Las noches de luna nueva, cuando todos dormían, Quetza e Ixaya solían escaparse de la casa. Luego de una furtiva travesía en canoa se llegaban hasta el pie del Templo Mayor y, con paso sigiloso, ascendían hasta lo más alto de la pirámide. El cielo negro con todas sus estrellas fulgurando ante la ausencia de la luna sobre aquella metrópolis que brotaba del medio de las aguas, aquellas pirámides que competían con las montañas, era una visón que conmovía y abrumaba. Para Quetza el cielo era el espejo de la Tierra. Desde muy pequeño sentía una inquietante fascinación por las cosas del cielo. Sus ojos buscaban en la bóveda nocturna la explicación de todas las cosas. Siendo todavía un niño podía dibujar de memoria las constelaciones y los astros más luminosos. Sospechaba que en la comprensión de los hechos celestes podía encontrar la razón de todos los asuntos terrestres. Acostados boca arriba sobre la cúspide de la pirámide del Templo Mayor, Quetza le contaba a Ixaya el resultado de sus cavilaciones: era evidente, le decía, que todos los astros del cielo no eran redondos y planos, sino esféricos. Bastaba con observar las fases creciente o menguante de la Luna para establecer este hecho. Un disco jamás proyectaría una sombra parcial y semicircular sobre sí mismo; eso sólo ocurría con los cuerpos esféricos. Por otra parte, resultaba evidente que el Sol era también una esfera: era notorio que el Sol cambiaba su órbita durante el año; en los meses de verano describía una curva en línea con el cénit, le decía a Ixaya dibujando un semicírculo en el aire con su índice, mientras que en invierno este recorrido se inclinaba hacia el horizonte y era más breve. Si el Sol fuese un disco plano, durante esta estación debería verse ovalado, tal como se vería un medallón escorzado mostrando su canto. Sin embargo, donde estuviese, siempre se veía perfectamente redondo. Entonces, si la Luna y el Sol eran esféricos, también debería serlo Cemtlaltipac, la Tierra. Este hecho se veía confirmado durante los eclipses, momento privilegiado en que los hombres podían ver la sombra de la Tierra proyectada en la superficie de la Luna.
Para los mexicas el mundo tenía dos límites: el cielo y el mar. Así como el cielo era la frontera insuperable con aquellos astros que se veían en el firmamento, el mar era el límite absoluto, ya que ni siquiera se percibía que hubiese algo más allá. Entonces Quetza, echado boca arriba, le decía a Ixaya que la Tierra no podía ser muy diferente de los mundos que se veían en aquel cielo nocturno. Que así como resultaba claro a simple vista que había otros mundos desperdigados por el cielo, era seguro que existían otras tierras dispersas en el mar, que si no se llegaban a divisar, como las estrellas, era porque la Tierra era esférica. Quetza estaba convencido de que si alguien se aventuraba mar adentro, después de algunos días de navegación, se toparía con otro mundo. Ignoraba si había otros pueblos en las demás tierras al otro lado del mar pero existían relatos que así lo señalaban. No sabía cuánto había de cierto en los cuentos que hablaban de los hombres barbados de cara roja que solían verse a veces cerca de las costas a bordo de barcos de innumerables remos, pero eran todos muy coincidentes. El mar, según su concepción, era el nexo del presente con el pasado y el futuro. Mientras hablaba Quetza,. Ixaya por momentos cerraba los ojos imaginando cómo serían las tierras al otro lado del mar, qué aspecto tendrían aquellos hombres barbados. Entonces, sin dejar de hablar, Quetza contemplaba el perfil de su amiga, su frente alta y el pelo negro, largo y pesado, coronado por una pluma azul de alotl; mientras ella permanecía con sus enormes ojos grises cerrados, él, sin interrumpir el relato, miraba sus facciones suaves, su cuello largo y los hombros tersos. Y así, como un adelantado de los sueños, poniendo nombre a los mundos desconocidos, Quetza veía los labios encarnados de Ixaya y debía llamarse a la cordura para no besarla. Muchas veces estuvo a punto de hacerlo, pero no se atrevía a correr el riesgo de que todo lo que había construido, se derrumbara en un segundo. Sabía que la única forma de mantener aquellos encuentros furtivos era conservando vivo aquel fuego alimentado con la crepitante leña de los relatos. Pero por más que intentaran soslayarlo, ambos sabían que iban a tener que separarse por un largo tiempo.
La infancia de Quetza junto al viejo Tepec y a sus grandes amigos, Ixaya y Huatequi, fue un remanso de felicidad entre la tragedia que signó los primeros días de su existencia y el momento en que debió abandonar la casa. El ingreso al Calmécac fue para Quetza un inmerecido castigo.
Tepec no quería repetir los errores que había cometido con sus dos hijos; a ellos los había mandado a estudiar al Tel-pochcalli, la escuela a la que acudían los hijos de las familias que no pertenecían a la nobleza. Recibían una educación figurosa, militar y religiosa, aunque de allí no salían los futuros generales ni los clérigos, sino los soldados rasos que engrosaban las filas de los ejércitos. En su afán para que sus hijos no fuesen militares o sacerdotes, Tepec hizo que terminaran integrando la tropa más expuesta a las flechas enemigas. Jamás iba a perdonarse semejante desatino. De modo que, para evitar que Quetza corriera la misma suerte, lo enviaría a estudiar al Calmécac, escuela a la que acudían los hijos de la nobleza, los pipiltin. De allí egresaban los futuros gobernantes, generales y sacerdotes.
Al cumplir los quince años, Quetza se vio obligado a dejar la casa e internarse en el Calmécac. Por una parte, le resultaba sumamente difícil separarse de Tepec y, por otra, no concebía el hecho de que no pudiera ir al Telpochcalli junto a sus amigos. Huatequi, que era casi como un hermano, y los demás niños que habían crecido junto a él, dado que eran macehuates hijos de esclavos, debían ir al Telpochcalli. Por más que Quetza le imploró a su padre, no hubo forma de convencerlo. Era una decisión tomada: Tepec quería que recibiera una sólida instrucción militar para que no le ocurriera lo que a sus otros dos hijos. Por otra parte, las mujeres no tenían derecho a más educación que la que les daban sus madres en sus casas, a menos que tuviesen talento para el canto, en cuyo caso podían ingresar al cuicalli, la Casa de los Músicos. La sola idea de verse obligado a dejar de ver a Ixaya, era para Quetza un dolor inconcebible.
Como correspondía al ceremonial, el primer día de clases Tepec acompañó a Quetza hasta el Calmécac. Vestidos con sus ropajes rituales, ambos avanzaban en la canoa hacia el Templo Mayor. Navegaban serenamente entre las chinampas repletas de flores blancas como la nieve que cubría los picos de las montañas que circundaban el lago. Todo se veía blanco en ese día inaugural: la capa ritual del viejo, los collares de plata y oro pálido y la vincha de plumas de cisne que le cubrían la cabeza hasta la espalda. Y a medida que avanzaban por el canal, el ánimo de Quetza se hundía igual que los remos en el agua. Al viejo lo embargaba una mezcla de congoja y orgullo: tristeza porque sabía que no vería a su hijo durante mucho tiempo y, a la vez, mientras lo miraba hecho todo un adulto, ataviado para el acto de iniciación, no podía evitar que su pecho se dilatara. Lo contemplaba vestido con su nueva túnica blanca, las sandalias de piel de ciervo y el arreglo de plumas y recordaba cuando, trece años atrás, tuvo que cargarlo, moribundo, en esa misma canoa, para conseguir el remedio que pudiera salvarle la vida. Tepec remaba contemplando en silencio a su hijo y se decía que su misión en la vida ya estaba cumplida.
Al fin llegaron al centro ceremonial. Cuando entraron en la plaza se encontraron con un espectáculo maravilloso: al pie de la gran pirámide había miles de jóvenes que ocupaban la totalidad de la enorme explanada, todos vestidos de blanco de pies a cabeza. Sonaban timbales y caracoles; qué diferente se veía el centro de ceremonias, ahora lleno de vida, de cuando se lo destinaba a los sacrificios. Qué distinto resultaba ver a los hijos de Tenochtitlan disponiéndose para el rito de iniciación a la vida y el conocimiento, y no convertidos en una turba sedienta de sangre que se disputaba un trozo de carne humana para devorarlo cual animales, se decía Tepec. No parecía el mismo sitio. No parecía el mismo pueblo. Al fin llegó el momento: Tepec y Quetza se debían separar; se estrecharon en un fuerte y largo abrazo y evitaron derramar lágrimas. Quetza giró sobre sus talones y caminó hacia donde estaban sus futuros compañeros, sin atreverse a volver la cabeza sobre el hombro. Como un copo de nieve que cayera sobre un campo nevado, leve y despacioso, así Quetza se mezcló entre la multitud de jóvenes.
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