Czeslaw Milosz - El Valle del Issa

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«El valle del Issa ha estado siempre habitado por una ingente cantidad de demonios.» Así empieza una de las descripciones que hace el narrador del entorno en que vive Tomás, el niño lituano que protagoniza esta historia. Al igual que Milosz, Tomás habita un mundo donde todavía no han llegado los ritos religiosos tradicionales, y un tiempo, a principios de nuestro siglo, en que la naturaleza producía un éxtasis pagano y un horror maniqueo. La historia de
Elvalle de Issa también está poblada por la imaginería propia de un poeta, y por innumerables anécdotas que, sin dejar de remitirnos a referencias autobiográficas, están lejos de ser comunes y corrientes.

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Baltazar habría podido sin duda correr y procurar apagar el incendio. Pero esta idea ni le cruzó por la cabeza. Se ahogaba en su propio grito, no por lo que acababa de hacer, sino por lo que le había forzado a hacerlo: quizás, cuando sostenía la cerilla, sabía ya que era libre y, al mismo tiempo, que haría tan sólo aquello, nada más que aquello. También sabía, mientras estaba allí, a gatas, como un animal, que no se levantaría, ni iría a apagar el fuego.

La figura con una espada de madera se acercaba a él, con movimientos de víbora, trazando con la espada círculos de color paja. Baltazar veía sus ojos brillantes con pupilas verticales, y el cuerpo aplanado, al acecho. De un salto, arrancó una estaca de una cerca, se giró jadeando, pero, en la hierba frente a él, ya no había nada. Los filamentos del veranillo de San Martín bailaban en el aire, líneas de luz ligeramente combadas. A su alrededor, el bosque dorado al sol, el silencio de un día caluroso.

Nadie. Ni enemigo ni amigo, excepto la presencia de lo inasible y, por ello, aterrador. Se giró bruscamente, para rechazar un ataque por la espalda. Una picaza alzó el vuelo, graznando desde algún lugar de la zanja. El humo que salía por las ventanas envolvía en finas estrías el tejado de la casa y cubría ya, como una tenue niebla, las copas de los ojaranzos.

– Pronto se habrá acabado.

63

– El bosque.

– Estatal.

– No.

– ¿Es el bosque?

– Es Baltazar.

– La casa de Baltazar está en llamas.

Los habitantes de Pogiry salían a la linde de los vergeles y a los rastrojos, para verlo mejor. A continuación, se llamaron unos a otros, recogieron cubos, perchas, hachas y se pusieron en camino, aprisa, formando grupos. Detrás de los hombres, corrían niños y perros, al final se unió a ellos un grupito de mujeres, llevadas por la curiosidad.

En lo que ocurrió a partir de entonces, hay que distinguir entre lo verosímil y el curso real de los acontecimientos. Siempre que se reconstruyen hechos, aunque a primera vista se relacionen lógicamente entre sí, aparecen lagunas que, si se rellenaran, todo aparecería bajo una luz totalmente distinta. Pero nadie trataba de hacerlo, pues todos quedaron ya harto satisfechos de haber alcanzado en seguida la evidencia.

Baltazar había incendiado su casa y luego se había agazapado allí donde terminaban sus cercados, a ambos lados del camino por donde pasa el ganado hacia los pastos. Se mantuvo al acecho porque supuso que, desde Pogiry, verían el incendio y acudirían a apagarlo, y él había decidido impedirlo. Esto es lo que parece verosímil. En realidad, no llevaba intención concreta alguna; estaba sentado en la hierba, estremecido y tembloroso, amenazado por fantasmas rastreantes y picazas sobrenaturales. Muchas cosas se explicaban por la falta de armonía entre su espíritu y su cuerpo. Su espíritu era capaz de sumirse por completo en el caos y en el terror, pero el cuerpo conservaba lucidez y rapidez en los reflejos; era pesado, pero todavía potente. Ese cuerpo les parecía a los demás como sometido a una voluntad al servicio de una finalidad concreta.

Ya desde lejos, vieron las llamas y oyeron los desesperados ladridos del perro, a cuya caseta debía acercarse ya el fuego. Absortos por aquel espectáculo, se quedaron atónitos al verle aparecer de pronto, como salido de la tierra, despeinado, inhumano. En la mano sostenía la estaca arrancada a la cerca. Su brazo se alzó, como apuntando en un gesto de defensa. No había previsto encontrar a gente. Aquello se acercaba formando un ancho frente, iluminado por una multitud de rostros, eso al menos le pareció.

En cabeza, iba el viejo Wackonis. Al ver que Baltazar blandía la estaca, se cubrió con el hacha. Entonces, el cuerpo de Baltazar percibió el peligro y actuó como debía. La estaca cayó, con toda la fuerza de su brazo, sobre la cabeza de Wackonis, quien se desplomó.

– ¡Lo ha matado!

– Lo ha mata-a-ado!

Hubo otro grito, una llamada, para reforzar la unidad de todos:

¡Ey, Vyrai! ¡Adelante los hombres!

En aquel punto, estaban talando el bosque: entre los árboles cortados, crecían robles jóvenes. Aquí y allá, en el desmonte, oscuros hoyos desgarraban la vegetación. Un grupo de hombres corría vociferando, saltando por encima de esos hoyos, las camisas volando en el aire. Baltazar huía en dirección al viejo bosque. Ya no era más que un cuerpo que se defendía y se lanzaba hacia su única meta. No pensaba, pero sabía que era cuestión de vida o muerte, y ésta era la finalidad de su carrera: la carabina de cañones recortados, escondida en el viejo roble.

Pero ellos, a su vez, sabían que, si Baltazar conseguía entrar en el bosque alto, perderían su pista. Le cortaron el paso por un lado, y él giró a la izquierda; le volvieron a cortar el paso, pero él se desvió más aún y alcanzó los alisos. Estos separaban el bosque de las tierras de Baltazar y, por el otro lado, lindaban con los pastos.

Baltazar se hundía en el barro medio seco, y sus botas arrancaban grumos de turba negra. No le quedaba aliento para seguir corriendo; tenía que seguir, pero le faltaba aire y se arrastraba a gatas, revolcándose en aquella masa oscura, con el corazón a punto de estallar, gimiendo. Entretanto, sus perseguidores se habían detenido para deliberar. Si querían atraparle, tenían que rodear los alisos y organizar una batida. Se repartieron puestos de vigilancia. Baltazar los oía y buscaba un arma;, en su huida había tirado la estaca. Con la mano, palpó un grueso bastón que se deshizo al tocarlo, estaba podrido, de modo que agarró una piedra.

Los hombres de Pogiry iban ahora a ajustarle las cuentas al criminal que se había lanzado a matarles, cuando ellos, como buenos vecinos, se disponían a prestarle ayuda. Sin duda alguna, querían matarlo a palos. Sabían que era muy fuerte, por lo que tenían que avanzar todos a la vez y se animaban entrecruzando maldiciones.

Las agujas de los relojes avanzan a pasos cortos; en nuestra ancha tierra, se da una simultaneidad de gestos, miradas y movimientos, un peine se desliza por brillantes y largos cabellos, haces de luz se reflejan en los espejos, túneles donde se agolpan ruidos sordos, hélices de barcos que agitan las aguas. El corazón de Baltazar latía, midiendo su tiempo, la saliva le goteaba por sus labios entreabiertos. ¡No, no, todavía no! ¡Vivir, como sea, donde sea, vivir todavía! Buscaba un refugio, se hundía en el lodo, lo rascaba como si quisiera enterrarse en él, como si pudiera cavarse un escondrijo con las uñas. Aquello -él allí y ellos a su alrededor- era como la confirmación de un presagio, o de un sueño, predeterminado e irrevocable. No tenía dónde esconderse. Los alisos, que más arriba eran muy espesos, allí crecían más bien espaciados; los árboles más viejos no dejaban filtrar suficiente luz para los arbustos, y había penumbra: entre las gruesas raíces, se veían las huellas de los cascos de las vacas, y, aquí y allá, los planos hongos de las boñigas. No conseguiría escapar, siempre lo verían desde lejos. La carabina. Tener una carabina. No tenía carabina.

Quizás Baltazar hubiera tenido que ir al encuentro de todos con los brazos en alto. Pero, para eso, habría tenido que distinguir entre el incendio de la casa, sus propios fantasmas y la gente de Pogiry; éstos eran para él ejecutores, estrechamente vinculados a todo lo demás. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, se le salían de las órbitas. Apretaba la piedra con la mano.

Golpeaban los troncos de los árboles como en una verdadera batida. Sus voces se acercaban. Hay que atribuir la táctica que adoptó entonces a un resto de presencia de espíritu que aún quedaba en él. En lugar de esperarlos, avanzó hacia ellos, hacia los que se acercaban por el lado de los campos. Atacándoles de improviso, conseguiría quizás huir. Pero pesaba demasiado, se hundía en el barro, no podía coger suficiente velocidad.

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