"A Zutanita le dio
paludismo" '. "Menganita cogió unas fiebres que seguramente son de
paludismo". Entonces mandaban llamar a Judith Laguna, Judith les ponía una "inyección" y a los cuatro días reaparecían Fulanita y Menganita curadas de su
paludismo. ¿Ya me entiendes? Pues eso es lo que pasaba con el
paludismo, el calor y las matas de plátano. Bueno, pues un día llaman a Judith Laguna a atender un caso de
paludismo, en casa de la mulata Morrison, que tenía una hija bella como un amanecer, de ojos verde grillo y una tez tan pulida que tenía como un halo. Era hija de un capitán norteño, blanco, guapo y bruto como no pasó otro por Chetumal. Vino con la rebelión delahuertista en los veintes y se fue con ella, pero dejó atrás a esta hija, que fue lo mejor que hizo nunca en su vida el semental de porquería. Pero el médico Miranda, que era una fiera, cuando se enteró de que a la belleza aquella le había dado
paludismo, agarró su maletín y se fue con Judith a verla diciéndole: "Vamos a ver de qué se trata este
paludismo que tú vas a curar". Y va y se encuentra con que lo que quiere, no la muchacha, sino la familia del sementalito que había entrado en la casa de la mulata Morrison, un inútil de porra, feo como desecho de Dios, es que le hicieran un aborto a la muchachita. Y el médico Miranda dice: "No, señor. Aquí no hay aborto ni hay nada, porque esta niña va en el cuarto mes de embarazo y si se nos muere, matamos lo más hermoso que ha pasado y pasará nunca por este pueblo de mierda".
– ¿La hija de la mulata Morrison? -confirmé yo.
– ¿Dije yo el nombre Morrison? -preguntó sorprendida doña Luisa.
– Morrison dijiste -reprendió doña Emma desde el otro lado de la mesa. -Esta es la que no iba a decir de qué se trataba.
– Ave María -dijo doña Luisa. -Pues si ya lo dije, dicho está. La verdad no puede borrarse callándola.
– Dinos entonces también el nombre del sementalito -pidió mi hermano Luis, que escuchaba frente a mi madre con su puro risueño en la boca.
– No digo más nombres -juró doña Luisa.
– Dinos qué pasó entonces con la muchacha Morrison -se resignó Luis Miguel.
– Ella no se llamaba Morrison -precisó doña Emma.
– Calla, Emma -suplicó doña Luisa, regateando su secreto y su relato. -No se llamaba Morrison -reiteró. -Tenía el nombre del capitán, que la reconoció antes de irse, pero ese nombre no lo diré.
– ¿Qué pasó entonces? -dije yo.
– Mandaron a la muchacha para Mérida a que le curaran su paludismo -siguió doña Luisa.- Pero la muchacha se asustó con lo que dijo Miranda que podía morir y se negó a que le sacaran al niño.
– ¿Y hubo boda? -pregunté yo.
– Hubo -dijo doña Luisa. -La boda más desdichada del mundo, porque ese mismo día, por la noche, el muchacho, que no tenía ya ninguna ilusión de luna de miel porque la había tenido tras la mata de plátano, se emborrachó, tomó una moto rumbo a Calderitas, se fue a estrellar en un manglar y un palo de esos lo cruzó por un flanco del pecho de lado a lado. Entonces, la familia del muerto juró vengarse del médico Miranda y, como tenían una posición importante en el gobierno, lo mandaron matar. Le echaron la culpa a Judith Laguna, diciendo que por celos lo había matado ella.
– ¿Por celos de quién? -preguntó Luis, mi hermano.
– Por celos de la muchacha Morrison -dijo doña Luisa. -Porque es verdad que, desde que vio embarazada a esta muchacha, el médico Miranda se dedicó a ella como si fuera su hija. Y cuando quedó viuda, el mismo día de su boda, prácticamente la adoptó. La llevó a su casa con todo y la madre, que vivía en una champita, en un bohío de guano por el cerro. Atendió su parto, la curó, la protegió. Meses después, la muchacha tuvo una niña, cuyo nombre también me callo. Pero la familia del padre muerto se negó a darle su apellido. El médico Miranda la bautizó entonces con el suyo. Naturalmente, aquella belleza jovencita en casa del médico dio de qué hablar. De eso se aprovecharon para decir que Judith Laguna lo había matado por celos. Pero la acusación era absurda, porque nada coincidía, ni la pistola, ni la hora en que se dijo que Judith lo había matado, ni nada. Entonces intervino el gobernador del territorio y prepararon las cosas para que Judith Laguna se "escapara" de la prisión. Y así fue. Estaba tan preparado el asunto, que Judith hasta vino a despedirse de nosotras y de tu abuelo. "Canta Judith", le dijo tu abuelo. Y se puso a cantar. Así de tranquila estaría el día de su fuga. No la volvimos a ver, ni supimos más de ella.
– ¿Y quiénes armaron todo eso? -porfié.
– Eso no lo puedo decir, ya te lo he dicho -recordó doña Luisa. -No conviene que lo sepas.
– ¿Razones políticas? -pregunté, ironizando por la extrema lejanía en el lugar, el tiempo y la política de los hechos narrados.
– En parte, hijo, en parte-dijo doña Luisa, volviendo con una risa al lugar de su secreto y a su fatiga desengañada y exhausta.
Un año después de aquella escena, encontré en la cantina Mar Caribe de Chetumal a un viejo amigo de la infancia que, al paso de una conversación sobre el pueblo anterior al ciclón de 1955, me dijo como referencia de dónde vivía: "Por donde la casa de la mulata Morrison". La historia inacabada vino a mí con nueva fuerza y empecé ahí mismo mi nueva pesquisa sobre el paradero de aquella estirpe.
– La hija se fue de aquí a vivir a Campeche, con un árabe comerciante de artículos eléctricos -me dijo Chicho Burgos, mi amigo de la infancia. -Y luego supe que se fueron a México. Creo que ahí están todavía.
– ¿Sabes el nombre del árabe?
– No -dijo Chicho. -Pero tu tío Raúl lo conoce muy bien. Hacían la tertulia en el mostrador de su tienda todas las noches.
De mi tío Raúl obtuve el nombre de Nahím Abdelnour. De Félix Amar, en la esquina de enfrente, la noticia de que Abdelnour había muerto a principios de los sesentas en la ciudad de México
– ¿Y su mujer? -pregunté.
– Casó de nuevo con un señor Enríquez -dijo Félix. -Un músico famoso de la ciudad de México.
El nombre pronunciado por Félix me hizo voltear por dentro.
– ¿Hablas de Raúl Enríquez, el director de la orquesta sinfónica de la Universidad?
– Creo que sí -dijo Félix.
– ¿Crees o sabes?
– Creo. Pero calma. Mi mamá sabe de cierto. Le preguntamos ahora mismo. ¿Por qué te pusiste pálido? ¿Dije algo malo?
– No -le dije. -Pero pregúntale a tu mamá.
De la casa que empezaba tras la tienda, vino doña Silvia Abdelnour, prima de Nahím, el segundo esposo de la hija de la mulata Morrison.
– Enríquez el músico, sí -confirmó doña Silvia. -El director de la orquesta.
– ¿La señora se llama Raquel? -pregunté.
– Así es -dijo doña Silvia, extrañada de mi excitación.
– ¿Y la hija? -pregunté de nuevo. -¿Cómo se llama la hija?
– La hija se llama Ramona -dijo doña Silvia.
– ¿La Monchis Enríquez? -acorté.
– La Monchis, de acuerdo -dijo doña Silvia, sonriendo. -Adoptó el apellido del último marido, pero es hija del primer matrimonio de Raquel. Una tragedia. No la puedes creer.
– Conozco la historia -dije.
– Y a la Monchis, ¿la conoces? -quiso saber doña Silvia, trasluciendo el brillo de antiguas y eficientes coqueterías. -Un bombón. Una belleza de serrallo. Debe ser mayor que tú diez años.
– Cuando yo tenía veinte y ella treinta, le aseguro que no se notaba -le dije.
– Esa es nostalgia de viejo -dijo doña Silvia, volviendo a iluminarse bajo los polvos sonrosados que avivaban la blancura inmaculada de su cutis.
Volví a la ciudad de México después de las vacaciones y al sábado siguiente, antes de la comida, encerré a doña Emma y a doña Luisa en su cuarto y les conté lo que había descubierto.
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