Czeslaw Milosz - El Valle del Issa

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«El valle del Issa ha estado siempre habitado por una ingente cantidad de demonios.» Así empieza una de las descripciones que hace el narrador del entorno en que vive Tomás, el niño lituano que protagoniza esta historia. Al igual que Milosz, Tomás habita un mundo donde todavía no han llegado los ritos religiosos tradicionales, y un tiempo, a principios de nuestro siglo, en que la naturaleza producía un éxtasis pagano y un horror maniqueo. La historia de
Elvalle de Issa también está poblada por la imaginería propia de un poeta, y por innumerables anécdotas que, sin dejar de remitirnos a referencias autobiográficas, están lejos de ser comunes y corrientes.

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Muy cerca de él cayeron dos jóvenes urogallos, abatidos por el doble disparo de Romualdo. Los dos estaban solamente heridos: hay un tipo de herida que paraliza al animal y no le deja ni volar ni correr, pero su vida sigue, intacta. Tomás los levantó y ellos movieron el cuello en todas direcciones. Sentía que tenía la obligación de cumplir con aquel deber, puesto que no había sabido cumplir con el otro. Los cogió por las patas y golpeó sus cabecitas con la culata del fusil, pero fue en vano, pues se quejaban con un agudo cacareo. Un áspero placer, como para descargar la rabia, y al mismo tiempo un sentimiento de vergüenza, que no obstante quedaba atenuado por la idea de que había que hacerlo así. Dejó el fusil apoyado en un árbol, y, tomando impulso, con todas sus fuerzas, empezó a golpearlos contra el tronco de un pino joven. ¿No os basta? ¡Bien, pues aquí va otra! Hasta que abrieron los picos y dejaron caer gotas de sangre.

– Ahora vamos a descansar. Comeremos algo, porque mi estómago se queja. El sol ya está alto.

Se sentaron en unas matas y comieron pan con queso que Romualdo había sacado de su bolsa. Tomás nunca se había sentado como hoy, junto a ellos, pero los sentía súbitamente ajenos, como separados de él por una barrera. Ellos habitaban un país en el que él no podía entrar. Incluso Víctor, el tontorrón de Víctor, había disparado y acertado. Había en ellos algo distinto, que él no poseía. ¡Pero si él sabía acercarse a los animales y más de una vez lo habían elogiado por ello! Le parecía un misterio que Víctor, con su extraño aspecto desgarbado, supiera y él no. Una serena claridad resplandecía en lo alto, los vapores del pantano aturdían, las lagartijas correteaban sobre sus secos islotes entre líquenes. Simulaba tomar el sol dormitando, pero en su interior la tristeza hacía rodar pesadas y frías bolas.

– ¿Por qué no disparas, Tomás?

No podía. Sabía que no haría más que aumentar las dimensiones de su fracaso. ¡Vaya día! Pronto terminarían, una colina calva aparecía ante ellos, desde allí arrancaba el camino circular que conducía a Borkuny, y ya estaban cerca. Esta vez, Víctor falló, no así Romualdo. Pero, cuando, al llegar a terreno seco, vio levantarse un vuelo, no pudo contenerse; le pareció que le había sido reservada para el final una compensación, y que no había merecido aquel rechazo.

Romualdo observaba con interés su escopeta humeante y el vuelo del urogallo.

– Hoy no has tenido suerte, a veces ocurre.

Sus palabras no reproducían la situación en su totalidad. Tomás se odiaba a sí mismo, porque había decepcionado a Romualdo.

58

Si la caza del urogallo dejó tan mal recuerdo en Tomás fue porque, desde hacía tiempo, sospechaba que había en él importantes fallos. Se creía un buen cazador a la hora del reclamo, del acecho, o de convertirse de pronto en un árbol o en una piedra; incluso le parecía poseer para estas cosas cualidades poco corrientes. También se consideraba buen tirador, cuando estaba escondido; sin embargo, el motivo más fútil lo perdía, hasta llegar a producirle fiebre. Si la prueba con los urogallos era decisiva, el obstáculo que se levantaba ante él era infranqueable. Nunca llegaría a ser una persona completa, todo el edificio, hecho de juicios sobre sí mismo, se le derrumbaba estrepitosamente. Se había esforzado tanto, había deseado tanto, se había acostumbrado tanto a considerarse un ciudadano del bosque. Pero he aquí que, por esa especie de ironía superior que niega lo que más se desea, oía una voz que le decía: «No». No. Así pues, ¿quién debería ser? ¿Quién era él en realidad? La comunidad de intereses con Romualdo, el mapa del País de los Elegidos, todo lo perdía. Pero no podía separarse de su fusil, de modo que, dolorido, se iba al bosque y, allí, olvidaba sus penas.

Las manchitas de luz en la maleza y el murmullo en lo alto le calmaban y se olvidaba de sí mismo. Allí, no tenía que examinarse ante nadie, nadie esperaba nada de él, ni él buscaba nada, procuraba andar sin hacer ruido, se detenía y le alegraba ver que muchos animales no advertían su presencia. Entonces, pensaba a veces que era más feliz cuando no llevaba escopeta, porque, en realidad, no era preciso matar. Ahora bien, si vas al bosque sin escopeta y te preguntan a qué vas, pareces un poco tonto porque no sabes cómo explicarlo, mientras que, si dices «a cazar», la cosa queda clara. Además es indudable que aquel cañón a la espalda añade encanto al paseo; podría darse un encuentro fortuito con un animal, o un pájaro al que podrías cazar. Es difícil prever qué sorpresas puedes encontrar en tu camino.

La escopeta no desempeñó papel alguno en su encuentro con los ciervos. Iba por uno de esos senderos cubiertos de pinocha oscura, lisos, que se pierden a lo lejos entre el barro; sólo en invierno, cuando se hielan, pasan por ellos los trineos que transportan leña. De pronto, se quedó atónito, sin comprender al principio qué era aquella presencia; sí, presencia, nada más. Los troncos rojizos de los árboles se habían movido e interpretaron un baile, la luz también interpretó un baile entre las plumas de los helechos. No eran troncos, sino seres vivientes, cubiertos por la herrumbre de la corteza, y al límite de una existencia vegetal. Mordisqueaban hierba muy cerca de él, sus menudas pezuñas se movían hacia delante y sus cuellos ondulaban. Uno de ellos volvió la cabeza hacia él, pero no lo diferenció de las cosas inmóviles. Tomás sólo deseaba que aquello durara, ser capaz de disolverse e, invisible, participar en lo que le rodeaba. Quizás una vibración de su párpado, o su olor, despertaron su recelo. Desaparecieron entre los avellanos con gráciles saltos, y Tomás quedó allí, dudando de que existieran realmente, o de si había sido víctima de una alucinación.

Otro día, se encontró asimismo con un joven zorro que husmeaba junto a un tronco. Pero en esta ocasión, Tomás no sólo contempló su morrito y el penacho de su cola; sintió además el imperativo del deber y también tuvo la idea de que podría redimir todas sus culpas ofreciéndoselo a Romualdo. Este pensamiento se sobrepuso a los demás, pero, cuando tocó la correa de la escopeta, el zorro saltó como impelido por un resorte sin siquiera mover una hoja.

Sin embargo, cierto día, sucumbió a la tentación del arma, y el resultado fue muy negativo. En lo alto de los avellanos, observó como el movimiento sinuoso de una serpiente de color entre la vegetación y el aire. Era una ardilla, distinta a las que él había visto, quizás debido a que se le apareció en aquel salto horizontal, que alargaba su silueta y la hacía más bella. Debajo de ella, resonaban los gritos asustados de unos pajarillos, presintiendo un peligro para sus nidos. Tomás, por puro amor hacia ella, sin poder dominarse, disparó.

Se trataba de una ardilla joven, tan pequeña, que lo que Tomás había creído que era, allá en lo alto, no era ella en realidad, sino la estela de sus saltos en la que su color perduraba. Caída ahora en el musgo, se doblaba en dos y se estiraba, llevándose las patitas al blanco chaleco de su pecho, sobre el que apareció una mancha roja. No sabía morir, intentaba arrancarse la muerte como si ésta se tratara de un arpón al que hubiera quedado clavada y entorno a cuya aguja tan sólo podía dar vueltas.

Tomás lloraba arrodillado junto a ella, y el rostro se le crispaba debido a su íntima tortura. ¿Qué hacer ahora, qué hacer? Daría media vida para poder salvarla, pero tenía que asistir a su agonía, impotente, castigado por aquella visión. Se inclinaba sobre ella, y sus patitas con sus dedos menudos se juntaban como para implorar su ayuda. La cogió en sus manos, y, al tenerla así, habría podido sentir ganas de besarla y acariciarla, pero, de hecho, apretaba los labios, porque ya no era un deseo de posesión lo que le dominaba, sino el de entregarse a ella, y eso, por supuesto, era imposible. Lo que más le costaba soportar era su pequeñez y su manera de retorcerse, como si la plata viva se resistiera a quedarse extática. Una vez más, ante Tomás se revelaba un misterio, pero por tan breve instante que en seguida perdió su rastro. Los gráciles movimientos se convirtieron en estremecimientos intermitentes, y una sombra oscura se infiltró entre la pelusilla de sus mejillas redondas. Estertores siempre más débiles. Muerte.

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