Federico Andahazi - Las Piadosas

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El verano de 1816 en Villa Diodati parece promisorio. Los personajes no pueden ser más ilustres: Lord Byron, Percy y Mary Shelley, Claire Clairmont y el Dr. Polidori, secretario privado de Byron. Polidori es quien resulta clave para Las Piadosas. ¿Por qué? Alguien se ha fijado en él para confiarle un terrible secreto. El enigma quedará revelado por la prosa envolvente y seductora de Federico Andahazi, el autor de El Anatomista. Andahazi descubre regiones insospechadas, turbadoras de la sexualidad y construye la intriga de una verdadera novela gótica moderna en torno a personajes y situaciones que difícilmente se olvidarán

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7

Al cuarto día, John William Polidori salió de su habitación. Estaba impecable. Aquélla era la noche en la que, según lo estipulado, cada uno debía leer, a las doce en punto, la historia prometida. Desde lo alto de la escalera, John Polidori pudo ver el salón especialmente preparado para el acontecimiento: cuatro candelabros ubicados en los ángulos del salón proyectaban una luz mortecina que apenas iluminaba la mesa. A través de los ventanales entraba el resplandor de un cielo gris hecho de nubes que, filtrado por las cortinas purpúreas, le confería a la sala un sino de recinto mortuorio. Lord Byron y Percy Shelley ocupaban sendas cabeceras. Mary y Claire, los laterales. Todos con sus respectivos manuscritos delante de sí. Nadie había percibido la omnisciente mirada de Polidori, quien, en lo alto de la escalera, quedaba envuelto en la más absoluta penumbra. En rigor, nadie esperaba que el secretario acudiera a la cita. Polidori tardó en percatarse de que ni siquiera le habían reservado un lugar en la mesa. Una indignación corrosiva le atravesó la garganta. Sin embargo, aquel original que traía bajo el brazo era suficientemente disuasivo: no valía la pena descargar su ira en esos pobres engreídos.

– Veo que no me esperaban -se limitó a decir amablemente mientras bajaba las escaleras con paso afectado.

Lord Byron no atinó a articular palabra y le cedió su propia silla. Polidori le rogó que volviera a tomar asiento. Prefería permanecer de pie. Se dijo que así resultaría mucho más elocuente. Las normas indicaban que alguna de las dos mujeres debía iniciar la lectura. Pero era tal la excitación de Polidori que, sin que nadie le cediera la palabra, abrió el cuaderno y empezó a leer:

En aquel tiempo apareció, en medio de las frivolidades invernales de Londres, en las numerosas reuniones a que la moda obliga en esta época, un lord más notable aun por su singularidad que por su alcurnia…

John Polidori leía con pausa y, alternativamente, posaba su mirada maliciosa sobre los azorados rostros del reducido auditorio. Sin levantar la vista de su Lord, continuaba:

Su originalidad hacía que fuera invitado a todas partes. Todos querían conocerlo y aquellos a quienes, habituados desde siempre a las emociones violentas, la saciedad les hacía por fin sentir el peso del tedio, se felicitaban de encontrar algo que de nuevo despertase su interés adormecido.

El oscuro secretario caminaba alrededor de la mesa mientras leía. Y a la vez que con sus arteras miradas buscaba multiplicar el impacto de las palabras, comprobaba que estaba suscitando el exacto efecto buscado: su auditorio estaba cautivado. Las alusiones a los presentes eran de una sutileza tal que, si alguien se hubiese ofendido, habría pasado por un verdadero idiota.

Aubrey -leyó mirando fijo a los ojos de Shelley-, tendido en su lecho de dolor y poseído de una fiebre devoradora, llamaba, en los accesos de delirio, a Lord Ruthwen -y entonces clavaba sus ojos en Byron- ya Ianthe -leía y desplazaba la mirada hacia Claire-. A veces suplicaba a su antiguo compañero de viajes que perdonase a su amada…

Polidori leyó ininterrumpidamente, frente a las atónitas miradas del auditorio, hasta el final del relato:

…Lord Ruthwen había desaparecido y la sangre de su infortunada compañera había aplacado la sed de un vampiro -concluyó.

Polidori cerró el cuaderno. Se produjo un silencio sepulcral hecho de miedo, asombro y respeto.

– Bien, estoy ansioso por escuchar vuestros relatos dijo el secretario.

Byron se puso de pie, tomó sus cuartillas y las arrojó al fuego. Claire y Shelley lo imitaron. Polidori intentó un estudiado gesto de contrariedad. Entonces Mary abrió su cuaderno y se dispuso a leer. En el preciso momento en que estaba por pronunciar el título, John Polidori, con deliberado desinterés y el propósito avieso de resultar ofensivo, interrumpió:

– Debo disculparme, me retiro a mi habitación. Tengo cosas importantes que hacer.

En el momento en que cerraba la puerta de su cuarto, creyó escuchar que Mary pronunciaba "Frankenstein". Se rió con ganas del error de percepción.

8

John William Polidori era el hombre más feliz del mundo. No bien llegara a Londres, entregaría al editor de Byron -nada más humillante para su Lord- los manuscritos de El vampiro . Sin embargo, de pronto se dio cuenta de que el texto -que estaba llamado a abrir caminos- resultaba, pese a su genialidad y oscura luminosidad, escaso para que su nombre ascendiera a la gloria de la posteridad. Y mientras contemplaba el raquítico cuaderno -que no excedía los cincuenta folios- se dijo que un solo cuento, por más sublime, original y novedoso que fuera, era nada comparado, por ejemplo, con la obra de su Lord. Ya podía imaginar las ironías de Byron acerca de las Obras completas de su secretario. De pronto lo invadió una desazón más profunda que el lago que ahora contemplaba a través de la ventana. Miraba más allá de la cortina de agua que caía, oblicua e incesante, y trataba de distinguir la pequeña luz sobre la montaña. Pero no pudo percibir ningún indicio. Pese a la repugnancia, se dijo que estaría dispuesto a dar cualquier cosa a cambio de un nuevo libro.

John Polidori esperaba con ansiedad alguna señal de su "socia". Sin embargo, durante los tres días siguientes, Annette Legrand no dio ningún signo de vida; desapareció con la misma misteriosa volubilidad con la que había aparecido. John Polidori, ávido de gloria, estaba dispuesto a dar hasta la última gota de su esencial sustancia a cambio de nuevas historias. ¿Acaso no se decía, con soberbia cursilería, que los textos son hijos de sus autores? Pues, ¿por qué, entonces, no habría de reconocer la paternidad sobre aquellas obras si, con literal propiedad, era él quien aportaba la vital simiente para dar vida a cada uno de aquellos personajes? Era, sin metáfora, el padre de El vampiro y ahora, con generosa vocación multiplicadora y noble espíritu paternal, se ofrecía a ser el progenitor de las nuevas, tenebrosas y magistrales criaturas de la palabra. Aquella convicción lo liberaba de cualquier remordimiento. Resuelto a escalar la cima de la celebridad, John Polidori arribó a la conclusión de que, si para alcanzar ese propósito era necesario descender antes a los miserables infiernos de la humillación, estaba absolutamente decidido a hacerlo. Con la afiebrada determinación de un Fausto, hundió la pluma en el tintero y se dispuso a redactar un nuevo contrato.

9

Mi muy querida Annette:

Sois, en efecto, el ser más horroroso, despreciable y vil que me haya tocado en desgracia conocer. La descripción que hicierais sobre vuestra espantosa persona resultó benévola en comparación con la real anatomía que "cometéis". Y vuestro espíritu no va a la zaga. Sin embargo, debo admitir que el relato que me legasteis en paternidad es, sencillamente, sublime. Ignoro cómo habéis hecho para indagar en mi espíritu y develar lo más recóndito, oscuro y atroz de mi ser. Nadie podría dudar de la autoría de El vampiro, pues no es en absoluto ajeno a mi propia biografía. Sois el mismo diablo, un demonio maloliente y espantoso. Pero necesito ahora de vuestro maldito talento en la misma proporción que vos necesitáis de mi simiente para no perecer. Me entrego pues a este secreto matrimonio. Al igual que un noble señor necesita de la femenina carne para procrear y prolongar, de ese modo, su noble genealogía en los vástagos de su sangre, así preciso yo de vuestra eterna compañía. Os espero esta misma noche.

John Polidori dejó la carta junto al candelero. Tuvo el decoro, además, de dejar sobre la carta una orquídea blanca.

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