Los caracoles se acallaron de pronto; se hizo un silencio estremecedor y luego empezaron a sonar los tambores con insistencia, haciendo un largo preámbulo que acrecentaba el ansia del público. Entonces sí, desde el interior del templo ingresaron al campo los luchadores. Era un grupo de catorce jóvenes. Usaban sólo un taparrabos y nada los diferenciaba entre sí; no se advertían bandos opuestos. Habían entrado en formación marcial y quedaron alineados frente al público. A una orden de uno de los sacerdotes, todos hicieron una reverencia al tlatoani. Los cuerpos de todos ellos estaban perfectamente tallados en el rigor del ejercicio. Tal como se percibía, no había todavía contendientes. El sacerdote iba anunciando a viva voz cada una de las reglas; primero el grupo debía elegir líderes en sucesivas tandas: los dos que resultaran más votados, independientemente del número y la diferencia de sufragios, serían quienes encabezarían ambos bandos. Fue éste un trámite rápido; resultaba evidente que los líderes ya estaban largamente definidos desde hacía mucho tiempo. Uno de ellos era un muchacho de una flacura esquelética y no demasiado alto. Sin embargo, había algo en su expresión, en lo más profundo de su mirada, que infundía miedo. A Quetza le recordó la actitud de un coyoth igual que los coyotes, detrás de esa apariencia semejante a la de un perro famélico, se escondía un carácter feroz y artero. El otro presentaba el aspecto de un atleta: sus brazos, piernas y pectorales parecían la obra de un tlacuicuilg, un escultor avezado. Sin embargo, en contraste con su porte de guerrero, se lo veía intranquilo, gesticulante y lleno de vacilación. Enfrentados cara a cara, se medían e intentaban intimidarse con gestos como animales que exhibieran sus dientes. Pero todavía debían contenerse. El sacerdote les recordó a voz en cuello que aún tenían que seleccionar a su tropa.
El azar decidiría quién sería el primero en elegir: el sacerdote hizo girar una espada sobre la superficie de una piedra rectangular a cuyos lados, en extremos opuestos, estaban ambos líderes. Después de dar varias vueltas sobre sí misma, la espada se detuvo señalando con su hoja hacia el muchacho más fornido; él sería el primero en escoger a uno del grupo, quien ocuparía el cargo de subjefe o edecán. Esos dos primeros puestos eran los más importantes, no sólo en relación con el mando: si el jefe o el edecán caían, de inmediato se daba / por finalizado el combate. Así, eligiendo alternativamente primero un jefe y luego el otro, quedaron conformados los dos bandos integrados por siete hombres cada uno. Emulando al clan de los caballeros Águila, los miembros de uno de los grupos se vistieron con capas que semejaban el plumaje de un pájaro, pero, habida cuenta de que eran todavía estudiantes, en lugar de águilas imitaban a los tohtli, los ágiles halcones que abundaban en la isla. El traje lo completaba una máscara de madera que, con un pico afilado, representaba la cara ceñuda del ave. El otro bando se atavió con trajes y máscaras que, remedando al clan de los caballeros Jaguar en versión juvenil, figuraba al tlacomiztli, el gato montes. Quetza no pudo evitar el recuerdo*de cuando, con Huatequi, jugaban a ese mismo juego con varas que semejaban espadas. Sólo que ahora pudo comprobar con preocupación que los combatientes estaban provistos de armas verdaderas: los jefes de cada bando con espadas que lucían el negro filo de la obsidiana, y el resto, con largas lanzas afiladas, todos protegidos con escudos como auténticos guerreros. Así, al pie de la pirámide del Templo Mayor, todo estaba dispuesto para el combate final. El emperador, desde lo alto, bajando su brazo ordenó que se iniciara la lucha.
12 Mariposas de obsidiana
Los dos grupos enfrentados cerraron filas. Los caballeros Gato, liderados por el muchacho más delgado, comenzaron lo que parecía una danza que imitaba los finos movimientos de un felino: el grupo se desplazaba como un único animal, avanzando de la misma forma que un gato hacia su presa. Se adelantaban con un paso unánime, la cabeza y las armas hacia adelante, los escudos a un lado, los ojos atentos y tensos como la cuerda de un arco. Extendían primero una pierna, obteniendo un equilibrio tan perfecto sobre la otra que se dirían exentos de peso alguno. Los tambores acompañaban el paso de los luchadores. Conforme avanzaban lentamente los caballeros Gato, en la misma proporción retrocedían los caballeros Halcón. Estos últimos, tal vez contagiados de las vacilaciones de su jefe, parecían replegarse en posición contraria a sus oponentes: tenían el escudo por delante del cuerpo y las armas hacia atrás. Ambos bandos, sin embargo, se movían al mismo ritmo: los caballeros Halcón agitaban suavemente sus brazos flexionados por debajo de la capa, imitando el movimiento de las alas de un ave. Quetza intuía que estas acciones tendían a distraer la atención del otro grupo. Y a medida que los halcones retrocedían, los gatos avanzaban cada vez más confiados hasta que, al fin, dieron el salto lanzándose contra los halcones acorralados contra la ladera de la pirámide. Entonces se produjo algo que cortó el aliento del público: como si realmente los dioses les hubiesen otorgado la virtud de los pájaros, los caballeros Halcón volaron por encima de los gatos. Fue un movimiento veloz y largamente estudiado; luego de una rápida y corta carrera se frenaron contra el piso con la punta de las lanzas y así, sujetos al mango, se elevaron hasta volar, literalmente, por sobre las asombradas cabezas de los oponentes. Aterrizaron de pie, formando un círculo en torno de los felinos, de pronto desorientados y cubriéndose con los escudos. Entonces los caballeros Halcón, ahora a la ofensiva, descargaron una lluvia de golpes de lanza, patadas y puñetazos sobre el lomo erizado de los hombres gato. Quetza notó que no se trataba, sin embargo, de una andanada caótica, sino que era una embestida bien calculada. Uno de los caballeros Gato quedó tendido en el piso y fue retirado por dos sacerdotes.
Los grupos volvieron a formar como al principio. La baja producida al pequeño ejército se hacía notar. El jefe de los gatos miró a su oponente con odio y, sin decir palabra, le juró venganza. Entonces dio un grito de furia y de pronto se lanzó a la carga a toda carrera blandiendo la espada. Sus huestes corrieron tras él. Fue todo tan imprevisto, que la reacción de los halcones resultó caótica: algunos intentaron el ardid anterior, saltando con sus cañas pero, ya prevenidos, los felinos los esperaron caer ensartándolos con sus lanzas. En las gradas se hizo un silencio absoluto. Los chicos no podían disimular un gesto de pavor al ver la sangre brotando a chorros de las heridas, corriendo como un río sobre el campo de lucha. Un sacerdote detuvo el combate. Tres caballeros Halcón quedaron tendidos en el piso y, como el joven gato, fueron retirados. Quetza buscó el rostro de Eheca y, por primera vez, pudo percibir el miedo. Sus miradas volvieron a cruzarse pero, esta vez, Quetza fue quien le dedicó una mirada desafiante. Realmente no estaba asustado. No era miedo, sino otro sentimiento: le parecía todo tan salvaje, tan brutal e injustificado, que su espíritu se llenó de una indignación tal, que experimentó un odio infinito. Era una conmoción contradictoria: pero de qué otra forma puede alguien rebelarse ante la injusticia sin sentir el acicate del odio. Quetza, tal como le enseñara su padre, se llamó a la calma recordando que si se estaba realmente en contra de los sacrificios, por esa misma razón, no podía desearse ni siquiera la muerte del verdugo. Y también su padre le había enseñado que los peores sentimientos, los peores pensamientos son hijos del miedo, que si conseguía derrotar el temor, podría pensar con claridad. Entonces Quetza comprendió que aquella ceremonia tenía por propósito llenarlos de miedo, sojuzgarlos por el temor al dolor y a la muerte. "El ser humano y la muerte nunca llegan a conocerse. Nadie asiste a su propio funeral", solía decir Tepec. Desde que era un niño le repetía el viejo proverbio tolteca: Oye bien, mi chiquito, mi quetzal, no temas de la muerte porque ella nunca nos toca: mientras tenemos la vida, la muerte nos es ajena. Y cuando ella llega, ya no estamos ahí para recibirla. Y así, recordando las enseñanzas de su padre, Quetza se despojó de aquel odio que lo horadaba. Jamás iba a olvidar a aquellos chicos tendidos en el campo entre convulsiones, regando la tierra con su sangre; pero no iba a agregar sentimientos de muerte sobre la muerte.
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