Me acordaba. Inés García había sido el bandolero más temido del Occidente, un ranchero hijo de la guerra, cruel y desalmado como sólo las guerras pueden prohijar. Su diversión favorita fue consignada magistralmente en uno de los cuentos magistrales de Juan Rulfo. Le gustaba jugar "al toreo" con sus prisioneros, casi siempre los hombres, jóvenes o viejos, de pueblos indefensos: los soltaban amarrados de manos a la espalda frente al propio Inés García que hacía las veces de "toro" con un verduguillo en la mano y les iba dando piquetes, "cornadas", hasta que los remataba.
– Era un payaso -dijo Antonio Bugarín, sin alarde ni vanidad extemporánea. -Unos cuantos tiros le echamos, nada más. Salió corriendo como ladrón de feria.
– ¿Y a los cristeros? -pregunté yo.
– Más tiros hicieron falta para esos amigos -dijo Bugarín. -Porque a ellos no les importaba morirse. Se santificaban, según esto, muriendo por Cristo Rey. Pero los barrimos de la meseta ranchería por ranchería y fuimos haciendo colección de curas presos. Aparte del de Colotlán llegué a tener aquí en la comisaría del pueblo al de Juchipila, al de Tlaltenango y desde luego al de Atolinga. Descubrimos que venían a las calladas para dar los sacramentos donde se pudiera. Y los fuimos pepenando uno por uno. Ya cuando tuvimos nuestra colección de curitas y la gente vio que no les hacíamos nada pero que estaban en nuestras manos, pasó el furor, bajó la rabia. Luego, un día, yo mismo les llevé al cura que les diera misa y comunión en la ranchería de Los Azomiates, la más dura de pelar. Y así se fue acabando la Cristera en la meseta. Pero antes de eso, como les digo: muchos tiros, muchas emboscadas, muchas barbaridades. Sangre llama sangre y aquí, en unos meses, corrió suficiente. Ahora -dijo Bugarín, volteando a mirarme con sus ojos claros, veteados por un resplandor juvenil- yo digo que hay al menos una historia en Atolinga más digna de ser contada que las matazones de la Cristera.
– ¿Cuál? -interrogué yo.
– La historia de los amigos que se mataron en la barranca -dijo Bugarín, mirando ahora a Álvaro, con risueño entendimiento.
– ¿Cómo es esa historia? -pregunté.
– Pida que se la cuenten acá en el pueblo -dijo Bugarín. -Cualquiera la conoce y cualquiera se la va a contar mejor que yo. ¿No es así, sobrino?
– Así es, tío -respondió Álvaro. -¿Pero usted nos completa lo que falte?
– Nada va a faltar, sobrino -dijo Bugarín. -Nada.
Cerró entonces los ojos y alzó la cara al sol, suave y translúcido de la meseta, para dar por terminada la entrevista.
– Vamos a ver a mi tío Cosme -dijo Álvaro, cuando nos alejamos de la banca donde Bugarín calentaba sus memorias. -Ven, verás cómo nos cuenta la historia de la barranca.
– ¿Tú te la sabes? -le pregunté a Álvaro, sospechando ya que la espontaneidad de nuestros encuentros era fruto de su previsión meticulosa, más que del azar propicio.
– Me sé parte -dijo. -Pero creo que ahora voy a conocerla toda.
* * *
Don Cosme Estrada veía pasar la vida de Atolinga desde las ventanas enrejadas de una notaría que guardaba en sus archivos toda la historia de la propiedad de la meseta. Era un anciano terso y pulcro, de cuidadosos espejuelos dorados, al que Álvaro saludó besándole la mano, antes de presentarme. No elaboró coartadas para facilitar nuestro interrogatorio. Le soltó sin más:
– Nos dijo mi tío Antonio que le preguntáramos la historia de la barranca.
– ¿Tu tío Antonio? -respingó Cosme Estrada, abriendo los ojos y balanceándose en su mecedora. – ¿Te dijo que yo te contara?
– Que preguntáramos en el pueblo -dijo Álvaro. -Pero yo sé que sólo usted sabe bien esa historia en el pueblo. Y también sé que mi tío Antonio estaba pensando en usted.
– Yo soy notario -bromeó Cosme Estrada. – ¿Traes un mandato por escrito de que esa fue la voluntad de tu tío Antonio?
– Traigo este testigo -me señaló Álvaro- de que los ojitos de mi tío Antonio dijeron el nombre de Cosme Estrada.
– ¿Usted atestigua eso, señor? -dijo Cosme Estrada mirándome. -¿Atestigua usted que vio mi nombre salir de los ojos de Antonio Bugarín, cuando les dijo que preguntaran en el pueblo por la historia de la barranca?
– Salió impreso en letras itálicas -declaré yo, sin titubear.
– Vamos adentro -se rió Cosme Estrada. -Ya es hora de cerrar la notaría.
Cerró y pasamos a un patio interior, con corredores de mosaico y macetas de plantas alineadas en derredor de una fuente de piedra. Eran las dos de la tarde. En un rincón espacioso del corredor, había una mesa servida con platones de queso, salsas, tortillas y cuatro equipales.
– Desde que murió tu tía, no me hallo de comer en el comedor -explicó Cosme a su sobrino Álvaro. -Le digo a Chabela que me ponga aquí las cosas, como hacíamos cuando había invitados, por ver si llegan los invitados de a deveras. Vean hasta qué punto son bienvenidos.
Apareció Chabela en la puerta de la cocina, atrás de nosotros, y Cosme Estrada le pidió que trajera unas botellas de tequila y mezcal. Las trajo y nos servimos en unas ollitas de barro.
– Ayer, precisamente, estuve viendo periódicos viejos de Tlaltenango y Guadalajara sobre la época aquella de la Cristera y la barranca -dijo Cosme Estrada. -Todavía se oyen tiros en esas lecturas. No sé cómo nos metimos en eso. Sería de veras cosa de la voluntad de Dios. Estoy haciendo apuntes para una historia de la meseta y ahí me trabo. No sé qué pasó, porque pasaron demasiadas cosas. La misma historia de la barranca que quiere Bugarín que les cuente, sólo puede entenderse porque ya estuviera hablado allá arriba, en el cielo, que había que matarse acá abajo.
– ¿Qué pasó en la barranca? -pregunté yo.
– Se mataron dos amigos por una mujer -resumió Cosme Estrada. -Los mejores amigos del mundo y la mejor mujer del mundo. ¿Qué pasó? No lo sabemos. Tenían los dos amigos pretensiones sobre ella. Un día uno le traía de regalo un venado de cuernos completos cazado en la sierra y el otro traía al día siguiente un venado más grande. Aquel encontraba un rebozo de percal en la feria de Colotlán y el otro iba matándose, hasta Guadalajara si era necesario, para traerle un color más bonito. Pero ella no se le brindaba a ninguno, ni aceptaba los regalos, ni atendía a los requiebros. Sino que era una mujer de su casa, muy jovencita entonces, pero ya entregada al rezo y a las cosas de Dios. Sobre todo, había puesto sus ojos en otro desde niña, y puedo decir que en él los tuvo puestos hasta que murió. Porque era mujer simple, de querencias fijas toda la vida. Ya de niña usaba trenzas y trenzas usó hasta que bajó al sepulcro. De niña había elegido a su pareja, y su pareja a ella, y pareja son ahora todavía después de su muerte. Pero aquellos amigos no veían en el fondo de ese corazón y creían turbarlo con sus hazañas. Finalmente, un día la mujer se enfrentó a uno de ellos y le dijo: "No he de ser trofeo de nadie. Ni aunque se maten por mí", a lo cual el más necio de los dos, desairado y violento como era, concluyó la más torcida de las fábulas y dijo para sí: "Lo que quiere esta china, es que nos matemos por ella y que la gane el mejor". Con la misma, fue a la cantina donde libaba el otro y le dijo, en voz alta para que todos oyeran: "Nos hemos de matar por esa china y se la quede el mejor. A menos que tengas miedo". Miedo no tenía nadie en ese tiempo y la sola insinuación era un agravio. De modo que el otro le dijo: "Por los muchos años de amistad que nos tenemos voy a hacer como que no dijiste nada, y si así fue aquí te sientas, nos bebemos un trago y asunto concluido". Pero el otro contestó: "Lo dicho, dicho está. Por la noche te espero en la barranca". Eso fue todo -dijo Cosme Estrada, quitándose los espejuelos para frotarles las nubes de grasa con su servilleta. -Cerca de las doce de la noche, se oyeron los tiros. Como a la media hora, entró al pueblo y paró en la cantina el caballo de uno de ellos. Llevaba al dueño moribundo arriba. Fue el que sobrevivió. Todavía le encanta que cuenten su historia: era Antonio Bugarín.
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