Agucé la vista para comprobar de lo que podía tratarse y entonces, como si pudiera leer en mi corazón, la mujer dijo:
– Es allí hacia donde nos dirigimos. Llegaremos enseguida.
No fue enseguida. En realidad, tardamos todavía algún rato, pero la certeza de que ya nos hallábamos a la vista de un lugar donde podríamos comer algo me infundió nuevas fuerzas.
He intentado muchas veces recordar qué cené aquella noche. Nunca lo he conseguido. Tampoco podría decir con exactitud de qué hablamos. Cené y charlé, es cierto, pero lo que más pesó en mí fue la contemplación de aquella mujer. Ni por un instante pude apartar los ojos de la desconocida y, si no la escuché, no es menos cierto que en mis oídos su voz, una voz como nunca antes había percibido, sonó sugestivamente atractiva. Sin transición alguna, aquel día había pasado de una amargura dolorosa, de un agotamiento insoportable y de un hambre no por poco sentida menos peligrosa, a una tormenta de sensaciones vigorosas que parecían empujarme hacia un mundo que nunca había conocido. Hasta ese momento, el olfato me había servido sobre todo para poder distinguir unas plantas de otras y unas dolencias de aquellas que le eran parecidas; y la vista me había permitido leer, pero, sobre todo, contemplar cuerpos deformes y enfermos que esperaban si no curación, sí, al menos, consuelo. Ahora era como si un torrente de belleza desconocida hasta entonces me inundara borrando cualquier cosa que antes hubiera podido llamar mi atención. Por primera vez en mi vida, contemplé unos labios -los de la mujer- como una forma deseable que servía para acariciar con sus palabras mis oídos o para desplegar una sonrisa cautivadora. Por primera vez en mi vida, vi unos ojos en los que no tenía que leer lo profundo del alma o descubrir una dolencia, porque irradiaban una belleza en tonos cambiantes que nunca antes me había sido dado contemplar. Por primera vez en mi vida, sentí un aroma que me invitaba a olvidar lo que me deparaban los otros sentidos y a entregarme al disfrute de aquél. Tan sólo la aparición de un sirviente con un aguamanil de plata me avisó de que había concluido una cena que había consumido, sin duda, pero de cuyo contenido no me había percatado.
– Supongo que desearás descansar… -dijo de repente la mujer.
No, a pesar de mi agotamiento, no era lo que quería. Lo que ansiaba con cada fibra de mi ser, con cada gota de mi sangre, con cada ápice de mi aliento era prolongar aquella conversación en una velada que durara de manera indefinida.
– Inmediatamente te conducirán al lugar donde reposarás esta noche -añadió decidiendo por mí.
Me puse en pie cuando un sirviente acudió a la llamada de la mujer.
– Condúcele a su aposento -dijo con un tono de voz que no admitía discusión alguna.
Seguí al hombre hacia el exterior. La luna aparecía ahora cubierta con un raro paño de opacidad argentina y un sudario tejido en humedad fría descendía, pesado y solitario, sobre el campo herboso. Aquella sensación gélida me provocó un leve castañeteo de dientes, pero no consiguió borrar las imágenes cálidas de la cena que subían atropellándose desde lo más profundo de mi corazón.
Apenas tardamos en llegar a una cabaña cuya silueta se recortaba sobre un fondo de colinas y luna. Mi acompañante la abrió sin arrancar un solo sonido a la puerta, una señal, me dije, de que debían tener la grasa suficiente como para ocuparse de sus goznes, y, a continuación, colocó la lámpara de barro que llevaba sobre una mesita. Pude ver entonces que se trataba de una estancia oblonga y espaciosa en la que además de aquel mueble había un taburete y un lecho. Sin duda, este último fue el objeto que más me llamó la atención. No era un catre militar como yo los había visto tantas veces. Por el contrario, parecía más ancho y daba la impresión de resultar también más cómodo.
– Si precisas algo, haz sonar esto -dijo el hombre señalando un trozo de latón que descansaba sobre la mesa-. Inmediatamente acudirá alguno de los sirvientes para atenderte.
Hubiera deseado decirle que no necesitaría nada, pero abandonó la estancia con la suficiente rapidez como para que no tuviera tiempo de hacerlo.
Me senté sobre la cama, me descalcé y, a continuación, comencé a despojarme de la ropa. La experiencia de los años anteriores había acostumbrado a mi cuerpo a descansar cuando y donde se lo ordenaba. Ahora -era bien consciente de ello- necesitaba ese reposo de manera muy especial y así se lo hice saber. Estaba ya tumbado en el lecho cuando reparé en que debía, como tenía por costumbre, dirigirme a Dios al final del día. Sé que mis labios pronunciaron una oración, pero de una manera muy diferente a como solía. Me limité a clavar los ojos en la oscuridad abovedada que se desplegaba sobre mi cabeza y a preguntarle qué iba a ser de nosotros ahora que Roma había desaparecido en manos de los barbari. Me consta sobradamente que no le agradecí que hubiera salvado mi vida, que me hubiera proporcionado alimento, que ahora me deparara abrigo y un techo bajo el que pasar la noche. No. Centré aquella raquítica plegaria en mis insatisfacciones egoístas en lugar de mostrarme agradecido o de pedirle la necesaria dirección para los días que se aproximaban. Y así, me dormí.
Ignoro el tiempo que el sueño mantuvo cerrados mis párpados. Sólo sé que, de manera repentina, sentí un frío que me golpeaba el rostro y que me despertó. Dirigí la mirada hacia el lugar de donde procedía inesperada y desapacible aquella gelidez. La puerta estaba entreabierta y el viento atrevido que entraba por ella se estrellaba despiadado contra mi lecho. De repente, un zumbido provocado por un chorro de impetuoso aire chocó contra la hoja obligándola a girar sobre los goznes. Y entonces, recortándose sobre aquel fondo helado y ventoso, pude ver con toda claridad una silueta, la de la mujer que me había traído hasta aquel lugar.
Me tamen urit amor: quis enim modus adsit amori? Pocos lo han expresado con tanta claridad como Virgilio. «A mí, sin embargo, el amor me abrasa, porque ¿quién puede ponerle freno al amor?» No me cabe la menor duda, ahora que en mi vida los inviernos se han multiplicado varias veces por diez, de que el amor es una fuerza extraordinariamente poderosa. A decir verdad, creo que es la más poderosa de todas las que pueden albergarse en el corazón de los hombres aunque no sea la más frecuente ni tampoco -como algunos afirman- la que mueve el mundo. No, el amor es, ciertamente, similar al fuego. Lo es tanto que, en ocasiones, no resulta fácil distinguir a uno del otro. Como el fuego, el amor nos da calor; como el fuego, el amor evita que la gelidez de la existencia nos hiele el corazón y nos mate; como el fuego, el amor condimenta lo que la Providencia pone a nuestro alcance para que nos alimentemos; como el fuego, el amor nos brinda luz en medio de las tinieblas más tenebrosas… sin embargo, no acaban ahí las similitudes. El amor también puede, como las llamas, abrasarnos y dejar en nosotros las horribles y negras cicatrices de las quemaduras e incluso, en algunos casos, consumirnos hasta dejarnos reducidos al estado de cenizas frías y grises. Y, sin embargo, ¿quién se atrevería a rechazarlo simplemente porque entraña riesgos?
Desperté y descubrí que un bulto blanco y blando dormitaba plácidamente a mi lado. Contemplar aquella presencia totalmente inusual, recordar lo sucedido y sentir cómo me ardían las mejillas fue todo uno. Hasta entonces había guardado la castidad de una manera sencilla, natural, incluso me hubiera atrevido a decir que fácil. No es que entrara en mis propósitos mantener esa situación de manera perpetua. De hecho, en alguna ocasión había meditado sobre la posibilidad, cuando todo se asentara, de casarme y formar una familia. Pero había sabido guardarme de la fornicación recordando las palabras del apóstol que afirmó que era el único pecado que se cometía contra el propio cuerpo. Ahora, de la manera más inesperada, me encontraba con que mi conducta se había alterado en apenas unos instantes. Sin resistencia. Sin lucha. Sin combate. Aquella mujer había llegado por la noche y yo había permitido -lo había consentido, no podía engañarme- que sus besos me embriagaran y sus abrazos ejercieran sobre mi conciencia un efecto completamente narcótico. Tal y como siglos antes había escrito el rey Salomón, el monarca sabio que acabó siendo necio, aquel amor había tenido sobre mí un efecto muy similar al de la borrachera.
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