Ahora me daba la espalda y sólo podía observar sus cabellos rizados de aquella manera que tanto me había llamado la atención y al contemplarlos experimentaba una sensación poderosa y doble que me recorrió de la cabeza a los pies. Por un lado, sufría la culpa innegable por lo que había compartido con aquella mujer y, por otro, no podía reprimir un estremecimiento invenciblemente voluptuoso al sentirla a mi lado.
¿Qué podía hacer ahora? Mi primer impulso habría sido el de abandonar avergonzado el lechó y huir de aquel lugar, pero enseguida deseché una posibilidad semejante. No, no podía actuar así porque, sin duda, debía tener yo alguna responsabilidad hacia una mujer que había yacido conmigo. No podía darle la espalda ahora a quien de manera tan completa se había entregado a mí, pero incluso aunque hubiera estado dispuesto a caer en una conducta tan vil, ¿cómo hubiera podido abandonar un lugar al que separaban de tierra firme aguas desconocidas? ¿Qué debía hacer? ¿Quién podría ayudarme? Recordé entonces a Aquel en quien no había pensado la noche anterior y me dispuse a buscar Su dirección, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, aquel cuerpo deliciosamente hermoso que estaba al lado del mío se dio la vuelta hacia mí.
Tenía los ojos adormilados y entreabiertos, pero, al percibir mi presencia, en sus labios apareció aquella sonrisa que alcanzaba sin el menor esfuerzo lo más hondo de mi ser.
– ¿Has dormido bien? -dijo con un tono risueño.
– Sí, domina -respondí- ¿y tú?
– Me gusta eso de domina. Suena bien. Sí, he descansado maravillosamente.
No había terminado la última frase y saltó del lecho como si hubiera sido impulsada por un resorte invisible. Era verdad que a oscuras había recorrido su cuerpo con mis manos, pero ahora, con el sol ya alzado sobre el horizonte, la luz acarició sus miembros desnudos y nuevamente la mayor de las turbaciones se apoderó de mí. ¿Cómo era posible que sobre la tierra existiera un ser tan delicado y hermoso? Bajé los ojos con el ardor pesado de la vergüenza quemándome el rostro.
– ¿Te pasa algo? -escuché que me preguntaba.
Negué con la cabeza sin despegar los labios.
– Entonces… -indagó.
– Domina -comencé a balbucir con una voz trémula-. No… no…
– ¿Quieres decir que estoy desnuda? -dijo con una voz que me sonó hirientemente burlona-. Bueno, así es como vine al mundo…
Seguí sumido en el silenció. No estaba en absoluto acostumbrado a que una mujer se expresara con esa franqueza y me sentía desconcertado, confuso, perdido.
– Lamentó… lo que pasó anoche… -acerté a decir mientras la miraba de reojo para intentar descubrir cuál sería su reacción.
La mujer frunció el entrecejo en una mezcla de sorpresa y de desagradó.
– ¿Lo que pasó anoche? No me pareció que sufrieras mucho cuando sucedía todo -dijo-. Lo que, por otra parte, resulta natural porque todo fue muy placentero. No quiero ocultarte que me dio la sensación de que no tienes mucha experiencia, pero te noté voluntarioso y fuerte.
Sentí que las orejas me ardían como tizones al escuchar aquellas palabras. ¿Qué tipo de mujer era aquélla? ¿Cómo podía expresarse con ese desparpajó como si todo lo acontecido fuera lo más normal del mundo?
– Lo que sucedió fue lo más normal del mundo -dijo como si tuviera la mágica capacidad de repetir en voz alta mis pensamientos.
– Pero… pero… -farfullé-. Ni siquiera sé cómo te llamas…
– ¡Ah! Bueno… si es por eso… Mi nombre es Vivian -dijo sin abandonar ni por un instante su sonrisa burlona.
Pero aquello no me tranquilizó y cuando, con absoluta tranquilidad, comenzó a vestirse aún me sentí más extraviado.
Su cuerpo desnudó ejercía sobre mis sentidos la misma atracción que la prodigiosa piedra imán ejerce sobre el hierro, pero ahora, cuando iba depositando sobre él prenda tras prenda, cuando apenas ocultaba sus armoniosos miembros, la fuerza, extraña y desconocida, se convertía en más poderosa.
– ¿Te gusta ver cómo me visto? -preguntó Vivian.
Bajé el rostro sin responder palabra.
– Me da la sensación de que sí. Es curioso. Por regla general, a los hombres les gusta más el proceso opuesto… claro que tú eres bastante peculiar. Eso tengo que reconocerlo.
Echó mano de un espejo metálico y comenzó a pasarse por los solares cabellos un peine fabricado con una madera casi tan blanca como el hueso. Apenas tardó en dar forma a sus bucles y entonces, volviéndose hacia mí, dijo:
– Por cierto, no estaría mal que te levantaras y comieras un poco. Tienes que recuperar fuerzas si deseas que luego volvamos al lecho.
¿Lo deseaba? Quizá no, pero fue escuchar aquellas palabras y sentir cómo cada palmo de mi ser se veía sujeto al ansia de que transcurriera el tiempo que pudiera mediar entre ese instante y aquel en que volveríamos a fundirnos en un abrazo.
– Vístete rápido -dijo mientras me arrojaba la ropa-. No van a venir a traernos el desayuno.
No tardamos en salir a un exterior esmaltado de tonalidades grises, castañas y verdes. La cabaña en la que había dormido daba por el lado de su entrada a un pradecillo suave y herboso pespunteado por árboles de las más diversas clases. Al fondo distinguí una cadena irregular de cerros achatados que identifiqué con los que había contemplado entre las brumas de la noche anterior, pero detrás de la vivienda se dibujaba una cuestecita blanda que descendía hasta llegar a una cala tranquila. O mucho me equivocaba o me encontraba en una isla, pero si era así, ¿por qué habíamos desembarcado en el otro extremo y la habíamos cruzado en lugar de circunnavegarla y tomar tierra al lado de donde había dormido? La única explicación que se me ocurrió es que quizá se trataba de una isla muy reducida en lo que a su superficie se refería y que, por tanto, se tardaba menos tiempo en cruzarla a pie que en rodearla en una embarcación. Pero ¿en qué isla me encontraba?
– Se enfriará el desayuno si te quedas ahí parado -dijo Vivian arrancándome de mis reflexiones.
Me puse inmediatamente en movimiento, pero ahora, a diferencia de lo sucedido la noche anterior, Vivian esperó a que llegara a su altura y me cogió de la mano antes de reemprender la marcha. El leve tacto de sus dedos provocó una corriente que erizó el cabello de mi nuca y descendió hasta la planta de mis pies. Pero fue mucho más que eso. A decir verdad, me pareció que trasladaba mi cuerpo a un lugar situado más allá de las nubes. Así, sin darme cuenta de por dónde iba o hacia dónde me movía, llegamos a una casa grande, desde luego, mayor que la iglesia del apóstol Pedro e incluso que la morada del extraviado Regissimus Vortegirn. Levantada sobre cimientos de piedra, desprendía una impresionante sensación de solidez.
Reconozco que aquel edificio me llamó poderosamente la atención. Sus formas, desde luego, no se parecían a nada que yo hubiera podido contemplar antes. Ni era una rústica construcción de madera como las que había visto desde mi infancia -como aquella en la que había dormido por la noche- ni tampoco una dependencia de un castra [9] romano. Pero si el exterior me había causado sorpresa, el interior me resultó aún más sorprendente. Tras un corredor de paredes de piedra cuidadosamente pulida, se llegaba a una estancia despejada, inmensa y grande que desembocaba a su vez en un ventanal exento como nunca había tenido ocasión de ver con anterioridad. Por él entraban a raudales el aroma del agua y la luz del sol bañando los objetos, numerosos y peregrinos, que descansaban adormecidos en una infinidad variada y, a la vez, armónica, de estanterías y recipientes. Fue al contemplar todo aquello cuando me pregunté por enésima vez quién era aquella mujer.
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