César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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– ¿Qué te sucede? -pregunté al captar su irritación. Vivian movió la mano como si deseara desechar tanto el desagradable malestar que la invadía como obligarme a regresar a lo que se suponía que eran mis labores. Quizá en otra ocasión lo hubiera conseguido, pero en aquel instante algo en mi interior fue más fuerte que el deseo de complacerla.

– Vamos, Vivian, dímelo -insistí.

Pero mi amada no se dignó responder. De un salto se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. La alcancé cuando estaba a punto de cruzar el umbral. La sujeté por el brazo, la volví hacia mí y deposité un beso en aquellos labios delicados que había oprimido contra los míos decenas de miles de veces.

– Quiero que me respondas -insistí dulcemente.

Los ojos de Vivian se fruncieron adquiriendo una configuración felina que ya conocía y que, por eso mismo, temía. Lo más prudente hubiera sido dejar que saliera de la estancia y se calmara al contacto con aquel pradecillo que tanto quería y por el que tanto habíamos paseado. Pero tan sólo sentí en mi interior que aquel impulso se fortalecía exigiéndome que llegara al fondo del asunto.

– Dime lo que te pasa, Vivian.

Supe en ese momento que un espacio no más ancho que el grosor de un cabello la separaba de uno de los terribles accesos de cólera que, ocasionalmente, sufría. La experiencia me decía que lo más prudente era callar, esperar a que su irritación amainara y reencontrarme con ella valiéndome del lenguaje que mejor sabíamos utilizar. Pero en aquellos momentos, hice oídos sordos a la experiencia.

– Dímelo.

Vivian respiró hondo, bajó por un instante los ojos y cuando volvió a alzarlos contemplé en ellos una fuerza superior a la de los dragones que antaño habían enarbolado orgullosos los equites de las legiones romanas.

– No entiendo tu religión -dijo apenas conteniendo la ira-. No, no es que no la entienda. Es que no me gusta. No me gusta, ¿lo entiendes?

Por un instante, no supe qué decir. A decir verdad, me sentía profundamente desconcertado. ¿A qué se refería Vivian? ¿De qué estaba hablando?

– He leído la historia de ese… maestro tuyo y de la mujer a la que quisieron lapidar… -comenzó a decir-. Y me parece asquerosa.

– La de la adúltera… sí, sé a qué te refieres -balbucí sorprendido-, pero si es una historia de amor… y de perdón.

– ¡De perdón! -exclamó Vivian mientras alzaba los brazos encolerizada-. Pero ¿qué es lo que había que perdonar? Atraparon a esa pobre mujer cuando estaba en brazos de su amante. Porque no era una prostituta, era simplemente una mujer casada que se acostaba con alguien que no era su marido. Bueno, con seguridad que le sobraban motivos para compartir el lecho con él y entonces ¿qué hicieron? ¡Quisieron matarla a pedradas! ¡A pedradas! ¡Como a un perro!

– Pero Jesús… -intenté argumentar deseoso de sosegar a Vivian.

– ¡Oh, sí, claro! ¡Jesús! ¿Qué hizo tu Jesús? -elevó ahora la voz Vivian-. La protegió, sí, lo hizo, pero ¿y luego?

– No te entiendo… -susurré cada vez más inquieto.

– Luego -prosiguió Vivian cada vez más indignada- le dijo que se marchara y que no pecara más. ¡Que no pecara más! ¿Acaso era un pecado amar? Podía haberle dicho que la comprendía, que contaba con su apoyo para seguir amando a aquel hombre que le ofrecía lo que no le daba su esposo. Eso es lo que yo hubiera esperado de un dios que, según dices tú, se caracteriza por el amor, pero no, no fue eso lo que hizo. Le dijo que se marchara, pero no para reunirse con su amante, sino para no pecar más. ¡Qué corazón más duro!

Confieso que me quedé perplejo al escuchar las palabras que brotaban de los labios de Vivian. Jamás se me hubiera ocurrido interpretar de aquella manera el relato transmitido por el evangelista Juan.

– Pero es que el adulterio… -intenté argumentar.

– ¿El adulterio te parece un pecado? -me preguntó con el desafío desgranado en cada una de las palabras.

– Sí… por supuesto… -apenas acerté a responder.

– Un pecado, un pecado, un pecado… ¡Qué estupidez! ¿Cómo se puede vivir creyendo en cosas así? -repitió indignada Vivian.

Me sentí horrorizado al escuchar aquellas palabras. ¿Cómo podía decir algo semejante? ¿Acaso se hubiera podido vivir en un mundo donde no estuviera establecida con claridad la frontera que separa lo bueno de lo malo?

Los ojos de Vivian, que ahora me parecieron purpúreos, se clavaron en mí mientras me espetaba:

– Porque, además, ¿cuáles son esos pecados? ¿Cuáles?

Reconozco que hubiera preferido no responder, eludir aquel combate, retirarme mansamente. Sin embargo, sabía de sobra que a esas alturas no podía hacerlo. Sólo me quedaba la posibilidad de esquivar de la mejor manera los golpes.

– Robar, mentir, no respetar a los padres, asesinar… -respondí.

Una mueca gatuna se dibujó en el rostro hermoso de Vivian. De repente, su expresión cambió, sonrió y dijo:

– ¿Lo es también que un hombre y una mujer yazcan sin estar casados?

Sentí un insoportable malestar al escuchar aquella pregunta. Fue como si un médico desconocido hubiera colocado mi rostro ante un espejo tan sólo para mostrarme que estaba enfermo de una dolencia de la que yo era consciente, pero que me había negado a reconocer.

– Creo… creo que sí… -respondí con un hilo de voz.

– Crees que sí, ¿eh? -preguntó Vivian aunque su interrogación constituía ya una respuesta-. Vaya, vaya…

Ahí terminó nuestra conversación porque, alzando la barbilla en un gesto de desprecio, Vivian salió de la casa dejándome sumido en una confusión terrible. O no. En realidad, no era confusión la palabra que más convenía a mi estado de ánimo. Más bien se trataba de una espantosa claridad, tan cegadora que me dolía el tan sólo sentirme cerca.

No supe nada de Vivian durante las siguientes horas y aquella ausencia sometió a mi espíritu a un doble tormento. Por un lado, deseaba que regresara a mi lado, que tomara mi rostro entre sus manos, que me cubriera de besos, que me rodeara con sus brazos. Por otro, sin embargo, temía que se comportara así precisamente hundiéndome aún más en el terrible pesar que sólo provoca el saber que no se vive como se debe.

Regresó. Lo hizo cuando ya sólo se escuchaba el suave rumor de las aguas y el áspero ruido de las aves que aprovechan las tinieblas nocturnas para apoderarse de sus presas. Lo hizo cuando estaba a punto de enloquecer pensando en ella. Lo hizo cuando la simple posibilidad de perderla me arrancaba lágrimas ardientes de desesperación y desconsuelo. Lo hizo cuando me desgarraba al ver la imposibilidad de conservar entre las manos dos cosas irrenunciables y, a la vez, incompatibles. No cruzamos una sola palabra y dejamos que se expresaran únicamente nuestros deseos. Por un instante, al contemplar su cuerpo exhausto, dormido y apretado contra el mío, pude pensar que quizá existía una posibilidad de paz a su lado. Pero estaba fatalmente equivocado.

Transcurrieron así los años después de aquella discusión. Se trató de un tiempo en el que no volvimos a hablar de mis creencias ni de las suyas, en el que procuré centrarme en la enseñanza de esa ciencia que yo poseía y que ella tanto ansiaba, en el que intenté cortar una parte de mi ser para que las otras dos pudieran si no vivir, sí, al menos, sobrevivir. Pero ¿qué sentido tiene ahora rememorar lo que sucedió en la época en que mi ser estaba desgarrado de manera acerante y continua? Y entonces aquel mundo del que había estado apartado durante años volvió a entrar en mi existencia.

Si quid cessare potes, requiesce sub umbra… Si puedes holgar, reposa a la sombra. Así expresó mi maestro Virgilio, la necesidad de descanso que tienen todos los seres humanos. Sin embargo, aprecio en sus versos las limitaciones típicas de los paganos en relación a aquellos que han sido objeto de la revelación. Porque no se trata de reposar sino de proporcionar un sentido al descanso y de saber además cuándo acometerlo es algo justo y cuando implica una falta.

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