Federico Andahazi - Las Piadosas
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Frente a mis ojos tenía el tesoro más deslumbrante que me haya sido dado ver: cientos de miles de manuscritos que se apilaban desde el piso hasta el techo. Tardé en comprender su valor. No se trataba, como de seguro habréis de suponer, de los originales que habían visto en forma de libro la luz de la gloria y la posteridad, sino, muy por el contrario, de aquellos que cargaban la condena más atroz con que se puede castigar una obra: sobre la porrada todos llevaban un sello rojo que rezaba, lapidario, "IMPUBLICABLE". Si pudiera describiros las maravillas que me fueron reveladas en aquellas páginas condenadas a muerte antes de nacer… Os aseguro que la historia de las letras de Occidente habría sido otra y más gloriosa si tan sólo algunas de estas páginas, en lugar de otras ilustres, reconocidas y consagradas, hubiesen visto la luz de la publicación.
Interesada en saber quién era el ignoto juez de las letras, aquel que decidía por nosotros, lectores, y por la posteridad de los escritos y sus autores, he podido conocer a uno de los más oscuros y descabellados personajes que habitaron la entraña de la tierra.
El hombre responsable del fallo sobre los manuscritos presentados ocupaba un sórdido despacho del subsuelo de la librería. A sus espaldas se alzaba una máquina de dimensiones gigantescas que ocupaba casi por completo la superficie de la planta. El anónimo juez había hecho, quizá, la más escrupulosa clasificación de las grandes novelas universales. Había contado, palabra por palabra, descomponiendo y numerando cada elemento sintáctico y gramatical, desde los lejanos relatos orientales como el Genji Monogatori de Murasaki No Shikibu, el Kalila y Dimma , pasando por el Satiricón de Petronio , La historia del cavallero de Dios que había por nombre Cifar, hasta el Quijote y las Novelas ejemplares y, desde luego, Boccaccio,
Quevedo, Lope de Vega, Defoe y Swift, Lasage, Lafayette y Diderot. De acuerdo con tales modelos, había descompuesto todos los elementos cuantificables de cada novela -cantidad de páginas y de palabras, peso, artículos, sustantivos, adjetivos, adverbios, preposiciones, etc., etc., etc.- y había calculado los promedios correspondientes. Había considerado, además, los componentes no cuantificables, que dio en llamar de modo genérico, los "contenidos espirituales" que habitaban las páginas de los libros. Decidió que también era posible objetivar tales elementos sometiendo los ejemplares a diferentes tratamientos. Así, por ejemplo, los expuso al empuje de enormes prensas, a temperaturas elevadas, al vapor, a movimientos bruscos, etc., y por este camino descubrió que aquellos libros que más habían perdurado en la memoria de los tiempos eran los que, casualmente, no habían modificado su peso después de tales procesos. Tomando esta peculiaridad como ley general, ideó la que dio en llamarla máquina lectora.
En la base de la máquina había una gran caldera calentada por brasas que alimentaba un fogonero. Dos colosales chimeneas trepaban hasta superar el tejado de la editorial. El artefacto presentaba una pequeña puerta por donde se colocaba el manuscrito. El primer paso consistía en pesarla obra. Si el peso estaba dentro de los promedios aceptables, era transportado hacia un contador de páginas constituido por un rodillo provisto de tantos dientes sucesivos como páginas debía tener la obra. Si el manuscrito en cuestión superaba los escollos "formales"; pasaba a la "cámara de los espíritus"; donde era sometido al tratamiento para objetivar los con-tenidos espirituales. En caso de que el ejemplar superase todas las pruebas, se lo sellaba automáticamente con una leyenda azul que decía "PUBLICARBLE" y concluía su trayecto en un largo tubo que lo conducía a la imprenta. Sí, por el contrario, el manuscrito no se adecuaba a alguno de los sucesivos parámetros, caía en la negra garganta de una tubería que desembocaba en los más profundos subsuelos y se lo calificaba con un sello rojo que rezaba "IMPUBLICABLE".
En rigor, el ignoto juez había inventado su máquina con el solo propósito de ahorrar tiempo y, de ese modo, evitarse el arduo trabajo de leer. No lo animaba, sin embargo, la pereza; al contrario, su propósito era el de disponer del mayor tiempo posible para llevar adelante su mayor anhelo, la empresa que habría de justificar su oscura existencia: escribirla novela perfecta. Era, justamente, el dueño de la fórmula.
Diez años le demandó la redacción de su novela, a la que tituló La llave del secreto. El glorioso día que le puso el punto final, no hubiese tenido que tomarse más trabajo que el que demandaba llevar a la imprenta su flamante obra bajo el brazo. Al fin y al cabo era el juez. Pero no pudo sustraerse a la tentación. Abrió la puertecita de su máquina y con una sonrisa satisfecha dejó que el libro tomara su justo curso. Con espanto pudo comprobar que el artefacto de su inventiva, con expeditivo desdén, escupía el manuscrito hacia los infiernos de la librería.
El fogonero no tuvo tiempo de hacer nada para impedir que el juez ingresara, con paso decidido, al interior de su máquina.
He podido ver, llena de horror, el cadáver que yacía sobre su propio manuscrito en los profundos subsuelos de la librería. Al igual que en la portada del original, sobre la frente del juez podía leerse en letras rojas y lapidarias:
"IMPUBLICABLE".
4
Durante los primeros años de mi existencia llevé una vida de sosegada clausura. Y era completamente feliz. Tenía mi propio paraíso. Todo estaba al alcance de la mano. Mis nocturnas excursiones subterráneas me permitían desplazarme a todas las bibliotecas de París y devorar los más exóticos libros escritos en lenguas lejanas que aprendía descifrar. No necesitaba de la presencia de nadie. Sin embargo, al llegar a la edad de ser mujer, una cosa espantosa iba a suceder en mi vida.
De la noche a la mañana, con la misma súbita premura con que el gusano se convierte en mariposa, algo terrible iba a cambiar en mí. Inesperadamente me vería obligada a abandonar la feliz y completa soledad en la que tan a gusto me sentía para tener que depender de la ingrata existencia de mis "semejantes". El mismo día en que me convertí en mujer, me invadió una perentoria, urgente e impostergable necesidad de conocer -en el más puro sentido bíblico- a un hombre. No eran aquellos arrebatos de excitación que tan a menudo me sobrecogían; no se trataba de las frecuentes humedades bajas que ciertas lecturas solían provocarme. En última instancia, sabía perfectamente bien cómo prodigarme íntimo consuelo. Podía arreglármelas sola y, realmente, prefería mis propias y puntuales caricias -nadie podía conocer mi anatomía mejor que yo- a la idea de que un hombre pudiera tocarme. Pero esto era completamente nuevo y de una naturaleza puramente fisiológica: si tuviese que comparar mi estado de necesidad con algún requerimiento físico, me vería tentada a hacerlo con el hambre y la sed. Sentía que, de no mediarla presencia de un hombre, moriría igual que si dejase de comer o de beber agua. Yen efecto, el curso de los días me iba a demostrar que esta última no era una metáfora. Mi salud se deterioró hasta tal punto que me vi sumida en un estado de postración queme impedía, casi, moverme. Como ya lo habréis de suponer, el estado de salud de mis hermanas corría la misma suerte que el mío y, conforme mi agonía avanzaba, la vida en ellas se iba apagando en la misma proporción.
Mis hermanas eran dos bellísimas mujercitas. Y su hermosura no iba a la zaga de su precoz y ávida lujuria. Yo misma había observado, desde el respiradero, cómo se entregaban a los juegos lascivos de monsieur Pelián, el por entonces socio de mi padre, a quien se le había confiado la educación musical de las mellizas. Monsieur Pelíán solía aprovechar las ausencias de nuestro padre para visitar a mis hermanas. Como os digo, eran juegos, lúbricos y obscenos, sí, pero no más que juegos. Monsieur Pelián solía sentar a las niñas sobre su regazo -una sobre cada pierna-; primero les contaba alguna historieta, por cierto bastante vulgar pero lo suficientemente eficaz para que se pusieran rojas de una presunta vergüenza que, en rigor, era pura excitación. A monsieur Pelián le provocaba un infinito arrobamiento tener frente a sí a dos idénticas y bellas muñequillas, como si el paroxismo fuera provocado, no ya por la belleza de mis hermanas, sino por la condición misma de la perfecta identidad entre ambas. El juego predilecto de Pelián era aquel que había dado en llamar el "Juego de las diferencias". Según le habían confesado las mellizas, sus respectivas anatomías presentaban apenas cuatro ligeras diferencias. Como el socio de mi padre nunca había sabido a ciencia cierta cuál era Babette y cuál Colette, debía descubrir las diferencias apelando a su pericia táctil. Comenzaba, entonces, por acariciar los rubios bucles de mis hermanas. Con sus finos dedos de pianista, tocaba escrupulosamente, primero, la nuca de una; luego, bajaba suavemente hasta el cuello y, como un avezado catador, rozaba apenas con sus labios el extremo de la oreja -lo cual inmediatamente obligaba a mi hermana a cerrarlos ojos, azules y transparentes, ya exhalar un imperceptible suspiro-; recorría con la lengua la egipcia longitud del cuello hasta el borde de la espalda. Luego se alejaba y dejaba a mi hermana, de pie, temblando como una hoja y deseosa de más caricias. Se acercaba a la otra y repetía la operación con idénticos resultados.
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