Federico Andahazi - El conquistador

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Un azteca descubre Europa antes del viaje de Colón.
¿Cómo sería el mundo si la Conquista de América no hubiera sido como creemos que fue? Quetza, el más brillante de los hijos de Tenochtitlan, intuía que había un continente por descubrir al otro lado del océano. Para demostrarlo se hizo a la mar con una nave construida con sus propias manos y un puñado de hombres. Así, adelantándose a los grandes viajeros, es el primero que logrará realizar el viaje a una nueva tierra: Europa.
Federico Andahazi nos sorprende con una historia audaz, una crónica apasionada de los tiempos en que el mundo tuvo la oportunidad de ser otro.

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Durante aquel primer año las tareas parecían completamente inútiles y carentes de cualquier sentido educativo; de hecho, Quetza no acertaba a ver qué se aprendía exactamente en ese lugar. Bajo el sol abrasador de la tarde eran conducidos al campo. Pero en lugar de enseñarles a trabajar la tierra, sembrar o cosechar, un grupo debía abrir zanjas y otro, con la misma tierra de la excavación, tenía que tapar los surcos que el grupo anterior acababa de abrir. Luego, de acuerdo con ese mismo método, debían levantar paredes de piedra para más tarde derribarlas sin dejar nada en pie. Aquellos durísimos trabajos ni siquiera tenían la gratificación de la tarea cumplida. Resultaba desesperante: al agotamiento físico se sumaba el abatimiento demoledor de la humillación.

Y así fue casi todo el año: al caer la noche, hambrientos y exhaustos, otra vez los esperaba una magra ración de pan y agua. Dormían sobre el piso, apenas separados del suelo frío por una manta. Agotados y con el cuerpo entumecido, esa simple ruana les resultaba tan deliciosa como un lecho de plumas.

A medida que pasaba el tiempo, Quetza percibía que el trato de sus compañeros para con él pasaba de la indiferencia a la provocación. Dado que no pertenecía al selecto grupo de los pipiltin, durante los breves momentos de descanso era blanco de burlas y comentarios venenosos. También notaba que algunos de los sacerdotes lo trataban con más rigor que al resto, o que miraban para otro lado cuando los demás jóvenes lo hacían objeto de segregación y maltrato. Todo el tiempo le recordaban a Quetza que debía pagar el deshonor que su padre, Tepec, le había provocado al Sumo Sacerdote; Tapazolli nunca iba a olvidar el lejano día en que el viejo le arrebató de los brazos a ese niño, cuyo destino ahora volvía a estar en sus manos.

Como solía suceder, rápidamente empezó a destacarse en el grupo la figura de un líder, a quien la mayoría parecía obedecer sin restricciones; era un chico flaco, alto, al que le faltaban algunos dientes, llamado Eheca, nombre que significaba "viento frío". Y así era: penetrante, hábil para encontrar el resquicio por donde entrar y molestar, veloz con las palabras, cortante e, igual que el viento, podía empujar a todos como barcazas, de aquí para allá, a su entera voluntad. Rápidamente capitalizó la natural extrañeza que generaba Quetza, transformando la indiferencia en hostilidad y la hostilidad en odio. El primer y obvio apodo que le pusieron a Quetza fue Macehuatl, pero viendo que el apelativo no le hacía mella, ya que sinceramente se sentía uno de ellos, Eheca rápidamente encontró el punto débil:

– Pitzahuayacatl -le dijo en tono burlón, mientras vanamente levantaban una empalizada en el campo.

El apodo no era particularmente ofensivo o, más bien, no para cualquiera; pero para Quetza fue como si le hubiesen hundido un puñal en su ya lastimado orgullo. Lo habían llamado "nariz chata", hecho que, por otra parte, saltaba a la vista. Sin embargo, no pudo menos que tomarlo como un menoscabo a su virilidad. Era como si le hubiese dicho "pene pequeño". Intentó mantenerse indiferente y continuar con su tarea; de hecho, así lo hizo, pero una furia visceral le surgió desde el vientre y se le instaló en la cara dejando sus mejillas rojas y los labios rígidos. Eheca, como el viento frío, había encontrado el intersticio justo por donde entrar para hacer daño.

Entonces, cuando ya había pasado buena parte de aquel largo y árido año, se produjo algo inesperado. A su pesar y sin que se lo hubiese propuesto, Quetza se convirtió en el líder de todos aquellos que, por diferentes razones, no rendían pleitesía a Eheca. Por el solo hecho de que el único cabecilla del grupo lo había tomado como rival, los demás empezaron a ver en Quetza a una suerte de adalid de los que sufrían el maltrato o simplemente la indiferencia del jefe del grupo.

Por motivos que luego nadie recordaría, un incidente sin importancia, se originó una rencilla que terminó en una batalla campal en la que, a los golpes de puño, se sumaron palos y piedras. Los jefes y los bandos habían quedado claramente diferenciados. Si un sacerdote no hubiese intervenido en el momento oportuno, alguien podía haber terminado malherido.

– Deberían sentirse avergonzados -empezó a decir el religioso, sin dejar de golpear el bastón contra el suelo.

– No es el modo de resolver las diferencias -continuó lentamente el sacerdote mientras caminaba entre los jóvenes jadeantes, algo tullidos y sedientos de guerra.

– Si realmente lo que quieren es pelear como hombres, deberán hacerlo como corresponde.

El religioso caminó hasta la puerta y agregó:

– No ahora, cuando concluya el año será el combate; tendrán espadas, verdaderas espadas con filo de obsidiana. Ahora, todo el mundo a dormir.

Era aquel el temido anuncio. En el Calmécac había dos grandes acontecimientos: la lucha inicial, que era el primer paso en la formación militar de los alumnos primerizos, y la lucha final: el último de los combates que completaba el ciclo.

Por sí alguien tenía alguna duda, antes de abandonar el pabellón, de pie bajo el dintel, el sacerdote anunció:

– Será una lucha a muerte.

Nadie durmió esa noche.

10 La tierra de las garzas

Aquel incidente coincidió con el término del décimo mes del año. La dos lunas siguientes fueron una larga y angustiosa espera durante la cual Quetza, siempre a su pesar, afianzó su liderazgo. Sabía que el momento del combate, aunque todavía lejano, se.acercaba inexorable. Todos eran conscientes de que una espada de obsidiana podía arrancar una cabeza de cuajo y que a Eheca no le temblaría el pulso a la hora de matar. Pero lo que más los inquietaba era que no sabían cómo sería ese combate, quiénes y cuántos iban a ser los contrincantes, ni bajo qué reglas pelearían. El sacerdote había mencionado la palabra "muerte". Ésa era la única certeza.

El bando de Quetza no podía calificarse precisamente de temible; no sólo era menor en número, sino que, además, sus integrantes no lucían como verdaderos titanes: la mayoría tenía una estatura mediana, y los demás eran jóvenes poco acostumbrados al ejercicio físico, cosa que se revelaba en su complexión inconsistente, cuando no adiposa. Sin embargo, había una excepción: el chico más corpulento del grupo estaba de su lado. Era un muchacho inconmensurable, tenía un cuello toruno y el torso de un ídolo de piedra. Pero se llamaba Citli Mamahtli. Aquel nombre no ayudaba mucho a infundir temor a los rivales, ya que significaba "liebre asustada". Y parecía hacer honor a su nombre; pese a su tamaño, Citli Ma-mahtli, se veía manso como una criatura e incapaz de pelear. Ante cualquier provocación por parte de los miembros del bando opuesto, no podía evitar un llanto infantil. Se diría que cargaba con una tristeza indescifrable; por otra parte, no tenía demasiadas luces, era un poco lento de entendederas y algo tartamudo. Pero no sólo era la tropa con la que contaba Quetza, sino que, con el tiempo, llegó a tomarle un afecto fraternal, como si aquella mole inabarcable fuera el hermano menor que nunca tuvo. Ése era su pequeño ejército.

Si Quetza podía distraer su cabeza en otra cosa que no fuese el combate que se avecinaba, era porque durante el curso de aquel mes las cosas parecían haber tomado un nuevo rumbo. Ahora que se aproximaba el fin de año, luego del baño de agua helada de la mañana, al magro desayuno compuesto sólo por pan y agua se sumaba una ración de frutas y verduras. Todos habían perdido mucho peso y el refuerzo de comida que recibían les daba más energía y mejores ánimos. La caminata sobre el campo de ortigas ahora se había reducido a la mitad y dedicaban el resto de la mañana al estudio. Si el primer año en el Calmécac tenía como objetivo curtir el cuerpo y forjar el corazón de los chicos, en el segundo año aprendían Historia, estudiaban el calendario y los arcanos de la religión. De modo que durante el último mes del año, un poco a manera de descanso y un poco a modo de introducción, los chicos conocían a sus futuros maestros, quienes les adelantaban los rudimentos de lo que verían el año próximo. Los alumnos se sentaban en el suelo del gran recinto lindero al Templo Mayor. De pie frente a ellos, Pollecatl, un sacerdote viejo de hablar sereno y pausado, sosteniendo un grueso tlahtoamat!, un libro de historia pintado con pictogramas leía y, alternativamente, comentaba cada pasaje.

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