Se encontró frente a frente con un chico joven (según las chicas, el mejor bailarín de la región). Por poco chocan, y, a una distancia de dos pasos, le arrojó la piedra a la cara. Cuando se es un buen bailarín, es de suponer que se tiene mucha agilidad: el joven se inclinó, en un cuarto de segundo, y la piedra pasó silbando junto a su cabeza. Baltazar se protegió del filo del hacha saltando detrás de un árbol. Y estalló el griterío.
– ¡Aquí está! ¡Aquí está! ¡Aquí está!
Corriendo otra vez, Baltazar se agarró con las dos manos a un arbolito y lo arrancó de raíz. Cómo lo hizo, no se sabe; era algo superior a las fuerzas humanas. Sosteniendo el arbolito a modo de una enorme maza, cubierto de barro, se encontró con los que venían hacia él de frente.
– ¡Aquí está! ¡Aquí está! ¡Aquí está!
Las ovejas, a pleno sol, levantan nubes de polvo en los barbechos. Un erizo remueve las hojas debajo de un manzano. Una balsa se aleja de la orilla, y un hombre retiene por la brida a sus caballos que resuellan, aspirando el olor del agua. Muy alto en el cielo, por encima de los espacios cubiertos por el musgo de los bosques, vuelan grullas dejando oír sus cruu, cruu.
El encuentro tuvo lugar en un calvero. El aire silbó por el impulso de Baltazar y, en aquel mismo instante, un tronco le cayó sobre el brazo; sus dedos se abrieron y dejaron caer el arbolito. Un bichero, con su gancho de hierro, desuñado a deshacer los tejados a los que ha prendido el fuego, y su gruesa asta de fresno, sostenida con las dos manos por el hijo de Wackonis, dibujó un arco en el aire.
Si tan sólo fuera posible detener un solo instante lo que ocurre en todas partes, congelarlo, contemplarlo como encerrado en una bola de cristal, aislándolo del instante anterior y del instante posterior, y transformar así el hilo del tiempo en el océano del espacio. Pero no.
El golpe cayó sobre el cráneo de Baltazar. Su cuerpo trazó un círculo vacilante y se desplomó cuan largo era. El eco repetía «aquí está», se oían los jadeos de los hombres cansados y el tumulto de los pasos precipitados de los demás.
Entretanto, la casa de Baltazar terminaba de arder, al igual que los establos, las cuadras y las pocilgas. De la hacienda forestal sólo quedó la granja.
– Le está bien empleado.
– ¡Ese hijo de Satanás!
El viejo Wackonis había muerto, pero Baltasar seguía vivo. Lo trasladaron a Ginie, a casa de su suegro. Surkont mandó inmediatamente llamar al médico. Tomás nunca había visto al abuelo en tal estado de irritación. Él, siempre tan suave y conciliador, contestaba con brusquedad, se volvía de espaldas, sus blancos bigotes recortados se erizaban, farfullando a medias no se sabe qué palabras. Se fue al pueblo y se sentó junto al enfermo, que no recuperaba la conciencia.
La gran lámpara de petróleo, colocada sobre un escabel, iluminaba con gran claridad. Baltazar estaba acostado en una cama, de la que habían retirado todas las almohadas, menos una, que pusieron bajo su cabeza. Le habían quitado ya el barro y la sangre que lo cubría; su rostro moreno, ahora lívido, destacaba en la blancura del vendaje, hecho con un grueso tejido. Tenían que administrarle la extremaunción, pero, entonces, inesperadamente, abrió los ojos. Su mirada tranquila era como de sorpresa. Parecía no entender dónde se encontraba, ni qué podía significar todo aquello.
El sacerdote, ligado por el secreto de confesión, no divulgó nada de lo que había oído, tan sólo aseguró que Baltazar tenía perfectas sus facultades mentales. Es posible que aquel golpe le hubiera librado de las telarañas y de las nieblas en las que se debatía. Su última conversación con el sacerdote fue larga. Luego, a medida que iban pasando las horas, Monkiewicz repitió algunas de las cosas que acababa de oír, explayándose siempre un poco más y encontrando justificaciones para hacerlo. Tenía por costumbre recurrir a ciertos detalles para ilustrar sus enseñanzas sobre las trampas de que son víctimas las almas humanas, y, así, muchos de los hechos llegaron a conocimiento de la gente.
A pesar de su experiencia y de todo lo que había llegado a oír en su confesionario, se le notaba muy afectado. No sólo por los graves pecados (Baltazar se los expuso por primera vez, como si hasta entonces no se hubiera dado cuenta de que existían y los hubiera descubierto de pronto), sino aún más, quizás, por la resignación u obstinación con la que aquel hombre repetía una y otra vez su convencimiento de que estaba condenado. El párroco le explicaba que nadie tiene derecho a decir eso, que la bondad divina no conoce límites y que el arrepentimiento de los pecados es más que suficiente para obtener el perdón. Baltazar se arrepentía sinceramente, y con todas sus fuerzas. Tantas, que volvía su dolor contra todo lo que había sido hasta entonces, sin eludir nada. Escuchaba atentamente, pero, poco después, repetía: «No hay salvación para mí», o «él está aquí». Así pues, para Baltazar, la luz que iluminaba ahora su pasado quedaba rodeada por las tinieblas de las que provenía y hacia las que se dirigía. Había adquirido ya la costumbre de esperar un subterfugio siempre distinto, que volvía a conducirlo al mismo sufrimiento. Y decía aquel «él está aquí» con tal entonación de certeza, que el padre Monckiewicz miraba hacia atrás, inquieto.
Sin esperanza. El cura tenía ahora que absolver e impartir los últimos sacramentos a ese hombre culpable de tan grave pecado. El párroco nunca hasta entonces se había encontrado en semejante situación y, lleno de escrúpulos, intentaba arrancar de Baltazar aunque sólo fuese una apariencia de esperanza para quedarse él mismo en paz con su propia conciencia. Obtuvo al menos que el enfermo ya no le contradijera, pero, por supuesto, se debía también a que iba debilitándose por momentos. El tiempo que el padre Monkiewicz transcurrió a su lado le alteró los nervios, como si la enfermedad que tenía que curar fuera contagiosa, y, a pesar de que se negaba rotundamente a admitirlo, se sentía como un simple testigo, con muy pocos recursos para combatir el Mal.
Por falta de fuerza o de ganas, cuando los demás entraron en la habitación, Baltazar no demostró tomar conciencia de su presencia. Tenía la mirada fija en un punto y, así, dirigiéndose al espacio, dijo:
– El roble.
Se refería a la carabina escondida en el roble por una simple regresión automática hacia el pasado, ¿o acaso expresaba algún pensamiento concreto? En seguida perdió el conocimiento.
El doctor Kohn llegó ya bien entrada la noche. Dijo que tal vez pudiera salvarse si, por ejemplo, se le intervenía, pero, para ello, habría que trasladarlo, primero en coche de caballos y luego en tren, hasta un gran hospital. Es decir, era mejor esperar, sin meterse en más complicaciones inútiles. Baltazar no vivió más que hasta el amanecer. Los girasoles emergían de entre la niebla con sus escudos negruzcos, las gallinas cloqueaban, soñolientas, sacudiendo el rocío de sus alas; entonces, una vez más, recorrió con la mirada las vigas del techo y los rostros de la gente, todo debió parecerle sin duda extraño.
– Chicos, todos a la vez.
Estas fueron sus últimas, incomprensibles palabras, y, minutos más tarde, murió.
Por la mañana, allí ya no quedaba nada por ver. Así pues, para Tomás, la imagen de Baltazar vivo no quedó velada por la máscara del fúnebre reposo. Su labio superior ligeramente levantado, un poco femenino, la cara redonda, siempre demasiado joven, en la que aparecía como una sombra de sonrisa: que así permanezca, ya.
– ¿Qué os parece? ¿No lo decía yo? Ha muerto borracho perdido, el canalla ése -la abuela Misia se persignaba y añadía-: El Señor lo tenga en su gloria.
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