Héctor Camín - Historias Conversadas

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No es fácil pasar impunemente de la novela al cuento. Se trata de un género abierto a todos los géneros, versus una cápsula verbal que debe concentrarse en un sólo objetivo de interés. En estos cuentos, Aguilar Camín ha sido fiel a su mundo imaginario: trasponer la realidad real, testimonial, a un plano de ficción, pero sin dejar de ser o apuntar permanentemente hacia el testimonio, hacia la realidad de cada día. De manera que, en estas Historias conversadas, sin pretender crear un mundo de pura ficción por el costante guiño que le hace a la realidad, nos atrapa igualmente en su madeja anecdótica como si fuera un mundo de pura ficción, sin relación inmediata o reconocible

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Héctor Aguilar Camín Historias Conversadas Para Doña Emma y Dona Luisa - фото 1

Héctor Aguilar Camín

Historias Conversadas

Para Doña Emma y Dona Luisa,

que inventaron por su cuenta la conversación.

El secreto de la verdad es el siguiente:

no existen hechos, sólo existen historias.

Joao Ubaldo Ribeiro

Prehistoria de Ramona

Life has no sense without nonsense

Emilio García Riera

– Todo lo que sucede es para bien -dijo doña Emma a los postres, consolando una desgracia menor de la familia. -Incluso en la peor cosa hay algo bueno. Recuerdo al médico Miranda de Chetumal que había perdido el oído derecho y entonces se acostaba a dormir sobre el lado izquierdo para que nada lo despertara en la noche. Decía: "Para algo habría de servirme el oído que perdí".

– Lo perdió de un tiro -dijo doña Luisa, murmurando con fijeza de anciana en un extremo de la mesa, a mi lado. -Y de otro tiro perdió la vida después.

– ¿Cómo estuvo eso? -pregunté sin pensar.

– Ah, es una historia muy larga -rió doña Luisa, como volviendo a la vida desde muy lejos. -Nunca se dijo quién lo mató, aunque todo el mundo lo sabía. Lo mataron en la noche y atraparon a Judith Laguna, la enfermera, diciendo que ella lo había matado. Pero ella no fue.

– ¿Quién fue entonces?

– No importa ya. Pasó hace tanto tiempo -descartó doña Luisa.

– De acuerdo -accedí yo. -Pero ¿quién fue?

– No puedo decirlo -se cubrió doña Luisa. -Todavía no. Aunque haya pasado tanto tiempo. Pero no fue Judith quien mató al médico Miranda. El propio encargado de la zona militar dijo que la pistola que habían llevado no correspondía al arma asesina, que ella no había sido. Y en Chetumal creó indignación su captura. Judith Laguna era la mujer más noble y servicial del mundo. Venía a inyectar a tu abuelo Camín y a ponerle sus compresas para la carcoma en los ojos, sus gotas. Ardían como salmuera esas gotas; tu abuelo pataleaba y sudaba del dolor. Pues ahí se estaba Judith, quitándole el sudor de la frente y cantándole. Era oaxaqueña, cantaba canciones mixtecas que fascinaban a tu abuelo. Y como tu abuelo fue lo más español que haya parido España, yo pensaba, maliciosamente, porque sólo se piensa maliciosamente: "Este es el mismo canto que debió encantar a Hernán Cortés". Porque Cortés era señor de tierras en Oaxaca. Bueno, pues Judith curaba a tu abuelo y le cantaba. Quién sabe cuál sería más cura, si las gotas o los cantos. Cuando la metieron presa, fue un escándalo en el pueblo, porque Miranda era un médico muy querido y nadie creía que Judith lo hubiera matado. Pero nadie tampoco quiso ir a verla cuando estuvo presa. Nosotras sí. Supimos que la pasaba mal porque no tenía ni un jergón donde dormir, ni una cobija con qué taparse. Allá fuimos tu mamá y yo con una canasta de fruta y comida, y unas ropas, y nos presentamos en la cárcel, con nuestros sombreros de jipijapa contra el sol, a ver a Judith Laguna. Hubo gran revuelo en la comisaría, al grado que se apareció por ahí tu tío Ernesto, que entonces era subdirector de policía, diciendo: "Esta cárcel no recibirá nunca visitas más ilustres que ustedes, así que vamos a tomarnos unas fotos". Y paf paf, nos tomamos unas fotos con tu tío Ernesto, otras con los sardos de la entrada y otras con Judith Laguna, en la celda de porquería donde la tenían encerrada. Entonces dice tu tío Ernesto: "Ustedes no pueden estar ahí en esta celda que parece un chiquero. Voy a ponerle una custodia a Judith para que puedan hablar con ella en una banca del parque, fuera de la cárcel". Así fue. Tuvimos nuestra entrevista con Judith fuera de la prisión, en el parque Hidalgo, que quedaba enfrente.

El murmullo de su voz cansada había domado los altos decibeles del resto de la conversación familiar y ya toda la mesa escuchaba su historia.

– ¿Pero quién mató a Miranda? -porfié yo, sabedor por años de que sus circunloquios solían ser astucias naturales de narrador, pero también elegantes ocultamientos de secretos.

– Yo sé quién lo mató -saltó doña Emma, mi madre, como si se lo hubiera preguntado a ella, al otro lado de la mesa. -Aquello fue una infamia.

– Ya metió su cuchara -reprochó doña Luisa, sorprendida por los énfasis irresistibles de doña Emma.

– Lo de Judith fue una infamia -reiteró doña Emma, con su vehemencia habitual.

– Pero no estoy hablando de la infamia -dijo doña Luisa, tratando de recobrar los fueros de su relato. -No quiero hablar de eso, sino de Judith.

– Ah, Judith era una señora mixteca -siguió entrometiéndose doña Emma. -Ya hubieran querido las que tanto hablaron de ella, la mitad de su temple y su dignidad de mujer.

– Precisamente de eso estoy hablando -dijo doña Luisa. -Nadie quiso ir a verla en la cárcel, ni los que tantos secretos le debían.

– ¿Qué secretos? -pregunté yo.

– Secretos, hijo. Tú no sabes las cosas terribles que una enfermera y un médico llegan a saber en un pueblo. Sólo el sacerdote llega a saber tanto y quizá menos, porque la miseria que ven los médicos no tiene el velo morado del confesionario. Los médicos ven al hombre dejado de su espíritu, roto, enfermo, loco de dolor, vuelto una basura. Lo que sabía Judith Laguna fue en parte la razón de su desgracia.

– ¿Qué sabía? -volví yo, dispuesto a no soltar el hilo del secreto que ella había echado sobre la mesa.

– Cuánto no sabría -subrayó doña Luisa- que años después, cuando el licenciado Cámara tuvo a su cargo el ministerio público, rebuscando en los archivos se encontró las fotos que nos habíamos tomado con Judith en la cárcel y en el parque y las trajo a casa, diciendo: "No sé qué tienen que hacer las fotos de ustedes en el expediente de Judith Laguna. ¿No saben ustedes lo que esto las puede perjudicar? ¿Cómo se les ocurrió ir a tomarse estas fotos?"

– ¿En qué podía perjudicarlas? -dije yo.

– Por el fondo que había en el caso de Judith Laguna, ya te lo expliqué -dijo doña Luisa.

– ¿Pero cuál es el fondo?

– Tú eres escritor y curioso -sonrió doña Luisa. -Pero yo soy vieja y terca, y tengo mis mañas, así que nada te voy a decir.

– No me digas quién fue -dije entonces, buscando mi propio rodeo. – Dime sólo cómo fue, sin el culpable.

– Cómo fue lo supo todo mundo en Chetumal -dijo doña Luisa, volviendo a poner sus inmensos ojos tiernos y fatigados en una franja joven de su memoria. Sus ojos eran ya enormes al natural pero se magnificaban hermosamente tras los lentes para miope de sus espejuelos. -Era la época en que, por ley, el que embarazaba a una mujer tenía que casarse con ella. Y entonces, en ese pueblo promiscuo donde había sólo unas cuantas prostitutas, pero sobraban mujeres dispuestas a meterse con cualquiera, todo el tiempo había familias buscando cómo deshacerse de los compromisos adquiridos por sus varones. ¿Ya me entiendes? Embarazaban a las muchachas y luego no querían saber nada de ellas. Sobre todo eso pasaba entre las familias bien, que querían para sus hijos varones "lo mejor". Pero sus hijos varones querían a la primera mujer que pasara dispuesta a darles lo que ellos buscaban tras cualquier mata de plátano, para luego venir jimiqueando, las vivas: "Me embaracééé". Entonces, en los ciclos de brama, que eran casi siempre cuando arreciaba el calor, aparecían por todas partes del pueblo muchachas que se enfermaban de "paludismo". Y se oía por todos lados: "Fulanita no puede salir porque se enfermó de paludismo".

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