tradujo en un ligero temblor cuando vi cómo la mujer se dirigía hacia el lugar donde me encontraba. En un instante, llegó a mi altura y doblando las rodillas con una notable gracia, se sentó a mi lado. Percibí entonces un aroma delicado que nunca antes había alcanzado las ventanas de mi nariz y que procedía, sin ningún género de dudas, de ella. ¿Cómo había conseguido aquella fragancia? ¿Qué extraña mixtura había vertido sobre su rostro, sobre su cuello, sobre sus manos para lograr que cualquier otro olor desapareciera ante el suyo de la misma manera que las tinieblas se disipan al contacto con la luz?
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