Federico Andahazi
El conquistador
A Blas, de quien aprendí que la épica no es sólo un género poético, sino el modo cotidiano de enfrentar los espantajos de la existencia luchando con belleza y dignidad.
Al doctor Carlos Fustiñana y, en su nombre, a todos los médicos y enfermeros del equipo de Neonatologia del Hospital Italiano.
El adelantado
Estableció con exactitud el ciclo de rotación de la Tierra en torno del Sol y trazó las más precisas cartas celestes antes que Copérnico. Fue el primero en concebir el mapa del mundo adelantándose a Toscanelli. Los gobernantes buscaron su consejo sabio, pero, cuando su opinión contradijo los dogmas del poder, tuvo que retractarse por la fuerza, tal como lo haría Galileo Galilei dos siglos más tarde. Imaginó templos, palacios y hasta el trazado de ciudades enteras durante el esplendor del Imperio. Concibió el monumento circular que adornaba la catedral más imponente que ojos humanos hubiesen visto jamás. Varios años antes que Leonardo da Vinci, imaginó artefactos que en su época resultaban absurdos e irrealizables; pero el tiempo habría de darle la razón. Adelantándose a Cristóbal Colón, supo que la Tierra era una esfera y que, navegando por Oriente, podía llegarse a Occidente y viceversa. Pero a diferencia del navegante genovés, nunca confundió las tierras del Levante con las del Poniente. Tenía la certidumbre de que había un mundo nuevo e inexplorado del otro lado del océano y que allí existía otra civilización; sospecha que habría de confirmar haciéndose a la mar con un puñado de hombres. Se convirtió en naviero y él mismo construyó una nave inédita con la cual surcó e! océano Atlántico. Tocó tierra y estableció un contacto pacífico con sus moradores. Pero sólo porque estaba en inferioridad de condiciones para lanzarse al ataque. Comprobó que el Nuevo Mundo era una tierra arrasada por las guerras, el oscurantismo, las matanzas y las luchas por la supremacía entre las diferentes culturas que lo habitaban. Vio que los monarcas eran tan despóticos como los de su propio continente y que los pueblos estaban tan sometidos como el suyo. Escribió unas crónicas bellísimas, pero para muchos resultaron tan fabulosas e inverosímiles como las de Marco Polo. Supo que el encuentro entre ambos mundos iba a ser inevitable y temió que fuese sangriento. Y tampoco se equivocó. Trazó un plan de conquista que evitara la masacre. Retornó a su patria luego de dar la vuelta completa a la Tierra, mucho antes de que Magallanes pudiese imaginar semejante hazaña. A su regreso, advirtió la inminente tragedia a su rey.
Si hubiese sido escuchado, la historia de la humanidad sería otra. Jamás consiguió que le otorgaran una flota y una armada para lanzarse a la conquista. Fue el primero en ver que ningún imperio, por muy poderoso, magnánimo y extenso que fuese, podría sobrevivir a la ambición de sus propios monarcas. Pero fue silenciado. Tomado por loco, condenado al destierro, vaticinó el fin de su Imperio y la destrucción de la ciudad que él había contribuido a erigir.
Supo con muchos años de antelación que la única forma de que su civilización no pereciera, era llevando adelante el desafío más grande de la humanidad: la conquista de Cuauh-tollotlan, como él bautizó al nuevo continente, o Europa según el nombre con que lo llamaban los salvajes que lo habitaban. Fue el más brillante de los hijos de Tenochtitlan. Su nombre, Quetza, debió haber fulgurado por los siglos de los siglos. Pero apenas si fue recogido por unas pocas crónicas y luego pasó al olvido. Su interés por la unificación del mundo no era sólo estratégico: al otro lado del mar había quedado la mujer que amaba.
Lo que sigue es la crónica de los tiempos en que el mundo tuvo la oportunidad única de ser otro. Entonces, quizá no hubiesen reinado la iniquidad, la saña, la humillación y el exterminio. O tal vez sólo se hubiesen invertido los papeles entre vencedores y vencidos. Pero eso ya no tiene importancia. A menos que las profecías de Quetza, el descubridor de Europa, todavía tengan vigencia y aquella guerra, que muchos creen perteneciente al pasado, aún no haya concluido.
Hasta la fecha, sus vaticinios jamás se equivocaron.
Para conocer el quilate desta gente mexicana el qual aun no se a conocido porque fueron tan atropellados, y destruyaos, ellos y todas sus cosas, que ninguna apparentia les quedo de lo que eran antes. Ansi están tenidos por barbaros, y por gente de baxissimo quilate: como según verdad, en las cosas depolitia, echan el pie delante, a muchas otras naciones: que tienen gran presuntion de políticos…
Fray Bernardino de Sahagún
Desde el lago soplaba una brisa fresca que traía el perfume de las flores que crecían en las chinampas, las islas artificiales que hicieron de ese suelo pantanoso una majestuosa ciudad flotante. El sol todavía no era más que un fulgor rojizo tras las montañas y la gran metrópoli ya estaba en pie. Las canoas, decoradas con mascarones que representaban aves o serpientes pintadas de rojo estridente, de verde y amarillo, iban y venían repletas de maíz, de frutas y de hortalizas. Aquellos jardines ocultaban bajo la alfombra de los sembradíos su estructura de troncos unidos por cieno y limo, anclándose al lecho cenagoso con las raíces de los tupidos ahuejotes.
La plaza del mercado, rodeada de canales, se iba poblando a medida que llegaban las barcazas cargadas. Era aquél el corazón del Imperio Mexica, el centro cosmopolita hasta donde llegaban los mercaderes desde las ciudades más lejanas. Allí se negociaba toda clase de mercancías en numerosas lenguas y podían verse ropajes de todas las regiones. El alboroto de los comerciantes que pregonaban a viva voz sus ofertas, se mezclaba con la música ritual proveniente de los templos. El sonido de los timbales y las flautas anunciaba la proximidad de la ceremonia más esperada por algunos y la más fatídica para otros. No era aquél un día cualquiera; sin embargo, nada podía hacer que la gran ciudad detuviera su marcha.
Un grupo de zopilotes encaramados en la cima del Cerro del Peñón escuchaba el sonido de los tambores como si estuviesen encantados; y tenían buenos motivos para estar atentos. Sabían que eran los principales convidados de aquel rito. Esperaban impacientes que de una buena vez comenzaran a sonar los atecocolliy unas trompetas hechas de caracol ahuecado, que indicaban el comienzo de la ceremonia. Ese día iban a ser sacrificados tres mancebos y un niño. Como si aquellos pájaros carroñeros supieran que eran los intermediarios entre los hombres y los dioses, esperaban el momento en que los sacerdotes les arrojaran los corazones todavía palpitantes de las víctimas. Luego de devorarlos, levantarían vuelo y, así, en sus vientres satisfechos, llevarían las ofrendas al Dios de la Guerra.
Por fin sonaron las caracolas. Sólo entonces, los zopilotes se lanzaron al vuelo desde lo alto del cerro. Para llegar hasta la ciudad, una isla dorada en medio del lago rodeado por montañas, debían surcar una enorme distancia sobre las aguas. Volaron por encima del extenso muro que protegía a la isla de los desbordes, y desde allí pudieron divisar las cumbres de las pirámides de las ciudades gemelas: Tlatelolco y, más allá, Tenochtitlan. Fatigadas pero con el ánimo renovado por la proximidad, las aves volaron por encima de la majestuosa Calzada de Tepeyac. Atravesaron los puentes levadizos que unían los monumentales edificios erigidos entre las aguas y desde allí tuvieron un panorama completo: las montañas que rodeaban al lago se veían pobres e imperfectas en comparación con la doble pirámide de Huey Teocalli, el Templo Mayor. Al pie de la Gran Pirámide bicéfala, en la explanada del centro ritual, los pájaros vieron a los sacerdotes afilando los negros cuchillos de obsidiana contra la piedra de los sacrificios. Como si los zopilotes conociesen el ceremonial, ocuparon su lugar en lo alto de la pirámide, justo por encima del tlatoani, el monarca.
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