El Issa estaba todavía helado. Junto a la orilla, emergían, enroscadas como trompetas, las primeras hojas de un verde pálido, mientras el centro reflejaba las nubes revueltas. Cierto día, en el sendero que surcaba la maleza junto al río, se encontró con la amiga de sus juegos de antaño, Onuté. La veía de vez en cuando, de lejos, pero aquella vez fue distinto. Ella se detuvo, lo observó un momento con una especie de curiosidad, pero su expresión era más bien extraña. Era ya una chica mayor. Bajó la cabeza, y Tomás sintió como un sudor en el cuello y en las mejillas y pasó junto a ella con gravedad. Aquella gravedad disimulaba un temblor, pero Onuté bien pudo haber creído que él la despreciaba, porque él era ya casi un señor. Fue lo que supuso Tomás, demasiado tarde ya, cuando el peligro se había alejado, y se sintió incómodo.
Seis meses después de la boda del señor Romualdo con Barbarka, nació un hijo. Negras jorobas peladas salpicaban los campos bajo la nieve que se fundía, y, a pesar de que estaban a comienzos de abril, volvió a helar. Llevaron al niño a la iglesia en trineo. Lo bautizaron con el nombre de Witold.
Bajo el cielo plomizo, graznaban las cornejas entre los juncos, y el látigo de Romualdo, el de las grandes ocasiones, con un mechón rojo, rozaba con negligencia la grupa del caballo. Barbarka entreabría ligeramente el pañuelo floreado y miraba si el niño seguía durmiendo. Iban así, ignorando con toda evidencia el tiempo, que no queda determinado tan sólo por el continuo retorno de primaveras e inviernos, ni por el balanceo de los trigales, ni por la llegada y la partida de los pájaros. La tierra por la que se deslizaban los trineos pintados de verde no era tierra volcánica, ni arrojaba llamas y cenizas. Nadie pensaba allí en los incendios y los diluvios que han conmovido la historia de la humanidad.
Witold se puso a berrear al llegar a casa. Barbarka lo instaló en una cuna y, mientras lo mecía, contemplaba la mesa preparada para el banquete. Era una gran alegría sentirse dueña de su propia casa. Cuando abría el armario, que desprendía un olor de pasta hecha en casa, se sentía presa de una inconmensurable dulzura, como la de las pastas. Mis pastas. Mi marido. Mi hijo. Y, no menos importante, mi suelo de madera -las tablas crujían y sus botines también. Con el rostro radiante, recibió a los invitados. Romualdo se frotaba las manos y decía: «Vamos, Barbarka, sírvenos algo de comer».
La vieja Bukowski examinó a su nieto y declaró que se parecía a su hijo, no a la nuera. Tenía que consolarse de alguna manera, y también vaciando un vaso tras otro. Detrás de las ventanas, la noche iba haciéndose siempre más espesa; se oía silbar entre las ramas el viento del deshielo. Si alguien se hubiera acercado, atraído por la luz, habría visto a un grupo de gente riendo, recostada con cierta pesadez en las sillas, y a los perros (en invierno, debido al frío, les dejaban estar en la casa) rascándose en medio de la habitación. Los perros suelen golpear el suelo cuando se rascan el cuello con la pata trasera, pero el cristal de la ventana no habría dejado pasar ese sonido.
En la oscuridad, un lobo, en la linde del bosque, volvió la cabeza en dirección a la ventana iluminada y observó un instante aquella incomprensible morada humana, separada para siempre de lo que él era capaz de comprender. ¿Quién sabe si aquel rectángulo luminoso no atraía también a otros seres más inteligentes? Pero si se tratara, por ejemplo, de diablos en frac, serían pronto castigados por su curiosidad. Solían otorgar demasiada importancia a asuntos triviales para poder subsistir en una época en la que es indispensable el sentido de la proporción. Pronto, junto a las orillas del Issa, nadie contará ya que ha visto a uno de ellos balanceando las piernas en la viga del molino, o que ha oído la música de sus bailes. Y si alguien, a pesar de todo, lo contara, no habría que creerle.
El viento del deshielo soplaba del Oeste, del mar. Sobre las aguas, entre las costas de Suecia y Finlandia, y las ciudades hanseáticas de Riga y Danzig, los barcos se balanceaban y mugían en la niebla. Barbarka le cambiaba los pañales al niño, sosteniéndolo por las piernas y levantando ligeramente su pequeño trasero, que suscitaba en ella oleadas de ternura. Aquella ternura, y los sentimientos que brotaban en ella cuando se desabrochaba la blusa y acercaba al niño a su pecho, con una vena azul que se transparentaba a través de la piel, no deben situarse fuera de la esfera de experiencia que les es propia. Nos ha tocado vivir en el límite de lo animal y de lo humano, y está bien que así sea.
Más o menos en la misma época, Romualdo contrató a un nuevo jornalero, Dominico Malinowski. Si éste, por primera vez en su vida, se ausentaba de Gime, se debía a motivos muy graves.
Se encontraba aquel día en el pajar, en compañía del campesino para quien trabajaba aquel invierno, trillando con mayales. Quizás habría podido evitar el incidente, aunque ya por la mañana todo indicaba que algo ocurriría. Domcio sabía dominarse. Llevaba siempre los labios apretados y estrechos, a fuerza de retener lo que habría deseado decir, pero no podía. Entraba en la madurez y se parecía siempre más a un ave rapaz. Muchas veces sintió la tentación de agarrar a aquel sinvergüenza por el cuello, pero sabía que era peligroso ceder a los propios impulsos. Bum, el eco devolvía el golpe del mayal que sostenía el viejo; bam, le respondía el mayal de Domcio, y así, a dos voces, proseguían su tarea. Luego, se detuvieron, porque el viejo fue a descargar su mal humor sobre alguien de la casa. En realidad, fue entonces cuando empezó todo.
Ese alguien era una sirvienta de la edad de Domcio, a la que éste consideraba como una tonta porque se dejaba explotar por todos más de lo necesario. Poco importa ahora la simpatía que él pudiera sentir por ella, la cuestión es que, en aquel momento, tuvo que salir en defensa de la chica. El fibroso y reconcentrado orgullo del viejo tuvo que enfrentarse entonces a la fuerza de Domcio, y agarró aquel pescuezo, apretó con los dedos su nuez de Adán, lo sostuvo unos instantes en el aire y lo tiró al suelo con un ruido sordo. Salió a continuación por la puerta del corral y oyó a sus espaldas unos gritos.
Un minuto de triunfo: «Ya no estaré a tu merced». Pero, mientras se acercaba a la casa junto a la balsa, pensó en las consecuencias. Y éstas no tardaron en producirse. El viejo incitó contra él a otros campesinos; los más ricos, hicieron causa común, y Domcio no pudo contar a partir de entonces con encontrar trabajo en sus fincas. Tuvo que trasladarse, y le tocó en suerte Borkuny.
Mientras no encontraba trabajo, Domcio se quedó en casa labrando cucharas, cuencos y zuecos para recaudar algún dinero. A veces, su madre, sentada frente a él en el banco, miraba sus ágiles y expertas manos. Decía «la tierra», y entonces él levantaba la vista hacia aquel rostro surcado de arrugas, hacia aquellos labios atrapados entre dos pliegues, profundamente marcados en la piel. Siempre la misma historia: aquella petición de un pedazo de tierra, que podía aportarles la Reforma. «José decía que sí». «Ya están parcelando por todas partes…» Domcio no contestaba. Inclinaba la cabeza y hundía su cuchillo en la madera de tilo, con mayor atención que de costumbre. Pensativo, conducía lentamente la hoja hacia él, abriendo un profundo surco.
La marcha de Tomás y de su madre quedó aplazada hasta junio. Ella hizo colocar en el carro unos arcos de avellano sobre los que tendió un toldo, como en los carros de los gitanos. Cien kilómetros les separaban de la frontera, y, al otro lado, les esperaban cuarenta más, de modo que, en caso de lluvia, les sería útil y, además, les serviría para poder dormir durante el viaje. Preparó también muchas provisiones: quesos secos con comino, salchichas y jamones ahumados, casi negros, tal como le gustaban al padre de Tomás.
Читать дальше