Czeslaw Milosz - El Valle del Issa

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«El valle del Issa ha estado siempre habitado por una ingente cantidad de demonios.» Así empieza una de las descripciones que hace el narrador del entorno en que vive Tomás, el niño lituano que protagoniza esta historia. Al igual que Milosz, Tomás habita un mundo donde todavía no han llegado los ritos religiosos tradicionales, y un tiempo, a principios de nuestro siglo, en que la naturaleza producía un éxtasis pagano y un horror maniqueo. La historia de
Elvalle de Issa también está poblada por la imaginería propia de un poeta, y por innumerables anécdotas que, sin dejar de remitirnos a referencias autobiográficas, están lejos de ser comunes y corrientes.

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Se estremeció, como quien despierta de un sueño, pues, inesperadamente, desde las profundidades del bosque, le llegaron los sonidos de la cacería. Era como si, de pronto, hubiera resonado el órgano de una iglesia. No eran voces individuales, parecía como si alguien hubiera pisado el pedal, como si arrancara a cantar un coro desde los primeros compases, en una línea ascendente y descendente. El eco lo potenciaba, y Tomás apretaba su escopeta fijando la mirada ora en el sendero rojizo, ora en el fondo del barranco. No captaba por dónde corrían los perros, su coro se hacía alternativamente más fuerte o más tenue, y su regularidad, así como aquella espesura convertida en un pecho henchido de profundos clamores, le impresionó de tal manera que hasta dejó de preguntarse de dónde venían las voces. De haber estado con Romualdo, él le habría explicado el sentido de aquella música y habría vibrado de exaltación, pero, por el momento, aquel lenguaje no significaba nada para él y lo colmaba por lo que era en sí.

Al parecer, ahora se alejaba. No esperaba que el animal apareciera allí, frente a él; se dejaba dominar por esa especie de pereza que le embarga a uno cuando se hacen cálculos y todo concuerda, de tal manera que ya no se sienten deseos de seguir comprobando, o bien cuando se excluye de antemano cualquier posibilidad de accidente. El verdor en el fondo del barranco y el sendero negaban con toda la fuerza de su existencia la posibilidad de que algo más se añadiera a ellos. De todos modos, Tomás no andaba muy equivocado: Romualdo, quien no confiaba demasiado en la precisión de su tiro, le había apostado en un lugar donde esa posibilidad era más bien remota (conociendo aquella pista, sabía que los conejos la utilizaban raramente).

Aquella participación pasiva en la llamada del bosque acabó hundiéndolo en un mundo de ensueño. Libre de responsabilidad, tranquilo, se puso a jugar, esparciendo la capa de hojas secas y agujas que cubrían el suelo y practicando pequeños hoyos en la tierra con la punta del zapato. Se le aparecieron imágenes totalmente inadecuadas para su edad: aquel hoyo era un canal, éste un río y allí faltaba otro canal. Entretanto, la cacería proseguía su diálogo con el espacio; un murmullo, más allá de su eco, se propagaba en la cima del bosque.

¿Por qué no se dio cuenta Tomás de que los perros no ladraban como de costumbre y de que en sus voces resonaba una advertencia?: «¡Atención! ¡Atención!». No. Pensando en las musarañas, es decir en nada, ensimismado, no sospechaba que la sentencia se había pronunciado y que la tragedia se avecinaba.

Todo había sido preparado para que el golpe le alcanzara del modo más doloroso. La confianza del héroe. Había largo tiempo alimentado su miedo, luego se había librado de él y, ahora, se encontraba, pues, en aquel punto de debilidad, de amor y deseo, sin el que el hombre jamás se convertiría en el blanco de los golpes del destino. Y aquella alegría engañosa y aquella promesa según la cual jamás volvería a reproducirse el dolor que sintió en el pasado. Sin ignorancia no hay, sin duda, tragedia auténtica; de pronto, los haces luminosos de los focos se proyectan sobre él, y ya, envuelto en ellos, empieza a moverse bajo la mirada atenta de los espectadores que contienen la respiración: un loco que no sospecha nada, demasiado entregado a la magia de los sonidos, cavando los hoyos que serán su perdición.

Los perros perseguían un gamo. En su carrera, trazaron un amplio arco, y la algarabía de sus voces alcanzó a Tomás desde algún punto del valle. Al oírla, levantó la cabeza y dirigió su mirada distraída hacia la lejanía. Y, en aquel instante, justo debajo de él, saltó el relámpago y lo que le dejó petrificado no fue lo que vio: sintió con todo su cuerpo que la materia del barranco resurgía para convertirse en algo nuevo, desconocido. Todo ocurrió a la vez: el estupor, el gesto de apuntar, el disparo y el pensamiento: «es un gamo», pero todo ello en una especie de inconsciencia, con la desolación del acto consumado, cuando, al apretar el gatillo, se sabe ya de antemano que se ha fallado.

Tomás se quedó boquiabierto. Todavía no había captado el sentido de lo que acababa de ocurrir. A continuación, se le escapó un gemido y arrojó furioso la escopeta; todo a su alrededor quedó vacío de contenido. Se sentó, sollozando, traspasado por la crueldad del destino.

La brisa balanceaba sobre su cabeza las ramas suaves de los pinos. Los perros se habían callado. De modo que su serenidad no había sido más que una trampa. ¿Por qué, por qué aquella voz interior le había inspirado seguridad? ¿Cómo podrá soportar ahora aquella humillación sin límites? Ahora, sólo ahora, el gamo cobraba vida bajo sus dedos que oprimían los párpados: inmovilizado en un salto, doblando las patas delanteras y el cuello hacia atrás. ¡Si lo hubiera visto un segundo antes, sólo un segundo! Pero aquello le había sido negado.

Los arbustos se movieron. Lumia saltó aullando y volvió los ojos hacia él; detrás de ella, los otros dos perros parecían no entenderlo. Y, por si fuera poco, ahora el desengaño de los perros: el hombre había disparado y había rebajado el prestigio del hombre. Tomás permaneció sentado en un tronco, inmóvil, con las manos apoyadas en las mejillas. Una rama crujió bajo un zapato; los jueces se acercaban.

Romualdo se detuvo junto a él:

– ¿Dónde está el gamo, Tomás?

No se movió, ni le miró.

– He fallado.

– ¡Pero si iba directo hacia ti! Habría podido dispararle a tiempo, pero pensé: déjaselo a Tomás.

Y, dirigiéndose a Víctor, que se acercaba, le dijo con irritación:

– Tomás ha dejado escapar el gamo.

Cada palabra se hundía en Tomás como una fría hoja de acero. No tenía salvación. No se atrevía a mirarles a la cara. Hundido en sí mismo, en su cárcel, en el cuerpo que le había traicionado y del que no podía renegar, apretaba los dientes.

Volvieron en silencio. Los mismos cruces, las mismas curvas del sendero, hasta hace unos minutos tan llenas de encanto, le parecían ahora esqueletos sin color. ¿Por qué había merecido aquello? Más doloroso aún que la vergüenza era el rencor que sentía contra sí mismo, o contra Dios, porque el presentimiento de la felicidad no significa nada.

En los prados, allí donde hubieran tenido que torcer en dirección a Borkuny, se excusó diciendo que le esperaban en casa y se despidió.

– ¡Tomás, la escopeta! -le gritaron.

La había dejado junto a ellos, apoyada en un aliso. No volvió la cabeza, metió las manos en los bolsillos y trató de silbar.

66

Tomás tenía trece años cumplidos cuando hizo un descubrimiento: a una auténtica aflicción suele seguirle una auténtica alegría, y entonces uno olvida cómo era el mundo cuando esa alegría no existía.

La escarcha cubre las flores de los coronados. Un herrerillo levanta el vuelo desde una ramita, en cuyo extremo se insertan unas bolitas blancas, y la deja oscilando. Frente a la ventana de la habitación que antes ocupaba la abuela Dilbin, Tomás está sentado debajo de un peral y aspira el perfume de las peras marrones, arrugadas, caídas a tierra: olor a jardín que se marchita. Miró las contraventanas. No, era todavía demasiado pronto. Aún debe estar dormida. ¿Y si ya estuviera despierta? Se acercó a la contraventana y levantó con precaución la falleba, pero en seguida retiró la mano.

Su nueva inquietud: ¿acaso la merecía realmente, pese a todo lo que se ocultaba en él? Si entre ellos había una cesta de frutas, elegía la peor para que ella no la cogiera. Cuando ponía la mesa, vigilaba que a ella no le tocaran platos desportillados (casi todos lo estaban); colocaba el tenedor y se detenía a pensar, pues le parecía que el suyo era demasiado bueno y a ella le habían dado uno más usado, y lo cambiaba rápidamente. Despertarla, sí, ¡cuánto le habría gustado hacerlo!, pero sería egoísmo de su parte.

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