Federico Andahazi - Las Piadosas
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Aquella misma tarde, mientras el casero terminaba las tareas de jardinería, Babette entró en la casa y dejó la lámina sobre la mesa de noche. La casa tenía un tejado a dos aguas y desde la claraboya podía verse, justamente, la cama de Derek Talbot. Había entrado la noche cuando mi hermana Babette trepó subrepticiamente por la escalerilla hasta la pequeña claraboya. Colette, según lo planeado, se asomó ala ventana de nuestra casa, desde donde podía ver la lejana silueta de Babette cortada contra el cielo como una vieja gata en celo.
El joven casero se había quitado ya la ropa cuando, al sentarse en el borde de la cama, encendió el candil y entonces descubrió en la mesa de luz el sobre desde cuyo interior asomaba parte de la acuarela. Al otro lado de la claraboya, Babette pudo ver cómo el casero examinaba sorprendido el anverso y el reverso del sobre y, lleno de curiosidad, trataba de inteligirla parte de la figura visible del papel. Sabía que aquello no era para él, pero tampoco podía sustraerse a la curiosidad. Tiró un poco más de la hoja y, entonces, creyó reconocer el rostro que acababa de quedar al descubierto. Tardó en comprender que aquella cara inciertamente familiar correspondía a la de una de las mellizas, cosa que confirmó inmediatamente cuando, habiendo tirado un poco más del papel, descubrió el otro rostro idéntico y simétrico al primero. Mi hermana Babette vio cómo Derek Talbot ponía los ojos como dos monedas de oro al retirar por completo la acuarela. Babette contemplaba la escena con una mezcla de ansiedad y excitación que se hicieron manifiestas cuando el casero se tendió sobre la cama dejando ver su miembro que empezaba a apuntar hacia el norte, mientras miraba la acuarela. Su mano se empezó a deslizar tímidamente y, como impulsada por una voluntad independiente o, más bien, contraria a la suya, alcanzó sus ciegos testigos. Babette sonrió con una expresión hecha de lascivia y apetencia, al tiempo que se humedecía los labios con la lengua como un animal de presa que se aprestara a saltar sobre su víctima después de un largo ayuno. Derek Talbot posó la pintura sobre la almohada y con la otra mano, ahora libre, comenzó a frotarse suavemente el glande que había quedado completamente descubierto. Mi hermana, en puntas de pie sobre la pequeña cornisa, se levantó las faldas y humedeció sus dedos mayores con una saliva espesa: con uno se prodigaba unas levísimas caricias en torno del pezón -que se había puesto duro y prominente- y con el otro comenzó a circunvalar el perímetro de los labios mudos. Se acariciaba con la misma cadencia con que el joven casero iba y venía con su mano alrededor del grueso mastuerzo. Mi hermana contenía o bien apuraba el ritmo de acuerdo al tempo que adivinaba en la expresión de Derek Talbot. No quería alcanzar el éxtasis ni antes ni después que el casero. En el mismo momento en que él se disponía para un orgasmo que se auguraba prodigioso en deleites y más que profuso en abundancia del anhelado fluido, acontecieron dos hechos a un tiempo. Por una parte, contra su voluntad, los ojos del casero se posaron en el Cristo que vigilaba sobre la cabecera de su cama y, como si de pronto se hubiese visto sorprendido en toda su vileza, sintió que el índice de Dios lo amenazaba, Todopoderoso y Condenatorio, con mandarlo al más profundo de los infiernos. Aterrado, el casero se detuvo, arrojó la lámina por los aires y cubriéndose el sexo -que en un suspiro había vuelto al más diminuto de los reposos- empezó a santiguarse e implorar perdón. Mi hermana, con una mueca de congelado desconcierto, se quedó, rígida como estaba, medio en cuclillas, con un dedo metido en sus cavernosos antros y el otro a mitad de camino entre la boca y el pezón. Parecía señalarse como si se dijera: `Heme aquí, la más imbécil". Si una escultura tuviese que representar la decadencia, allí estaba mi hermana, Babette Legrand, a la intemperie nocturna, cual estatua viviente y patética, con su trasero decrépito al viento. Por otra parte, como si fuese poco, Derek Talbot, furioso consigo mismo, golpeó con toda la fuerza de sus puños la mesa de noche, con una decisión tal que el pesado candelero fue despedido con la violencia de una munición, hasta dar contra el marco de la pequeña claraboya. El ventanuco giró sobre su eje transversal abriéndose brutalmente de suerte tal que golpeó en la mandíbula de Babette quien, exánime, cayó sobre el vidrio que obró de plano inclinado haciendo que la humanidad de mi hermana se deslizara hacia el interior de la casa. Tiesa, despeinada yen la misma posición en la que estaba, se despeñó en una caída tumultuosa. El casero, aterrado, pudo ver cómo aquella maldición de Dios se acercaba desde el cielo como un cometa devastador y obsceno -pues el dedo aún permanecía metido allí- y apenas pudo protegerse cuando Babette se estrelló contra él.
Mi hermana Colette, que esperaba la señal desde nuestro balcón, no pudo comprenderla efímera escena que se había presentado a sus ojos, aunque, a juzgar por el lejano estrépito, sospechó que algo había salido mal. Corrió escaleras abajo, tomó el rifle que descansaba sobre el hogar, cruzó la puerta y, cual guerrero, se perdió en la noche en dirección a la casa vecina. Aquél iba a ser el principio de la tragedia .
4
Colette, rifle en mano, entró en la casa como un justiciero. A tontas ya locas, apuntó hacia adelante y entonces, justo en la línea de la mirilla, pudo ver al casero, desnudo y aterrorizado, junto a nuestra hermana Babette, que, confusa y desequilibrada, intentaba incorporarse.
Presa de la desesperación, mis hermanas, sin dejar de apuntar al pobre casero, lo ataron por las muñecas a la cabecera de la cama y por los tobillos al rodapié. Por las dudas descolgaron el Cristo y se dispusieron, como fuera, a extraer del cuerpo del joven el néctar de la vida.
Derek Talbot, desnudo y aterrado, vio cómo mi hermana Colette le acercaba el rifle a la sien y con una mezcla de furia, excitación y desesperada urgencia, lo conminaba a colaborar. Mis hermanas se habían transformado, súbitamente, en un par de vulgares ladronas. Sin embargo, mi querido Dr. Polidori, como habéis de imaginar, era el suyo, cuanto menos, un extraño -y por cierto difícil- botín. El trabajo de ladrón lo imagino fácil: si bajo las mismas circunstancias, un dúo de improvisados ladronzuelos hubiesen querido llevarse dinero u objetos, podéis suponer que habría sido una tarea sencillísima. Aun si la víctima tuviera que ser obligada a revelar el lugar del pretendido objeto, bastaría con amenazarla firmemente y con viva convicción. Y, de hecho, sospecho que un rifle apuntado certeramente ala sien es una razón suficientemente persuasiva. Pero, de pronto, mis hermanas descubrieron que era el suyo el más difícil de los botines. Es obviamente posible sustraer objetos; pueden, incluso, arrancarse confesiones, súplicas o lágrimas. Pero, ¿cómo apoderarse de aquello que ni siquiera está gobernado por la propia voluntad de la víctima? Las mujeres -y en esto no me incluyo- pueden simular placer y hasta un actuado paroxismo. Pero a vosotros, los hombres, os está vedada la simulación. ¿Cómo actuar una erección cuando, por la razón que fuere, la voluntad de vuestro socio se niega a acompañaros en la empresa? Y mucho menos aún podéis simular el regalo del viril maná. Pues precisamente ésta era la desesperada situación a la que se veía confrontado Derek Talbot: cuanto más lo conminaban a que entregara el preciado tesoro, tanto menos podía cumplir con tales peticiones y, lejos de alcanzar siquiera una modesta erección, presentaba una vergonzante inutilidad que convirtió a aquel magnífico guerrero enhiesto, que hasta hacía unos minutos se erigía brioso y rampante cual león, en una suerte de tímido roedor que apenas asomaba la cabeza desde la madriguera de su piloso pubis. Mis hermanas comprendieron que mientras mayor fuera la exigencia sobre el joven casero, tanto menores habrían de ser las posibilidades de conseguir su propósito. De hecho, el panorama que se presentaba a los ojos de Derek Talbot no se diría precisamente voluptuoso: dos ancianas fuera de sí, una apuntándolo cual forajido y la otra, magullada y confundida, paseándose a la deriva por el cuarto, dándose de bruces contra las paredes. Colette decidió cambiarla estrategia. Primero se cercioró de que las cuerdas que aseguraban las muñecas y los tobillos del casero estuviesen firmemente sujetas, después dejó el rifle apoyado contra la pared, caminó hasta el espejo y se miró largamente. Se compuso un poco los cabellos y, sin proponérselo, adquirió de pronto el viejo talante sensual con el cual solía arreglarse frente al espejo del camarín cuando, en la primavera de su vida, se disponía a salir al escenario. Creyó ver en aquellos ojos claros -enmarcados ahora en unos párpados hechos de arrugas- algo de la antigua sensualidad. Bajó su mirada hasta su propio busto y se dijo que, pese al rigor de los años, no se veía del todo mal o, en último caso, que aquel corsé que comprimía donde sobraba y rellenaba donde faltaba le confería una apariencia -por ilusoria que fuera- no del todo desdeñable. Sentada como estaba, cruzó una pierna por sobre la otra y se levantó las faldas por encima de los muslos. No era benevolente consigo misma; vio, sí, las carnes blandas que pendían sobre sus propios pliegues, consideró las adiposidades que ocupaban ahora el lugar vacante de las carnes firmes que otrora le conferían a sus piernas la belleza de la madera torneada y, pese a la devastación implacable producida por el paso de los años, se reconoció en aquella sílfide que había sido. Se dijo que si su propio y despiadado juicio -que solía atormentarla con la implacable severidad de la nostalgia- le otorgaba ahora alguna concesión, pues por qué no iba a suscitar todavía, aunque más no fuera, un pequeño rescoldo de su pasado fulgor. Sentada como estaba, giró en la silla hacia el joven casero que la había estado observando con alguna curiosidad y creyó ver en su mirada un sino de apetencia. Y no se equivocaba.
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