Federico Andahazi - Las Piadosas

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El verano de 1816 en Villa Diodati parece promisorio. Los personajes no pueden ser más ilustres: Lord Byron, Percy y Mary Shelley, Claire Clairmont y el Dr. Polidori, secretario privado de Byron. Polidori es quien resulta clave para Las Piadosas. ¿Por qué? Alguien se ha fijado en él para confiarle un terrible secreto. El enigma quedará revelado por la prosa envolvente y seductora de Federico Andahazi, el autor de El Anatomista. Andahazi descubre regiones insospechadas, turbadoras de la sexualidad y construye la intriga de una verdadera novela gótica moderna en torno a personajes y situaciones que difícilmente se olvidarán

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Temiendo tocar alguno de todos aquellos inopinados presentes, como si se precaviera de contagiarse alguna letal enfermedad, Polidori decidió resolver el enigma en la lectura de la carta.

Bien, ya sabéis qué es aquello de lo que sois dueño. Pero aún no os he dicho qué es lo que os ofrezco a cambio de lo que pido. Yo sé qué es lo que más anheláis. Podría jurar que conozco aquello con lo que siempre soñasteis, cuál es la razón de vuestros desvelos y lo que obnubila vuestros ojos en los ensueños diurnos. Puedo adivinar que el amargo alimento con que se nutre vuestra alma es el veneno de la envidia. Sé que estaríais dispuesto a entregar un dedo de vuestra mano derecha por un par de sonetos rimados y hasta la mano íntegra por un relato completo. Y no dudo de que entregaríais el alma al diablo por trescientos folios discretamente redactados. Pues bien, lo que os pido a cambio no es nada que no tenga remedio. Nada, absolutamente nada perderíais si accedierais a entregarme lo que necesito para seguir con vida. No estoy pidiendo caridad. Tampoco os ofrezco la inmortalidad. Aunque sí, quizá, lo más semejante a ella: la posteridad. Tal vez lo único que he aprendido en mi larga existencia no sea otra cosa que escribir. A cambio de aquello que necesito para seguir viviendo, os daré la autoría de un libro que, no lo dudéis, os hará entrar a] Olimpo de la gloria. Escalaréis hasta el más alto pedestal -más alto incluso que el del Lord al cual servís- de la celebridad. Las cuartillas que veis sobre el escritorio constituyen la primera cuarta parte de un relato. Tomadlo corno un obsequio. Leedlas: si consideráis que nada valen, arrojadlas al fuego y no volveré a importunaros (puedo hablar solamente por mí, no por mis hermanas). Si, en cambio, decidís que quisierais dignar con vuestra rúbrica la autoría, entonces me daréis a cambio lo que necesito. En caso de que accedierais, esta misma noche os daré la segunda parte. Será la primera de las tres entregas siguientes. Y por cada entrega me serviré de vos igual cantidad de veces. El contenido del cofrecillo simplificará las cosas, veréis.

Polidori leyó con avidez. El primer párrafo lo había dejado, sencillamente, estupefacto. Aquellas líneas eran, exactamente, las que había querido escribir, no ya la noche anterior, sino toda su vida. Así, letra por letra, punto por punto, frase por frase, aquél era el texto que su puño se negaba obstinadamente a redactar. No podía evitar la certeza de que era, literalmente, el relato con el que había soñado. Y allí estaba, para él, para su gloria y prestigio, para su posteridad, el libro que habría de elevarlo por sobre la estatura de su Lord. Por fin dejaría de ser la humillada y anónima sombra de Byron. Por fin reivindicaría el apellido que su padre, el pobre secretario, no había sabido honrar.

No era plagio, se dijo, ni usurpación. ¿No iba a ser aquel texto hijo de su propia sustancia? ¿No habría de aportar, acaso, la simiente que daría la vida a aquel relato aún por concebir? Sería, se dijo, literalmente y sin metáfora, el padre de la criatura.

Además, ¿con qué otro término más que "literario" podía calificarse todo aquel desquicio? ¿Quién habría de creerle si se dispusiera a revelar la verdad?

John Polidori abrió el pequeño cofre. Aspiró largamente el grato perfume que anticipaba las más dulces ensoñaciones. Temía a las alucinaciones del ajenjo. Lo aterraba el exceso sensual de la cannabis. En cambio, el opio lo sumía en un ensueño angelical. Sabía que aquello que lo espantaba de la cannabis no era la pérdida del eje que gobernaba su razón sino, al contrario, la agudización de su juicio crítico, aquella alteridad cíclica que él mismo describía como "pensamiento ondulante", según el cual a una idea placentera -de cualquier índole- venía a oponerse de inmediato otra de carácter punitivo contra la anterior. De modo que, según lo había deducido Polidori, la única forma de desembarazarse de aquella amenaza sobre la conciencia era el padecimiento físico que lo sustraía de cualquier consideración crítica. Entonces creía morir de asfixia o de un repentino ataque cardíaco. Y por mucho que intentaba convencerse de que el origen de sus dolencias no era otro que el derivado de tal proceso de pensamiento, los dolores en el pecho o la incontrolable frecuencia de los latidos del corazón que galopaba con la fuerza de un caballo desbocado terminaban por imponerse con la fuerza de la materialidad.

En cambio, el opio lo liberaba por completo de cualquier juicio crítico sobre su persona, incluso más que el parsimonioso estado del sueño que muchas veces se interrumpía por obra de una súbita e inexplicable angustia. Entonces despertaba sobresaltado y ya no podía volver a dormirse ni liberarse del desasosiego. Pero el opio lo sumía en un sueño lúcido aunque, paradójicamente, despojado de pensamiento, en una claridad espiritual que lo liberaba de la mediación del cuerpo. Era pura alma. Una idea. Un sueño soñado por una entidad perfecta.

4

PRIMER ENCUENTRO

Había entrado la noche cuando John Polidori se sentó al secrétaire, resuelto a iniciar la ceremonia. Cargó su pipa con aquel dedal de opio. Se tendió, vestido como estaba, sobre la cama y sólo entonces acercó el fuego al crisol. Retuvo la bocanada inicial durante varios segundos, primero en la boca, paladeando el sabor del humo. Contempló las montañas que amenazaban, negras y pétreas, recortadas contra un cielo hecho de espanto. Las nubes eran ciudades flotantes que pronto habrían de derribarse sobre el mundo. Un viento feroz revolvía las copas de los pinos y levantaba en veloces remolinos las hojas muertas del jardín.

En el mismo momento en que Polidori encendió el fósforo, un relámpago iluminó el lago y de inmediato la casa cimbró a causa del trueno.

Llovía.

John Polidori acarició los folios que contenían el principio del cuento, se reclinó en la silla y estiró las piernas sobre el secrétaire. Se abandonó a un sosegado reposo y entonces dejó que el humo se deslizara por su garganta con la misma morosidad que gobernaba su aliento. Inspiraba los mágicos espíritus que, a su paso, iban adormeciendo la materia sufriente y vil. Exhalaba y entonces, junto con el humo azulado, se despojaba, como en un íntimo exorcismo, de los horribles demonios de la cotidianidad. Se abrazó a los folios.

John Polidori entraba en un extraño umbral, una lúcida duermevela que lo transportaba a alturas nunca transitadas. Ascendía por una espiral de piedra. Inmediatamente reconoció en aquella construcción la mágica Rundetaam. Tenía la inequívoca certeza de que esa torre redonda, desprovista de escaleras, no podía ser sino aquella cuya cima alcanzaba el Rey Christian IV montado en su caballo. Entonces John Polidori cabalgaba un alazán de crines de bronce hasta llegar a la cúspide, desde donde dominaba todos los reinos a uno y otro lado del Báltico. Con rictus magnánimo, parsimonioso, aspiraba la segunda bocanada. Ahora cruzaba un monte de árboles negros; sobre las ramas acechaban calaveras desde cuyas cuencas asomaban ojos de búho. No sentía el menor temor. Al galope, entraba en un sendero precedido por un cartel en el cual se leía: "Villa Diodati". Trepaba las escaleras del atrio montado en el caballo y entraba en un gran salón: desde sus alturas ecuestres contemplaba, con una mezcla de compasión y repugnancia, cómo aquellos seres minúsculos fornicaban en confuso montón cual miserable jauría de hienas. Lord Byron, de rodillas, bañado en un sudor hediondo, lamía la lengua de Percy Shelley al tiempo que penetraba a Mary, quien, a su vez, mordisqueaba los pezones de su hermana Claire hasta hacerlos sangrar. Entonces él, el humillado secretario, el hijo del escribiente, el medicastro hipocondríaco, el ridículo Polly Dolly , era ahora la mano de Dios. Ungido de esa misma piadosa ira, elevaba la diestra hacia el cielo y de la nada hacía hierro y del hierro una espada. El caballo, rampante, se erguía sobre las patas traseras y de inmediato iniciaba una veloz carrera sobre la alfombra roja. Polidori cabalgaba alrededor de aquel grupo de animales que, aterrados, imploraban clemencia. Al galope, con la destreza de un cosaco, con una mano tomaba a Lord Byron por los cabellos y, con la otra, empuñaba la espada. Un único y exacto golpe de sable y la cabeza de Byron pendía ahora, gesticulante y locuaz, de la diestra de John William Polidori. Los ojos miraban alternativamente hacia arriba y hacia abajo, a izquierda y derecha, hasta que se topaban con la imagen de su cuerpo que, ajeno a su nueva condición, no dejaba de fornicar con Mary. La cabeza de Byron, suspendida por los cabellos, iniciaba un enloquecido soliloquio: suplicaba, maldecía, lloraba, daba unos desgarradores alaridos o bien se reía con unas demenciales carcajadas. Polidori, harto de escucharlo, tomaba un pañuelo, lo metía dentro de la boca de su Lord e inmediatamente guardaba la cabeza en la alforja de la montura.

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