Héctor Camín - Historias Conversadas

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No es fácil pasar impunemente de la novela al cuento. Se trata de un género abierto a todos los géneros, versus una cápsula verbal que debe concentrarse en un sólo objetivo de interés. En estos cuentos, Aguilar Camín ha sido fiel a su mundo imaginario: trasponer la realidad real, testimonial, a un plano de ficción, pero sin dejar de ser o apuntar permanentemente hacia el testimonio, hacia la realidad de cada día. De manera que, en estas Historias conversadas, sin pretender crear un mundo de pura ficción por el costante guiño que le hace a la realidad, nos atrapa igualmente en su madeja anecdótica como si fuera un mundo de pura ficción, sin relación inmediata o reconocible

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– ¿Y qué hizo el capitán para salvarse? -quiso saber Álvaro.

– Pues, sobre todo, descubrió el tamaño de la ira de Antonio Bugarín -dijo Cosme, luego de sonarse las narices, irritadas por el chile, con su paliacate rojo. -Y le propuso el famoso pacto de las rejas. Fue un pacto muy sencillo: "Si estás dispuesto a pelear contra la cristianada", le dijo el capitán a Bugarín, "te dejo libre y te doy un grado del ejército". "No hace faltan grados", le contestó Bugarín al capitán. "Yo salgo a pelear contra esa gente, aunque me encierres después de nueva cuenta". "Tengo poco parque y poca gente", le dijo el capitán. "Dame el parque que tengas", dijo Antonio Bugarín. "De la gente me encargo yo". Y así fue.

– ¿Cómo fue? -dije yo.

– Se hizo cargo de su gente -repitió Cosme Estrada, ofreciéndonos unos dedales de licor de dátil que él mismo preparaba. -Y de la nuestra también. Antes de que nos diéramos cuenta, teníamos enfrente a la partida de Antonio, barriéndonos ranchería por ranchería. No sabíamos cómo y lo teníamos ya encima, repartiendo tiros y muertes. Él empezó a colgar cristeros en los pirús de la meseta, luego que la partida de Leoncio Esquivel enterró vivo a un lugarteniente de Bugarín. Luego dijeron que lo habían dado por muerto y por eso lo enterraron. Pero la verdad parece ser que lo enterraron vivo a sabiendas, aprovechando que en una emboscada lo habían tirado del caballo y se quedó desmayado en el suelo. El caso es que Bugarín limpió la meseta en tres meses. Respetó mujeres y niños, pero ni un cristiano más. Fue en verdad, como dijeron entonces, el azote de Dios. Yo digo para mí que era también portador de la ira divina, igual que nosotros: soldaditos todos de la mano invisible. No importa. Por fin, cerca de la Nochebuena, un día Antonio cayó con su partida sobre el grupo de cristeros que mandaba su rival, el que él pensaba su rival, y los trajo atados a una cuerda, caminando en la madrugada, hasta el pueblo de Atolinga. Entraron al pueblo al amanecer, llagados, casi muertos. Los dejó recuperarse en la cárcel donde él mismo había estado y se dispuso a fusilarlos en público, en la mismísima plaza de armas, un domingo de año nuevo, a las doce del día, para que todo el mundo viera. Tenía también preso al cura de Tlaltenango, que lo había atrapado dando misa y repartiendo fusiles en las rancherías del ojo de agua, y lo puso también en el orden del día. Como quien anuncia una corrida de toros: "Toreará también Rodolfo Gaona", así anunció Bugarín: "Morirá fusilado también el cura de Tlaltenango". Cómo nos salvamos de ésa, es cosa que no me toca contar a mí.

– ¿Usted estaba en ésa? -pregunté yo, escalando mi asombro.

– En la cuerda de presos estaba yo -dijo Cosme Estrada. -Y estaban también Leoncio Esquivel, que según esto había enterrado vivo al segundo de Antonio, y el papá de este hombre -señaló a Álvaro-, mi primo Álvaro López Estrada.

– Cuéntenos cómo se salvaron -suplicó Álvaro, con avidez infantil.

– Tú sabes cómo -dijo Cosme Estrada. -Te lo ha contado tu padre mil veces. Ve que se los cuente él.

– No me sabe en su boca -dijo Álvaro, jugueteando. -Ahora es la primera vez que la oigo de usted y es una historia nueva.

– Que te la complete entonces Antonio Bugarín -dijo Cosme Estrada. -A él le toca completarla más que a nadie.

Aligerados y altivos por los efectos del licor de dátil, salimos al atardecer de la notaría de Cosme Estrada para sumirnos, como todas las tardes, en la luz llana y dulce de la meseta.

– ¿Cuántos tíos faltan para completar la historia? -volví a preguntarle a Álvaro.

– Ya están todos los que son -dijo Álvaro. -Si quieres te la termino yo, pero creo que preferirás esperar a que te la cuente mi tío Antonio.

Acechamos a Antonio Bugarín los siguientes dos días en la plaza, para no forzar la situación yendo a buscarlo a su casa. Vivía con modestia que lindaba en la pobreza. Pero era un hombre orgulloso; resentía la humildad económica de su vejez y lo irritaban por igual la compasión y el desdén. Al tercer día, lo vimos venir por el fondo de la calle empedrada, caminando con dificultad, las piernas zambas y los tobillos reumáticos, pero el pecho y la cabeza erguidos como de quien posa para un cuadro y se alza con mal fingido orgullo ante el pintor.

– ¿Ya les contaron la historia de la barranca? -nos abordó en cuanto pudo quitarse el sombrero y poner, como tres días antes, el perfil sonrosado y aquilino frente al sol insensible y acariciador de la meseta.

– Nos contaron hasta el día del fusilamiento de los cristeros, un año nuevo -le dije, sin poder reprimir la prisa de mi curiosidad aplazada.

– No hubo fusilamiento -dijo Bugarín, cerrando los ojos ante el altar de calor donde se ofrendaba, helado por sus años.

– Queremos que nos cuente cómo no los fusiló -dijo Álvaro, usando ese usted familiar, común incluso entre marido y mujer en ciertas zonas duras de la geografía mexicana, sierras y pueblos fieles a su espejo diario, como quería López Velarde, cuyo terco presente es mero sueño de ayer, tiempo detenido con amores y muletas.

– ¿No les contaron eso? -descreyó Bugarín.

– Nos dijeron que usted debía contarlo -expliqué yo.

– ¿Quien les dijo? -murmuró Bugarín.

– Mi tío Cosme Estrada -dijo Álvaro.

– No los fusilé, porque abogaron por ellos -dijo Bugarín. -La mejor abogada del mundo abogó por ellos. Apenas los hicimos entrar por la calle mayor del pueblo, apenas los pusimos en los establos de la cárcel, porque no cabían en las celdas, y ya se estaba presentando ella a pedir que no los mataran.

– ¿Ella, la de la barranca? -pregunté.

– Ella -asintió, exhausto y suspirante, Bugarín. -Lloraba como una Magdalena, pidiendo. Por eso no los fusilé.

– ¿Lo conmovió a usted su llanto? -preguntó Álvaro.

– No, sobrino -dijo Bugarín. -No eran tiempos de conmoverse con los llantos de nadie.

– ¿Entonces? -siguió Álvaro.

– Entonces lo que pasa es que entendí, sobrino -dijo Bugarín.

– ¿Qué entendió? -preguntó Álvaro.

– Entendí lo que no había entendido. -Dijo Bugarín. -Les va a dar risa, pero hasta ese momento yo había pensado que iba a salirme con la mía, que le estaba ganando la partida a Dios. Cuando yo caí en la cárcel y ella vino a curarme y a traerme de comer, creí que la había ganado. Cuando vino la suspensión de cultos y supe que se casaba, pensé que lo había hecho por niña. Por miedo de quedarse soltera y sin varón, luego de haber escuchado toda la vida que mujer sin hombre mujer sin nombre, como se dice por aquí. La rabia que me dio aquel percance, no es para contarse. No pude desahogarme, ni tragar ese trago. Tanto no pude, que me fui enrareciendo y amargando. Y de ahí mismo fui tomando mi pleito con Dios. Así como suena. Pensé entre mí cuántas cosas imposibles no habían tenido que pasar para que se cerraran las iglesias y se suspendiera el culto aquí en Atolinga. Y para que esta tonta se casara con el primer jamelgo que le pasó por el frente. Entonces llegué a la conclusión que todo era una inmensa broma de Dios, una broma hecha contra mí, que así perdía lo único que de verdad me había importado en la vida, o sea, esa mujer por la que, sin querer, hasta había matado a mi mejor amigo. Luego vino la rebelión y quiso el mismo Dios que su jefe en esta zona, fuese el mismo que a mi mujer se había llevado. De modo que cuando el capitán Fernández vino a ofrecerme la libertad si hacía armas contra la rebelión, yo vi mi puerta. Y salí a vengarme de la broma de Dios. Dije entre mí: "Esto me has quitado, aquello te quitaré". Y hasta ese día en que entré con los cabecillas cristeros presos y en cuerda por las calles de Atolinga, siempre pensé lo mismo: "Esto me has quitado, esto te quitaré. Pusiste este matrimonio en mi camino, yo lo quitaré de mi camino. Una soltera te llevaste de mi lado, una viuda me regresaré para que viva conmigo". Pero entonces, la víspera del fusilamiento que iba a arreglar mis cuentas con Dios, ella vino a pedir.

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