Federico Andahazi - Las Piadosas

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El verano de 1816 en Villa Diodati parece promisorio. Los personajes no pueden ser más ilustres: Lord Byron, Percy y Mary Shelley, Claire Clairmont y el Dr. Polidori, secretario privado de Byron. Polidori es quien resulta clave para Las Piadosas. ¿Por qué? Alguien se ha fijado en él para confiarle un terrible secreto. El enigma quedará revelado por la prosa envolvente y seductora de Federico Andahazi, el autor de El Anatomista. Andahazi descubre regiones insospechadas, turbadoras de la sexualidad y construye la intriga de una verdadera novela gótica moderna en torno a personajes y situaciones que difícilmente se olvidarán

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La luz que veía Polidori desde su habitación provenía de un ventanuco que brillaba en lo alto. La casa resultó ser un pequeño y antiguo castillo ganado a la roca, una diminuta acrópolis horadada en la piedra que, como un alcázar, dominaba los cuatro vientos de Ginebra hasta sus confines. Unas enormes puertas cuyos herrajes medievales se afirmaban a la roca precedían a una suerte de nave principal que se unía a la ladera de la montaña. John Polidori no tuvo más que empujar una de las hojas para deslizarse hasta el interior. Cerró la puerta a sus espaldas. Tuvo que acostumbrarse a la oscuridad para ver, apenas, por dónde caminaba. A tientas llegó hasta un recinto a través del cual corría un viento más fuerte aún que el del exterior. Conforme sus retinas se iban adecuando a la penumbra, empezó a configurarse frente a sus ojos un paisaje desolador: como una ciudadela diezmada por la peste, aquel sitio había sido recientemente abandonado. Aquí y allá se esparcían prendas femeninas, restos de comida y papeles que no habían llegado a consumirse por el rescoldo de las brasas de la hoguera. Reinaba un hedor confuso hecho de antagónicos aromas provenientes de distintos sectores de la casa que parecían converger en aquella sala. John Polidori pudo distinguir un perfume. Caminó tras su huella hasta llegar a una habitación: dos camas idénticas cubiertas de idénticas cobijas, sobre cuyas idénticas cabeceras velaban dos idénticos Cristos. Dos mesas de noche -idénticas también- con idénticos candelabros cuyas velas estaban idénticamente consumidas.

John Polidori salió de la habitación tratando de identificar la procedencia de aquel hedor acre. Era, se dijo, un olor nauseabundo semejante al que se respiraba en los baños públicos de los figones o, más precisamente, en los prostíbulos más sórdidos de Grecia. Y creyó reconocer en esa pestilencia el aroma del fondillo de sus propios pantalones. Caminaba por un estrecho pasillo ascendente que pronto se convirtió en una escalera de dispares peldaños, que a su vez concluía en una puertecita de diminuto dintel. Aquella habitación, la que estaba tras la puerta, era sin duda la fuente de aquel olor irrespirable. Tuvo que agacharse para no darse la frente contra el travesaño. El cuarto era de un tamaño mínimo y, por cierto, inhabitable hasta para un animal. Un pequeñísimo lecho de paja y un mínimo pupitre bajo la ventana: eso era todo. El resto de una vela todavía ardía. Se acercó hasta la ventana y allí, al otro lado del lago, pudo ver la totalidad de la Villa Diodati y, exactamente en el centro, la ventana de su habitación. Bajo el pupitre había un pequeño arcón. Polidori lo tomó por una de las asas y lo abrió con avidez.

Vio centenares de papeles prolijamente acomodados. El primero, comprobó, era su propia carta, la misma que escribiera el día anterior. Más abajo había unas cuartillas: los apuntes para El vampiro. Extrajo el cuaderno y entonces, debajo, apareció un grueso atado de cartas. Reconoció inmediatamente la letra de la primera, pero tardó en creerlo. Cuando leyó la rúbrica, creyó morir de espanto. Y aún no había leído el contenido.

11

Conocía la letra de su Lord mejor que la de su propio puño. ¿Pero qué hacía una carta de Byron allí, en los repugnantes antros del monstruo sólo conocido por él, el sombrío Polidori? Y cuanto más leía y releía el encabezamiento, tanto menos podía entender, como si aquellas letras claras y redondas fuesen incomprensibles caracteres de un idioma desconocido.

Abominable musa de las tinieblas:

Acabo de leer la segunda parte de vuestro Manfred -o acaso debería decir "mi" Manfred y debo confesaros que, si los primeros versos eran alentadores, los siguientes son sencillamente cautivantes. Tienen un decidido tono byroniano, lo cual, por cierto, los hace verdaderamente exquisitos. Espero que os hayáis alimentado con provecho (no podríais quejaros de la abundancia de vuestra última cena) y, a juzgar por vuestra producción literaria, mi fluido vital parece haberos llenado de mi primorosa inspiración. El niño Manfred tiene las cualidades de su noble padre. En verdad me gusta. Si continuáis por el mismo camino, acabaré por enamorarme. Ignoro de dónde proviene vuestro maléfico talento, de dónde habéis tomado la voz de Manfred que, entre las heladas paredes de aquella catedral gótica, sin duda, resuena desterrada y dramática, idéntica a la mía. Aquella culpa, infinita e irremisible, es el remordimiento anticipado que, lo sé, habrá de atormentarme hasta el último de mis días. No hace falta que os diga por qué. No he leído el Fausto -ignoro el alemán-, pero casualmente hace muy poco tiempo mi amigo Matthew Lewis me tradujo, viva voce, un largo fragmento y no he podido evitarla misma viva impresión que me produjo la lectura de Manfred. ¡Cuánto desearía ser como vuestro héroe y tener su mismo temple ante las tentaciones! Pero como veis, ni siquiera puedo resistirme a la de aceptar la paternidad de Manfred.

John Polidori no pudo evitar sentirse el más imbécil de los hombres. Tenía la misma amarga e inconsolable desazón del marido engañado.

Este fragmento es casi literal respecto de otro que aparece en las cartas de Lord Byron a Murray. Solamente lo confortaba la idea de que su Lord, aquel magnánimo poeta, era tan miserable como él mismo.

Entre las cuatro hediondas paredes de aquella celda, revolvía los papeles que se apilaban en el arcón. Por completo fuera de sí, introdujo los brazos y, abarcando todo cuanto podían sus pequeñas manos, levantó una parva de papeles que volaron por los aires: eran decenas de cartas. Una había quedado colgando de su bolsillo. La leyó.

Notre (horrible) Dame:

Si de mi humilde persona dependiese, ya os hubiera dado el ministerio que hoy ocupa -o debería decir "usurpa "- el ridículo conde Rasumovskiz, cuya monstruosidad es de una tipología infinitamente más abyecta que la vuestra. Ya quisiera el ministro servirse del talento que os adorna, aunque mucho me temo que no tenga nada bueno para daros a cambio, ya que ni siquiera goza del vigor que ostenta nuestro archimandrita Fotij -Señor líbranos a nosotros, pobres pecadores, de estos pastores- quien al parecer muestra igual pasión por el alma de los hombres que por el cuerpo de las mujeres. Con más fundamentos que el archimandrita, puedo deciros lo mismo que Fotij a la señora Orlov: "¿Qué es lo que has hecho de mí, convirtiendo en alma mi cuerpo?".

He leído con infinito placer la segunda parte de La dama de pique . En verdad es el relato que quisiera estar escribiendo. Mucho me complacería saber cómo habrá de terminar mi historia. Os espero esta noche.

Alexander Puschkin

Había centenares de nombres ignotos, por completo desconocidos. Se sentía el más imbécil de los hombres. No ya porque había sido vilmente engañado, sino porque eran los suyos competidores de baja calaña, amantes sin fama ni gloria ni futuro. Leía las rúbricas de las cartas con el desconsuelo de un noble que hubiera sido víctima de adulterio a manos de su lacayo. Tres cartas de un tal E. T. A. Hoffmann, media docena de un ignoto Ludwig Tieck. Sacaba cartas esperando, cuanto menos, encontrar nombres célebres; pero no encontró sino ilustres desconocidos: Chateaubriand, Rivas, Fernán Caballero, Vicente López y Planes.

Con desesperación revolvía desordenadamente, enceguecido por el odio, las innumerables cartas que se apilaban en el arcón. Al azar, extrajo otra.

La siguiente carta llevaba la firma de Mary Shelley. La lectura del primer párrafo lo sumió en un terror indecible; había sido partícipe y testigo de los acontecimientos más horrorosos. Pero jamás había leído algo tan descarnado y sombrío. John Polidori no podía seguir leyendo. Las letras se convertían en figuras ondulantes que de pronto dejaron de representar sentido alguno. John Polidori se desmayó.

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