César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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No siempre que esté en nuestra mano holgar, deberíamos tumbarnos a la sombra porque, a fin de cuentas, el descanso no es un fin sino que tan sólo constituye un medio. Es la manera de ayudarnos a recuperar fuerzas para continuar la brega cotidiana, para proseguir el camino que nos ha marcado la Providencia, para consumar la misión que ha sido puesta por delante.

Por eso, nadie debería ambicionar la holganza por sí misma. Tan sólo debería usar de ella de la misma manera que se vale del agua para aplacar la sed y luego seguir dedicado a sus tareas. Dios ciertamente descansó, pero lo hizo sólo un día y desde entonces, según el testimonio del Salvador, nunca ha dejado de trabajar.

VI

Fue una mañana en la que la fragancia de los manzanos parecía más omnipresente que nunca, en que la luz invitaba perezosa a un descanso somnoliento y en que yo sentía de manera menos punzante la distancia que había entre la vida que hubiera deseado vivir y la que, a fin de cuentas, llevaba. Recuerdo que durante los días anteriores, Vivian y yo habíamos hablado largo y tendido de las prodigiosas propiedades curativas de unas raíces blanquecinas con forma de homúnculo que crecían no muy lejos de la casa. Yo estaba convencido de que carecían de virtudes terapéuticas, pero ella se empeñaba en atribuirles una potencia que jamás hubiera podido yo imaginar. Al final, como era su costumbre, no pudo soportar que no aceptara su punto de vista.

– ¡Eres un cabezón! -fue la frase, nada elegante, pero bien clara, con la que dio por zanjada la plática.

Se trataba de una conducta en la que, por otro lado, incurría bastante a menudo.

– Cuando se te mete algo entre ceja y ceja -remachó aún más indignada- no hay manera de que pienses ni razones.

– Mira -repuse-. Precisamente eso es lo que yo pienso de ti.

– Sí -dijo con amargura- y, como siempre, retuerces las cosas a tu favor…

Ésa era otra de sus frases preferidas. Según ella, no sólo era testarudo sino que además me negaba a ver las cosas. Me encogí de hombros y pensé para mis adentros que quizá no andaba tan descaminada aunque no en el sentido en que pensaba.

– No merece la pena que discutamos por esta fruslería -señalé al fin.

– Es que no se trata de una fruslería -me dijo con un ímpetu que me avisó de que la discusión no sólo no había concluido, sino que, muy posiblemente, estaba a punto de reanudarse de manera especialmente encrespada.

– Como quieras, Vivian, como quieras -me replegué convencido de que una retirada a tiempo puede equivaler a una victoria.

– No me gusta el tono con que me hablas…

Si la hubiera conocido tan sólo unos días antes, hubiera indagado lo que tenía de particular la manera en que hablaba. Pero hacía años que mi existencia transcurría al lado de la de Vivian y sabía de sobra que semejante acto hubiera constituido una terrible equivocación.

– Dispénsame, Vivian -dije al mismo tiempo que me ponía en pie-. Acabo de darme cuenta de que hace un tiempo ideal para recoger unos hongos que vi el otro día.

Cuando sonaron las palabras «tiempo ideal» ya me había colocado el zurrón al hombro y «el otro día» concluyeron justo en el momento en que cruzaba el umbral. Y, sin embargo, a pesar de todo, aquella misma noche, volví a fundirme con ella de la misma manera que la polilla insensata no puede evitar el rondar el fuego atrayente aunque acabe abrasándose mortalmente en él.

Aquella mañana, hubiera debido despertarme con el pecho oprimido y, en realidad, así fue, pero las sensaciones que me entraban por la nariz y por los ojos actuaron como un bálsamo prodigioso sobre un corazón que cada vez sentía más como una herida abierta e imposible de curar. Había cerrado los párpados e intentaba concentrarme en aquellas manifestaciones de belleza, belleza, a fin de cuentas, aunque resultara tan distinta de la de Vivian, cuando sentí el sonido de unos pasos sobre el herboso pradecillo.

Me sorprendió un poco que se tratara de Miles, uno de los siervos de Vivian. Entre la gente que obedecía sin rechistar las órdenes de aquella mujer había de todo. Un porquero sordomudo que la contemplaba con ojos de temor; un hombre de cabellos largos y blancos que daba la sensación de adivinar sus deseos tan sólo con mirarla; media docena de labradores entregados sin descanso al cultivo de huertos y bosques, y once pastores empeñados en la tarea de guardar, alimentar y esquilar unos rebaños que sólo parecían crecer. Miles, por su parte, era un hombre muy diligente, antiguo soldado -como indicaba su sobrenombre- y jamás abandonaba las tareas de vigilancia, seguramente, de la misma manera que nunca había dejado de cumplir con su deber en las antiguas legiones. Las antiguas legiones… recordar que habían existido alguna vez me producía un dolor difuso, pero no por ello menos intenso. A decir verdad, creo que ese malestar no se relacionaba tanto con el pasado que no volvería como con un futuro, el mío, que ya nunca llegaría. Por más que me esforzara por evitarlo, lo cierto es que en aquella isla repleta de manzanos mi vida había quedado sometida paulatinamente a una relegación, a un apartamiento, casi a una reclusión. Se trataba de un sentimiento que me hubiera resultado casi tolerable de no ser porque iba ligado al pensamiento lacerante de que mi vida, una vida que hubiera podido ser útil, quizá se había terminado, quizá se había malogrado, quizá había empezado a concluir en el mismo momento en que había aceptado la invitación de Vivian. Pero en aquel momento, no deseaba que aquellos pensamientos volvieran a asaltarme y, por añadidura, sentía una enorme curiosidad por saber la causa de que Miles hubiera abandonado su trabajo.

Esperé a que entrara en la casa y me acerqué de la manera más sigilosa de que fui capaz. A unos pasos, distinguí que estaba hablando con Vivian, pero fui incapaz de captar el contenido de sus frases. Tendría que aproximarme más y hacerlo con prudencia porque si había algo que irritaba a Vivian era que alguien entrara en aquellos asuntos suyos a los que no había sido invitado. Creo que poco faltó para que lograra deslizarme sobre la hierba en lugar de pisarla y así llegué hasta una de las ventanas.

– No creo que eso tenga tanta importancia, Miles -escuché que decía Vivian con un tono de voz que conocía sobradamente y que indicaba que a duras penas lograba contener su irritación.

– Seguramente tienes razón -dijo Miles con evidente prudencia- pero la noticia…

– Es irrelevante -zanjó Vivian-. Aquí estamos bien. A decir verdad, muy bien y no nos importa lo que pueda suceder al otro lado de las aguas.

– Pero si muere Aurelius Ambrosius… -intentó argumentar Miles.

– Simplemente seguiría el camino propio de toda carne -cortó Vivian-. Es sabido que lleva enfermo mucho tiempo y que nadie ha podido curarle. Antes o después, tendrá que dejar este mundo.

– Pero Britannia… nuestros hijos…

– Britannia seguirá en su sitio porque el mar no va a tragársela simplemente porque Aurelius Ambrosius se muera y por lo que se refiere a nuestros hijos… ya se las arreglarán. La Historia del mundo está llena de catástrofes mucho mayores y los hombres siempre han conseguido superarlas. Los hijos de los britanni no van a ser la excepción…

Los argumentos esgrimidos por Vivian no me parecieron convincentes. Seguramente, era cierto que nuestros hijos podrían navegar en medio de las aguas procelosas, entre otros motivos porque no les quedaría otro remedio. Pero ¿cuántos perecerían en el intento? Y, por otra parte, ¿hasta qué punto estábamos autorizados por la Providencia a abandonarlos frente a ese destino simplemente porque muchos en el pasado habían sufrido catástrofes y desgracias?

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