Federico Andahazi - El conquistador

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Un azteca descubre Europa antes del viaje de Colón.
¿Cómo sería el mundo si la Conquista de América no hubiera sido como creemos que fue? Quetza, el más brillante de los hijos de Tenochtitlan, intuía que había un continente por descubrir al otro lado del océano. Para demostrarlo se hizo a la mar con una nave construida con sus propias manos y un puñado de hombres. Así, adelantándose a los grandes viajeros, es el primero que logrará realizar el viaje a una nueva tierra: Europa.
Federico Andahazi nos sorprende con una historia audaz, una crónica apasionada de los tiempos en que el mundo tuvo la oportunidad de ser otro.

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Los futuros alumnos eran conducidos por los sacerdotes, quienes les daban precisas instrucciones para organizarse conforme al ceremonial. Los iban ordenando de acuerdo con la estatura: los más altos debían ascender primero por la escalinata central hacia la cima de la pirámide. Quetza debió esperar su turno cerca del final. De un momento a otro la pirámide, majestuosa, se volvió blanca por completo tapizada por miles de jóvenes en formación perfecta. En tanto, al pie, la multitud se maravillaba con el espectáculo. Un extranjero se hubiese visto ciertamente intimidado ante semejante visión: era una ciudad imponente, monumental, con un pueblo enorme en número y organización. Luego, los sacerdotes condujeron a los alumnos agrupados en formación marcial al interior de la ermita en lo alto de la pirámide. Quetza, entre temeroso y confundido, marchó tras uno de los oficiantes. En ese instante tuvo cabal conciencia de que por mucho tiempo no volvería a ver a los suyos.

Si fuera del templo todo era blanco, una vez dentro todo se tornó negro y rojo, sombra y penumbra. A medida que los ojos de los jóvenes se iban acostumbrando a la oscuridad, podían ver las figuras monstruosas de los demonios tallados en la piedra que, con sus bocas repletas de colmillos, protegían el recinto. El corazón de Quetza latía con la fuerza de la inquietud; miró la cara de sus compañeros que avanzaban junto a él y pudo ver en sus expresiones un miedo igual al suyo. Los sacerdotes les ordenaban a los gritos que se quitaran las ropas. Una vez desnudos, les cubrían el cuerpo y el rostro con tinta negra. Lo hacían de manera brutal, ungiéndolos con las manos, aferrandolos por el cuello, hundiendo sus cabezas en cuencos repletos de un líquido negro y viscoso hasta sofocarlos. Y los que tenían la mala idea de quejarse o resistirse, eran golpeados en el abdomen o en los testículos para doblegarlos. Y así, confundidos con la oscuridad, se chocaban unos con otros a medida que intentaban seguir avanzando. Sólo podían distinguirse por el blanco de los ojos y el de los dientes, o por los sollozos de pánico y dolor. De pronto todo se había tornado macabro: parecía aquello un desfile fantasmal. A medida que los jóvenes se iban sometiendo, después de tanta crueldad, un sacerdote les acariciaba la cabeza y les ponía un collar de piedras a cada uno. Cuando el suplicio parecía haber terminado, otro religioso los inmovilizaba trabando sus brazos por detrás del cuello y un asistente, sin que se lo esperaran, les perforaba el lóbulo de las orejas con una púa. Entonces, los jóvenes veían con espanto cómo la sangre que brotaba de las heridas era arrojada sobre las tallas de los demonios. Si al menos estuviese allí con Huatequi, se decía Quetza, algún amigo para infundirse valor. Pero todos eran extraños: no sólo los sacerdotes, los oficiantes y los asistentes, sino sus mismos compañeros de tormento. Así, desnudo, con el cuerpo negro de tinta, lastimado y solo en medio de la multitud, Quetza avanzaba sin saber qué más le esperaba todavía. Y, por lo visto, lo que le deparaba el Calmécac no era más auspicioso; a medida que iban entrando de a grupos en un nuevo recinto, junto a la puerta encontraron un sacerdote que, con voz imperativa, le decía a cada contingente:

– Olvida que naciste en un lugar de abundancia y felicidad.

Había caído el sol. Todos debían permanecer en un inmenso patio amurallado, desnudos, negros de tinta, tiritando de frío y sin pronunciar palabra. Si alguno de los sacerdotes escuchaba el más mínimo murmullo, de inmediato separaba al contraventor del resto y le descargaba azotes de vara de maguey hasta dejarlo inconsciente. Muchos caían de rodillas, víctimas de la extenuación. Cuando Quetza estaba a punto de perder el equilibrio, vio cómo el Sumo Sacerdote ascendía a una tarima de piedra y se disponía a hablar. Después de guardar un largo silencio para concitar la atención de todos, por fin, comenzó su alocución.

Naciste del vientre de tu venerable madre, en virtud de la simiente de tu padre. Pero debes olvidar ahora que tienes familia. Deberás honrar y obedecer a tus maestros como a tus verdaderos padres. Ellos tienen la autoridad para castigarte pues son quienes te abrirán los ojos y te destaparán los oídos para que aprendas a ver y a escuchar. Hoy te separaste de tus padres y tu corazón está triste. Pero tenemos que presentarte al templo al que te ofrecimos cuando aún eras una criatura y tu madre te hacía crecer con su leche. Ella te cuidó cuando dormías y te limpió cuando te ensuciabas; por ti padeció dolor, cansancio y sueño. Ahora eres un hombre; es el momento de ir al Calmécac, lugar de llanto y pena donde has de encontrar tu destino. Pon mucha atención: en vano tendrás apego a las cosas de tu casa. Tu nuevo hogar y tu nueva familia están aquí en el templo del señor Quetzalcóatl. Recuerda que alguna vez fuiste un niño feliz, porque aquí se templará tu cuerpo y tu alma con dolor y sacrificio.

Aquellas palabras, comparadas con los dulces huehuetla-tolli que le decía Tepec, eran una invocación al terror y el enunciado de lo que le esperaba. Sin embargo, había otro hecho que, por poco, paraliza el corazón de Quetza. Aquél, el Sumo Sacerdote, era Tapazolli, el mismo que, cuando él era un niño, por poco le hunde el puñal en el pecho para entregarlo en sacrificio.

Quetza habría jurado que mientras pronunciaba aquellas sombrías palabras, el sacerdote tenía los ojos fijos en los suyos, como si estuviese reclamándole la vieja deuda.

9 El jardín de las ortigas

Aquella primera noche en el Calmécac iba a ser apenas una muestra de lo que serían los próximos años. Fueron cinco años que a Quetza le resultaron cinco siglos. Todas las madrugadas, antes de que saliera el sol, el día se iniciaba con un baño en las aguas heladas del lago. Así, todavía húmedos y completamente desnudos, los alumnos recibían un desayuno frugal, sólo compuesto por pan de maíz y agua. Luego debían limpiar todos los aposentos, comenzando por el de los sacerdotes. Solía suceder que algún joven se quedara dormido, en cuyo caso era despertado por un religioso a golpes de vara de cardo o arrojándole agua fría.

Durante el primer año, todas las mañanas, cuando comenzaba a clarear, luego del baño helado, los chicos eran conducidos hacia un campo sembrado de ortigas donde se los obligaba a caminar descalzos durante horas. Dado que eran todos hijos de las castas acomodadas, no acostumbraban a andar sin sandalias, como sí lo hacía la mayoría de la población. La primera vez que Quetza posó la planta del pie sobre las espinosas hojas, pensó que jamás iba a poder soportar tanto dolor durante tanto tiempo. Pero mucho peor era rendirse, caer y llenarse el cuerpo de abrojos, como era el caso de muchos; los gritos eran tan fuertes que podían oírse al otro lado del lago. Era tal el ardor que, después de la primera hora, la piel ya ni siquiera se sentía. A la segunda hora se padecía más el cansancio de la caminata ininterrumpida que las espinas de las ortigas. Pero cuando el suplicio terminaba para todos los demás, Quetza debía caminar, él solo, todavía un poco más. Aquel privilegio, desde luego, debía agradecérselo al Sumo Sacerdote, quien siempre tenía al hijo de Tepec en sus pensamientos.

A Quetza no le resultaba fácil hacerse amigos: acostumbrado a relacionarse con los hijos de los macehuates, no conocía muchos de los códigos de \os pipiltin, usaban términos que le eran ajenos o se reían de chistes que él no entendía. De hecho, muchos de ellos ya eran amigos entre sí o se conocían de antes. Algunos tenían visto a Quetza del calpulli y lo creían hijo de alguna esclava de Tepec, de modo que se sorprendían al verlo en el Calmécac. Como fuera, Quetza podía sentir la hostil indiferencia de sus compañeros.

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