«Esta pagana», decía de ella la abuela Dilbin, con razón. Las culpas que el hombre descubre en sí mismo al actuar, no le pesaban a Misia lo más mínimo. En vez de poner su voluntad al servicio de algún objetivo, se inhibía, pues ninguna meta le parecía digna de esfuerzo. No es de extrañarse, por tanto, que no supiera penetrar en las necesidades y los problemas de los demás. Desean, necesitan, pero ¿por qué?
Cuando se despertaba del todo, se quedaba acostada con los ojos muy abiertos y pensaba en toda clase de detalles relacionados con la vida diaria, pero sin darles mucha importancia: la abuela Misia jamás se levantaba aprisa para hacer algo que había olvidado hacer el día anterior, o que exigía su presencia. Saboreaba el recuerdo de su permanencia en el infinito y ronroneaba, acariciada todavía por una mano gigantesca. Lo que para otro representaría una sarta de problemas, para ella simplemente ocurría, nada más. Por ejemplo, Lucas (¡vaya matrimonio!), o los devaneos de Helena -aunque, al parecer, la historia con Romualdo ya había terminado- y ahora aquella reforma. Y también Tecla, anunciando indefinidamente su llegada, en la que ya nadie podía creer.
Los Seres Invisibles, que se paseaban por el suelo crujiente de la casa, entre los estallidos de los muebles del «salón», se mostraban sin duda más preocupados que ella, precisamente porque ella no se preocupaba en absoluto. Habrían podido ya hacía tiempo admitir que con ella habían perdido la partida. Para su desgracia, es difícil atacar a los inocentes que no tienen conciencia del pecado. Pero quizás haya que atribuir precisamente a esta experiencia el que empezaran a atosigar a Tomás con un nuevo tipo de tentaciones.
Hurgándose la nariz con el dedo, gesto que se aviene a las reflexiones otoñales, Tomás pensó por primera vez en Misia como en una persona, y empezó a juzgarla con dureza. Era una tremenda egoísta, sólo se amaba a sí misma. Pero, en cuanto se lo hubo dicho, de un modo extraño, le entraron toda una serie de dudas. Veamos: bastaba con mirarla para ver lo contenta que estaba con sus rodillas, con el hueco de su almohada, y cómo se sumía en sí misma, como en un confortable edredón (Tomás sentía a Misia desde dentro, o le parecía sentirla). ¿Acaso él mismo no se parecía mucho a ella? ¿No le ocurría como a ella que, cuando mejor estaba era cuando olía su propia piel, se acurrucaba formando un ovillo y disfrutaba con la conciencia de que él era él? Era el momento de sentir agradecimiento hacia Dios, era el momento de rezar. ¿Pero no había en todo ello algo engañoso? La abuela Misia era piadosa. Pero, veamos, ¿acaso no celebraba su culto ante sí misma? Se suele decir: Dios. ¿Y si fuera tan sólo el amor hacia nosotros mismos lo que ocultamos tras esta palabra, para causar buena impresión, pues lo que amamos realmente es nuestro propio calor, el latido de nuestro corazón y nuestra manera de envolvernos en la manta?
Nadie puede negar que los demonios suelen ser astutos. ¡Qué satisfacción despojar a Tomás de la confianza en su voz interior y quitarle la tranquilidad apelando a su escrupulosa conciencia! Ya no podrá dirigirse a Dios para pedirle que aclarara sus pensamientos y, al caer de rodillas, creerá que cae ante sí mismo.
Tomás deseaba confiarse al Verdadero, y no a esa especie de vapor que se eleva por encima de nosotros, alimentado por lo que vive en nuestro interior. Pero apenas se hubo liberado, tras aquel ayuno, de las torturas que él mismo se había infligido, apenas hubo disfrutado de unas pocas mañanas llenas de dulzura, volvió a perder pie y, pintando garabatos sobre los cristales empañados, le surcaron la cara lágrimas de abandono.
Mientras tanto, la abuela Misia cada día, de madrugada, se sumía en sus delicias, y no le pasaba siquiera por la cabeza que pudiera con ello escandalizar a nadie.
– Pronto se acabará.
Era una voz, o una señal, que vibraba en el aire, por encima de la hierba seca en la que cantaban los grillos. Baltazar se tambaleó, de pie en el sendero, fulminado por la alteración de las cosas. ¿Por qué estaba allí? ¿De dónde había salido? ¿Qué tenía que ver con todo aquello? Frente a él, los objetos, borrosos y aplastados, bailaban en zigzag, provocándolo con su desconocido aspecto. El se elevaba en el centro del vacío: peor aún, no tenía siquiera centro, y la tierra no ofrecía apoyo a sus pies, se apartaba, huidiza, absurda. Caminaba y, a su paso, centellas de insectos saltaban a uno y otro lado,,;por qué están allí, siempre iguales? Saltan.
– Pronto, todo habrá acabado.
Los peldaños crujieron, la habitación estaba vacía; su mujer y sus hijos habían ido a Ginie a casa de la abuela, la jarra de cerveza estaba en la mesa, junto a una hogaza de pan. Inclinó la jarra, bebió unos tragos de cerveza y, con todas sus fuerzas, la estrelló contra el suelo. Unos regueros de un líquido oscuro se esparcieron en forma de estrella sobre las tablas rugosas. Se agarró a la mesa, y el olor de la madera, lavada con lejía, aquel olor, ligeramente rancio, de la casa le pareció repugnante. Miró a su alrededor, y su mirada cayó sobre un hacha apoyada contra la estufa. Se acercó a ella, la cogió y, tambaleándose, arrastrándola con la mano que colgaba volvió junto a la mesa. Cogió impulso y asestó un golpe, no a lo ancho, sino a lo largo, calculando bien el lugar. La mesa se derrumbó con estrépito, la hogaza cayó rodando y se detuvo del revés, mostrando su superficie plana y enharinada.
Baltazar trajo de la otra habitación una garrafa grande envuelta en mimbre y la dejó en el suelo. Luego, le dio una patada. Apoyado contra la pared, contempló el líquido que salía a borbotones y se extendía formando una amplia mancha, que llegaba hasta la mesa destrozada y rodeaba la hogaza. Tenía mucho que mirar, porque, destacándose de todo lo que le rodeaba, de pronto, aquello adquirió más fuerza y relieve. La materia, abultada por los bordes, se escurría perezosamente, se introducía por debajo de los bancos, dejando a su paso islotes que al momento ella misma recubría. Parecía, en sí misma, la premonición de lo inevitable, y Baltazar no pensó más que en ella cuando sacó del bolsillo unas cerillas.
Conoció entonces aquel instante, en el límite del ser y no ser; un segundo antes, no era, y un segundo después, es, para siempre, hasta el fin del mundo. Sus dedos sostenían la caja, mientras los de la otra acercaban el palito con la punta negra. Quizás siempre había deseado ser un acto puro, un gesto creador, cerrado sobre sí mismo, de manera que las consecuencias de ese acto no recayeran sobre él, pues le alcanzarían en el momento en que, inaccesible al pasado, estaría concentrándose ya el en acto siguiente. Frotó la cerilla contra la caja, y surgió la llama. La observó como si la viera por primera vez, hasta que el fuego le quemara, abrió los dedos y la cerilla se apagó mientras caía. Sacó otra, la frotó con brío y la tiró hacia delante. Se apagó. Encendió la tercera, se inclinó despacio y la acercó al petróleo derramado.
Volcó un banco encima de las llamas que se extendían con rapidez y salió. Llevaba el blusón desabrochado, sin cinturón. En el bolsillo, el tabaco y una botella de vodka.
– Pronto se acabará.
El futuro. No lo había. Una voz lo llamaba, el cielo estaba pálido y claro, los grillos cantaban. Día, noche, día, ya no los habrá, ya no serán necesarios. De algún modo, nacía en él la certeza, se fortalecía. ¿Acaso sabía adonde iba? Caminaba. Giró la cabeza y sintió el horror ante la consecuencia, el terror ante lo irrevocable al ver aquel humo que se escapaba por las ventanas abiertas de la casa. Esa eterna protesta de Baltazar contra la ley según la cual nada permanece en sí mismo, sino que todo se encadena sin cesar, y la botella que sostenía con dedos temblorosos, y esa caída en la hierba, y levantarse y arrastrarse a gatas, y esa llamada a la que tomamos por un grito, pero de nuestra garganta apenas si sale un ronco susurro.
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