Se puso de pie Antonio Bugarín y una gran sonrisa pobló su rostro de charro asturiano: – ¿Y por qué vino a pedir esta mujer? -nos preguntó, ajustándose el pantalón sobre las caderas y las ingles. – ¿Vino a pedir que yo no me manchara más las manos con sangre inocente? No. ¿Vino a pedir que no violara más el santo mandamiento que prohíbe matar a nuestro prójimo? Tampoco. ¿Vino a pedir por los parientes cristeros que habían caído en la recua y que luchaban limpiamente por su causa? No, mis amigos. Por ninguna de esas cosas vino a pedir. Ni por la caridad cristiana, ni por los lazos familiares que nos unían con casi todos los sentenciados. Vino a pedir por su hombre, mis amigos. Vino a pedir por su marido, por su amor. Y me dijo: "Mata a los que quieras si tienes que hacerlo, al cura de Tlaltenango si tienes que hacerlo, síguete manchando las manos de sangre y tocando con ellas las puertas del infierno, si eso te hace feliz". Eso me dijo: "Pero no mates a mi marido, que es lo único que he querido en este mundo y es lo único que puede mantenerme viva en este mundo. Si lo matas mañana en la plaza, mátame con él". Entonces entendí. Nada quería en la vida esa mujer, ni a Cristo Rey ni a Antonio Bugarín, que no fuera el amor de ese jefe cristero.
Calló Bugarín y se quedó de pie con los brazos en jarras, mirando el confín de Atolinga por las guías de la calle que daba a la plaza de armas.
– ¿Quién era el jefe cristero? -pregunté.
– No era otro que mi primo Cosme Estrada -dijo Bugarín.
– ¿El notario? -pregunté yo.
– El letrado -dijo Antonio Bugarín.
Volteé a mirar a Álvaro y reconocí en el brillo exultante de su rostro hasta qué punto había cumplido su designio narrativo de llevarme por un laberinto transparente, cuyas paredes sólo eran opacas e infranqueables para mí.
Nos quedamos en silencio un largo rato, como si el peso de la revelación que yo alcanzaba nos envolviera a los tres, con el aura reverencial de su misterio.
– Los solté a todos -dijo Bugarín, al final de ese vacío. -Menos al cura de Tlaltenango. Y luego me dediqué a cazar curitas y a cebarlos en la cárcel y a llevarlos a dar misa ora aquí, ora allá. Así esperamos todos aquí arriba que acabaran las guerras allá abajo, haciéndonos los buenos disimulados. Con los años, por todo el país pasó lo mismo.
– Así fue -dije yo, fijo todavía en el espesor de mi silencio.
– De modo que les pusimos el ejemplo -presumió Bugarín.
Volvió a sentarse en el banco de la plaza y extendió otra vez su perfil al sol acariciante de la meseta, cerrando los ojos, la boca, la memoria. Nos quedamos unos minutos haciendo lo mismo y luego nos retiramos sin decir palabra.
Regresamos a ver a Cosme Estrada al día siguiente.
– Quiere ver el retrato de mi tía -le dijo Álvaro López, señalándome.
Nos pasó Cosme Estrada por los corredores de su casa, hasta el comedor, donde ya no comía. Olía a encierro y a iglesia. Tras la cabecera de la mesa labrada, había un óleo mal hecho de una mujer que miraba hacia el frente con los ojos inyectados y ardientes, espejos imprecisables del calor de su alma o de la impericia amarilla del pintor, mal mezclador de blancos y fulgores. Tenía los labios carnosos y un pelo azul que caía en gruesas trenzas sobre sus hombros, con una liberalidad voluptuosa que desmentía el cuello blanco, ceñido, protector de la intimidad monogámica de hombros y pechos.
– ¿Cómo se llamaba? -dije yo, susurrando sin necesidad, como en un templo.
– Armida -musitó Cosme Estrada, aceptando mi tono.
– Armida Miramontes -completó Álvaro López, su sobrino.
– De todos nuestros respetos -murmuré yo para mí, antes de escabullirme al corredor y a la calle, donde seguían esperando, impasibles y eternos, el cielo y la tierra de Atolinga, que no sabían del reino de su luz ni recordaban nuestros nombres.
La noche que mataron a Pedro Pérez
La política es lo que los hombres han inventado para dar rienda suelta a sus más bajas pasiones -dijo doña Emma, mi madre, desde su indisputable trono verbal en la sobremesa familiar de los sábados. -Eso decía tu abuelo Camín, y tenía razón. Todo lo que el hombre no se atrevería a confesarle en voz baja a su mejor amigo, es capaz de hacerlo en público si sus actos tienen según él una justificación política. Mentir, robar, matar: las peores cosas parecen justificadas, y hasta valientes, si se hacen por una razón política. Y si no, mira la historia de Pedro Pérez. Verás las miserias de que el hombre es capaz por la política.
– Cuéntanos la historia de Pedro Pérez -suplicó Luis Miguel, mi hermano, que la había oído mil veces y no se cansaba de oírla de nuevo.
– La has oído mil veces -dijo mi madre, con altivez propiamente materna, sintiendo que su cachorro hacía mofa de ella.
– Pero esta vez la vamos a grabar para siempre -dijo Luis Miguel, admitiendo y diluyendo la sorna que había percibido doña Emma.
– Cuéntala, mamá Emma -pidió mi hija Rosario, que no había escuchado nunca la historia de Pedro Pérez, o la había escuchado siendo niña y no la llevaba en la mochila de su inquieta memoria adolescente.
– Te la voy a contar a ti, mi amor, no al badulaque burlón de tu tío -le dijo doña Emma a mi hija Rosario, atacando todavía la infidencia filial de mi hermano.
– Cuéntala ya, Emma -apoyó sonriendo doña Luisa, con hastío cómplice de la infidencia de Luis Miguel, su sobrino.
– La voy a contar cuando a mí me dé la gana -definió doña Emma, escobeteando todavía la ofensiva en su contra. Pero a inmediata continuación, incapaz como siempre de rehusar una ocasión narrativa, empezó la historia reclamada: -Pedro Pérez fue siempre un político que estuvo en contra del gobierno.
– Pedro Pérez fue sobre todo una excelente persona -interrumpió doña Luisa, mi tía, para iniciar sin desórdenes la narración. -Lo quería papá, su abuelo de ustedes, el abuelo Camín. Papá le disculpaba a Pedro Pérez su gran debilidad de ser bebedor, porque lo juzgó siempre una excelente persona, de la buena cepa mexicana. Papá se quejaba mucho de los vicios de México, pero decía que cuando la cepa mexicana da un buen hombre, no hay mejor hombre en el mundo. Eso decía papá.
– Pero eso no tiene que ver con la historia de Pedro Pérez -contraatacó doña Emma, en busca del mando narrativo. -Porque no lo mataron por sus buenas cualidades, sino por estar en contra del gobierno.
– Verdad -admitió doña Luisa, resignándose ante la lógica exultante y abrumadora de su hermana. -Pero era un hombre bueno también, bueno como el mejor, y por eso lo querían tanto en Chetumal.
– Fue un hombre bueno y querido, que estuvo siempre en contra del gobierno -aceptó y refrendó doña Emma, dueña al fin de su narración. -Y un hombre con sus ideas descabelladas, también. Por ejemplo: era germanófilo como el más ario de los germanos, teniendo él la facha más veracruzana que pudiera verse, moreno, morocho, con los labios gruesos y morados, como de cabeza olmeca. Le puso a una hija suya Alemania y a otro, que murió, le había puesto Sigfrido, por aquello de los nibelungos. Esa era la época en que medio México le iba a Hitler en la guerra contra los americanos. Adorar a los alemanes era una forma, idiota digo yo, pero muy extendida entonces, de pensar que así se fregaba a los gringos. Bueno, Pedro Pérez era jefe de aduanas en Chetumal.
– Jefe de migración -precisó doña Luisa.
– De migración -aceptó doña Emma. -Y, como dice tu tía Luisa, a cada rato estaba en el mostrador con papá conversando horas y horas. Hablaban sin parar de política, de la guerra, de los males de México y todo eso. Pero la obsesión de Pedro Pérez era la plaga bíblica, así decía él: "la plaga bíblica" que había caído sobre Chetumal con el gobierno de Margarito Ramírez. Margarito Ramírez era un hombre de Jalisco cuyo mérito había sido salvarle la vida al general Obregón, en los años veintes, y matar no sé cuántos cristeros en la guerra religiosa de los años que siguieron. No encontraron en el gobierno mejor manera de deshacerse de Margarito, que mandarlo a gobernar Quintana Roo. Y como nadie lo quería de regreso en la capital, mucho menos en Jalisco, lo fueron dejando como gobernador del territorio, que entonces era una parte de México que había que hacer esfuerzo para recordar que existía. Quintana Roo era entonces parte de la selva, no de México. Margarito se quedó catorce años, dueño de aquella selva, montado en los quintanarroenses sin haberse quitado las espuelas, como decía papá, el abuelo Camín.
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