Se quedó sentado en un tronco, escuchando el murmullo del bosque; hacía unos instantes, ella jugaba allí recogiendo nueces. Aquello era más espantoso que la muerte de la abuela Dilbin, no sabía exactamente por qué. Ella era única, entre todas las ardillas; nunca más habría otra igual y nunca resucitaría. Pues ella es ella, y no otra. ¿De dónde nacía su convicción de que ella era ella, y su calor y su gracia? Los animales no tienen alma, de modo que, al matar un animal, se lo mata para toda la eternidad. Cristo no podrá ayudarla. La abuela clamaba: «Ayúdame». A ella Cristo la acogería y la orientaría. También podría salvar la ardilla, puesto que lo puede todo. Aunque las ardillas no recen, aquélla, sí, rezaba; rezar es lo mismo que querer, querer vivir. Y él era el culpable. ¡Infame!
Si la enterraba, se pudriría y no quedaría rastro de ella. No se la llevaría. No se atrevería a mirar a nadie a los ojos. Dar la vuelta y marcharse. Llamó su atención el montículo de un hormiguero. Hecho de hojas secas de pino por fuera no parecía habitado, pero, por unos caminitos llanos, avanzaban hacia él grandes hormigas rojas y, cuando Tomás destruyó la capa superior del hormiguero y hundió un palo en él, el agujero se convirtió en un hervidero. Siguió removiéndolo y, cuando, de sus destripados túneles, empezaron a salir enormes cantidades de hormigas agitadas y presas de pánico, cogió la ardilla, la depositó en el centro y la cubrió de tierra. Se la comerían entera y dejarían sólo su esqueleto. Tomás volvería y lo encontraría. Luego, decidiría qué haría con él; lo mejor sería colocarlo en una cajita, y ponerla en algún lugar donde pudiera perdurar todo el tiempo posible.
No le resultaría difícil encontrar el camino: primero un pino con el tronco torcido, luego una roca y una isla de ojaranzos. Levantó su escopeta (no estaba cargada), la pasó por el hombro y empezó a abrirse paso hacia el sendero.
Infamia. No alcanzar a los que se defienden con su destreza y sus alas, y alcanzar tan sólo a los débiles que no esperan el peligro. La ardilla ni siquiera lo había visto, nada la había advertido. Los jóvenes urogallos se retorcían ahora dentro de él, sentía el ruido sordo de sus cabecitas destrozadas contra el árbol. Llevaba en su memoria un cuadro tan detallado, que le parecía poder tocar la rugosidad de la corteza, de la que, tras cada golpe, se desprendían fragmentos que caían produciendo un chasquido. Le remordían la conciencia otras fechorías, aunque la abuela Misia le hubiera contado que, de pequeño, cogía en una cesta los caracoles y los tiraba al Issa por piedad. Se imaginaba (quizás porque, después de la lluvia, salían rastreando por los caminitos) que les hacía un favor. Allí, en el fondo del río, morían, pero quedaba su buena voluntad. También aquel pato, al que había salvado la vida. Pero no era suficiente.
Si al menos pudiera abrazarse a alguien, llorar, y contar todas sus penas. De pronto, le asaltó tal ardiente deseo de que el roble, que crecía en la linde del bosque, se convirtiera en un ser viviente que se acurrucó a sus pies, transido de angustia, del aquel miedo que se siente en un columpio. Una carraca graznaba en una rama seca; siempre las había perseguido, pero nunca dejaban que se les acercara. Sólo dos pájaros poseen ese plumaje azul vivo, puro color alado: el martín pescador y la carraca (coradas garrulus, como había apuntado en su cuaderno). Ahora ni siquiera levantó la cabeza.
Hacía ya tanto tiempo que, según decían, su madre iría, se lo llevaría a la ciudad y, allí, lo mandaría al instituto. Y siempre lo mismo: dentro de un mes, dentro de poco, y nunca llegaba el día. «Mamá, mamá, ven», repetía, mientras caminaba con su escopeta al hombro, y sus largas botas, las lágrimas cayéndole por la cara y lamiendo su sabor salado. Aquella palabra mágica no despertaba en él recuerdo concreto alguno, solamente suavidad y alegría.
Necesitaba otra alegría, pero no la de aquella tarde de agosto en la que el espejo del aire vibraba por encima de los rastrojos. En los últimos tiempos, sentía de vez en cuando extraños sentimientos: la gente, los perros, el bosque, Ginie, estaban allí como siempre, frente a él, pero eran diferentes. Para vaciar un huevo, se practica en uno de sus extremos un pequeño orificio y, con una paja, se aspira lo que hay dentro. Asimismo, de todo lo que le rodeaba no quedaba más que la apariencia, la cáscara. Como si fuera lo de siempre, pero ya no igual.
Y el aburrimiento. Cuando uno se levanta por la mañana, lo hace, o bien acudiendo a la llamada de la alegría, de los juegos y del trabajo, y entonces falta tiempo para hacer todo lo que se quería hacer; o bien, al no haber llamada alguna, no se sabe qué hacer, ni adonde ir. «¿Cómo? ¿Tomás aún no se ha levantado?» «¿Qué te ocurre? ¿No estarás enfermo?» «No.» Ya no comprendía qué le había gustado tanto en las orillas del Issa: las hojas se cubrían de una gruesa capa de polvo que levantaba la carretera, el calor era agobiante en aquel verano demasiado maduro, el agua lenta y oleosa del río bajaba arrastrando broza que la corriente esparcía lentamente. Sacó sus aparejos de pesca y quitó el óxido de los anzuelos. La lombriz se retorció entre sus dedos, el extremo del anzuelo buscó el puntito rosado del centro y se hundió en él; no, prefirió pescar con pan. Si el flotador se movía y se sumergía o no, le tenía sin cuidado; pescando no hacía más que repetir, en vano, una antigua ocupación, totalmente ditando de despertar en sí un nuevo interés, pero no lo consiguió.
Sacó del cajón sus cuadernos de aritmética, abandonados desde que, después de la denuncia presentada por José, suspendieron las clases. Su propósito de dedicarles una hora diaria no duró mucho; se enredó en un problema y se desanimó. Volvió a rebuscar en la biblioteca, y encontró allí el AlKorati. Se trataba, como pudo apreciar, del libro santo de los mahometanos. Alguien en Ginie se habría interesado por su religión, quizás el bisabuelo o el tatarabuelo de Tomás. Aunque algunos pasajes eran incomprensibles, lo leía a gusto, pues enseñaba cómo debe actuar el hombre, qué puede y qué no puede hacer, y también porque las frases sonaban bien cuando las pronunciaba en voz alta.
La escopeta permanecía colgada de un clavo y había dejado de usarla. Provocaba en Tomás la vergüenza del abandono. Tenía intención de ir a Borkuny, pero lo iba aplazando día a día. Romualdo ya no aparecía por allí. Tía Helena se habría enterado por la abuela Misia de que Tomás había ido con él a cazar urogallos, pero hizo como si aquello no la afectara lo más mínimo.
– Tomás, ayuda a llevar las manzanas.
Y ayudaba. Incluso era una satisfacción para él cansarse cargando cestas en el lugar de Antonina. Las transportaba con una percha en cuyos extremos colgaban las cestas de unos ganchos hechos de horquillas de avellano. El vergel había sido arrendado a un pariente de Chaim, quien cuidaba de él. Las amplias despensas, situadas debajo del granero, con sus estantes en los que se colocaban las mejores especies de fruta, desprendían un áspero olor a piedra y tierra apisonada. Mordió una manzana reineta, y su pulpa crujiente y elástica, que siempre tanto le había gustado, le sorprendió: no había cambiado.
Tan sólo después de más de un mes, se acordó del esqueleto, e incluso entonces tuvo que hacer un esfuerzo para ir hasta el bosque. Encontró el hormiguero, pero la ardilla no estaba en su interior. Nunca supo qué había sido de ella.
El ayuno que se impuso Tomás era muy severo. Sólo se permitía beber agua, no podía comer. Decidió aguantar así dos días. Lo que lo empujaba a ello era, más aún que la esperanza de liberarse del estigma, la necesidad misma de martirizarse. Sentía que era una decisión razonable, conveniente, justa.
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