Federico Andahazi - Las Piadosas

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El verano de 1816 en Villa Diodati parece promisorio. Los personajes no pueden ser más ilustres: Lord Byron, Percy y Mary Shelley, Claire Clairmont y el Dr. Polidori, secretario privado de Byron. Polidori es quien resulta clave para Las Piadosas. ¿Por qué? Alguien se ha fijado en él para confiarle un terrible secreto. El enigma quedará revelado por la prosa envolvente y seductora de Federico Andahazi, el autor de El Anatomista. Andahazi descubre regiones insospechadas, turbadoras de la sexualidad y construye la intriga de una verdadera novela gótica moderna en torno a personajes y situaciones que difícilmente se olvidarán

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Desde la planta superior llegaban unas voces que le resultaban extrañamente familiares. Polidori se apeaba, se cruzaba la talega al hombro y subía las escaleras.

Los gemidos provenían -ahora lo podía discernir- de su propio cuarto. Entraba pero no veía a nadie.

– Os estaba esperando -decía una ardiente voz femenina. De pronto, la silla de su escritorio giraba sobre su eje y entonces, frente a los ojos ensoñados de John Polidori, se presentaba una mujer de una hermosura como jamás había visto. Estaba completamente desnuda, una pierna descansaba sobre el brazo de la silla y la otra sobre el pie giratorio. John Polidori no tenía una especial predilección por las mujeres; sin embargo, se dijo, era un ser más bello que el propio Percy Shelley, cuya hermosura, según se lo había confesado a sí mismo con derrotada resignación hecha de objetividad, envidia y lujuriosa apetencia, no tenía igual. Era, exactamente, la perfecta versión femenina de Shelley.

– Soy Annette Legrand -decía y le extendía la mano cuyo índice descansaba hasta recién sobre sus labios.

John Polidori se arrodillaba a sus pies y besaba su mano con devoción. Desde el interior de la alforja que colgaba de su hombro llegaba el lamento en sordina de la cabeza de Byron que se agitaba como un pescado agonizante.

Annette Legrand se humedecía el índice entre sus labios y así, con la yema del dedo anegada en una saliva dulce y transparente, trazaba un sendero que se iniciaba en su pezón -rosado y turgente- y finalizaba en el rubio vellón del pubis.

Sin decir palabra, Annette Legrand se incorporaba, besaba largamente los labios de John Polidori y tomándolo suavemente por debajo de las axilas le cedía la silla. La talega se agitaba en el suelo y ahora la voz suplicante de Byron empezaba a hacerse inteligible, como si de a poco se fuera liberando de la mordaza del pañuelo. Sin dejar de mirar a su amante, Polidori tomaba el candelabro que descansaba sobre el escritorio y lo arrojaba, con vigorosa puntería, hacia la alforja. El golpe sonaba a hueso partiéndose. Annette Legrand desabrochaba, uno a uno, los botones de la bragueta de Polidori y extraía de su interior el magro, aunque gracioso, trofeo que presentaba la apariencia de un tímido champiñón. Annette Legrand se incorporaba, se alejaba unos pasos sin darse vuelta y le extendía a John William Polidori unas cuartillas manuscritas en cuya portada se leía: EL VAMPIRO , y más abajo, Segunda parte.

– Ésta es mi parte del pacto -decía con una voz que a Polidori se le antojaba la cuerda de un cello.

El secretario de Byron abrazaba las cuartillas, cerraba los ojos y posaba su mejilla sobre el lomo.

– ¿No vais a leerlo?

– No es necesario, me bastó con leer la primera parte.

Annette Legrand se arrodillaba a los pies de Polidori y se disponía a cobrar su parte del contrato.

5

John Polidori, sin dejar de abrazar las cuartillas, las piernas abiertas, tembloroso y jadeante, contempló su pequeño miembro mientras Annette Legrand lo recorría con la punta de la lengua. La alforja que contenía la cabeza de Lord Byron -en apariencia definitivamente exánime junto a la puerta de la habitación- comenzó nuevamente a dar unas sacudidas convulsivas acompañadas de un sordo farfullido. John Polidori disfrutaba postergando el pago, cosa que se manifestaba en unas breves convulsiones que inflamaban el glande violáceo. Annette Legrand sintió entre sus dedos los fluidos que iban y venían, lo cual, se diría, no parecía provocarle más que una desesperante ansiedad que pronto habría de convertirse en fastidio. Y cuanto más conminaba a su amante a que de una vez por todas le entregara su parte del pacto, John Polidori, en la misma proporción, tanto más demoraba su cumplimiento.

Como contra su voluntad, el secretario finalmente pagó. Fue una retribución voluptuosa, volcánica, copiosa. Una remuneración que a Polidori le pareció excesiva. Annette Legrand bebía de aquella fuente con una sed que se diría desértica. Trasegaba con la misma voracidad que un animal, los ojos en blanco, extasiada.

John Polidori permanecía abrazado a las cuartillas, los párpados fuertemente apretados, temblando como una hoja.

No habían cesado aún los estertores paroxísticos, cuando escuchó una voz áspera, aguardentosa, que parecía provenir del fondo de una caverna. Abrió los ojos y entonces John Polidori presenció el espectáculo más horrendo que jamás viera: aquella mujer que hacía unos instantes había rendido toda su hermosura a sus pies, se incorporó súbitamente. Con espanto, John Polidori vio erguirse frente a sí una suerte de reptil aproximadamente antropomorfo, una pequeña figura cubierta de una pelambre arratonada. Annette Legrand se alejó con movimientos de roedor hacia una rejilla que se abría en la pared por encima del zócalo. Levantó la tapa y, con la misma presteza de una rata, se perdió hacia las oscuras oquedades del ignoto desagüe. Polidori se miró a sí mismo con repugnancia. Vomitó sobre sus pies todo cuanto albergaban sus tripas.

El farfullo de la cabeza de Byron de súbito se hizo completamente inteligible, como si se hubiese liberado por completo de la mordaza. El secretario pudo escuchar una carcajada hecha de malicia. Abrió los ojos y entonces, de pie junto al vano de la puerta, vio a su Lord, de cuerpo entero, con la cabeza puesta donde habitualmente solía llevarla.

– Mi pobre Polly Dolly … -repetía Byron sin poder concluir la frase a causa de los incontenibles accesos de risa.

Lord Byron abrió la puerta y, por encima de sus hombros, Polidori pudo ver a Mary, Claire y Percy Shelley que, riéndose al borde de la asfixia, contemplaban su patética humanidad: doblado sobre sí mismo abrazado a una carpeta, desnudo y emporcado con el contenido de sus propias tripas.

6

Tres días permaneció John Polidori encerrado en su habitación. Annette Legrand había tenido la infinita benevolencia de procurarle tres botellines que, con puntual cumplimiento, pasaba a recoger durante la noche mientras Polidori dormía luego del fatigoso y vergonzante trámite que le demandaba llenarlos. A cambio, y con simétrica honradez, la trilliza le dejaba las cuartillas correspondientes sobre el escritorio, junto al candil. Cuando finalizó el contrato, John Polidori presentaba un aspecto lamentable.

Por cierto el volumen de los botellines -que, según habían estipulado, debían estar llenos hasta el tope- era lo suficientemente generoso como para que el secretario quedara por completo asténico. Pálido, con unas profundas ojeras violáceas y un temblor incontrolable en la diestra, John Polidori tenía, por fin, su relato concluido.

Leyó y releyó "su" obra. Con letra redonda y femenina transcribió, palabra por palabra, el manuscrito y, para que no quedara una sola duda sobre su autoría, se aseguró de hacer un cuaderno en cuya tapa escribió: "El vampiro, apuntes preliminares para un relato". Eran cincuenta folios de anotaciones escritas con escrupulosa desprolijidad, con una letra perfectamente ininteligible -a lo cual, desde luego, contribuyó el involuntario temblor-. Y tanta era la convicción que había puesto, que hasta llegó a persuadirse de la paternidad del manuscrito. Hacía correcciones que luego, con idéntico empeño, deshacía hasta volver al texto original.

Luego de tres días y tres noches de trabajo de corrección sobre corrección, de idas y vueltas, el texto final de El vampiro no difería en un punto ni una coma de los manuscritos primigenios. Cuando estuvo completamente terminado, se aseguró de destruir, sin ningún remordimiento, las pruebas de la ignominia: fiel a las enseñanzas de la autora, se devoró las cuartillas, página por página, de modo que el texto se hiciera carne.

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