Caía una lluvia furiosa. Fui hasta la ventana, desempañé el vidrio con la palma de la mano y pude comprobar que la cortina de agua y piedras de hielo hacía imposible ver más allá del alféizar, sobre cuya superficie unas macetas con malvones se deshacían como si fueran atacadas a golpe de hacha. Enfrente, la catedral parecía ser el epicentro del diluvio, como si la furia de Dios se manifestara a través de las tenebrosas bocas de las gárgolas que vomitaban unas pesadas columnas de agua.
Con los ojos llenos de asombro, miraba a mi mujer, cuyo rostro, desde mi perspectiva junto a la ventana, quedaba oculto detrás del gigantesco promontorio del vientre.
Los primeros cinco minutos de la tormenta ya habían hecho estragos. Mi mujer gritaba de dolor. Desesperado envolvía Marguerite en las cobijas y no sin dificultades la alcé en mis brazos.
Pude darme cuenta de que el cobertizo estaba inundado recién cuando sentí el agua que trepaba hasta mis rodillas. Recostada sobre una vieja mesa en desuso, mi esposa parecía morir.
Los caballos relinchaban y corcoveaban echando un vapor blanco y espeso por la boca. No había forma de sujetarlos al coche. Marguerite se retorcía de dolor y ya no quedaba demasiado tiempo. Corrí hasta la puerta y grité suplicando auxilio. Sin embargo nadie, absolutamente nadie, acudió en mi ayuda. Era como si todos los habitantes de París acabaran de ser exterminados por imperio de una súbita peste. El alarido de mi mujer me devolvió de inmediato al cobertizo. Cuando entré, la vi recostada contra la pared, jadeante y envuelta en un tul de sudor helado, intentando detener con sus manos una cascada de sangre que brotaba desde el centro de sus piernas. En otras circunstancias, y si no se hubiera tratado de la mujer que amaba, habría sucumbido al pasmo que me produjo el cuadro. Sin embargo, dueño de una súbita valentía, me arremangué dispuesto a traer a este mundo el fruto que albergaba el vientre de mi esposa.
Con su último aliento, mi mujer, exhausta y pálida a causa de la imparable pérdida de sangre, se esforzaba todo cuanto se lo permitía el exánime vigor de su cuerpo. Impulsado por el más elemental instinto, introduje mi mano y, de inmediato, pude palpar la forma inconfundible de una diminuta cabeza. Me encomendé al Todopoderoso y tiré de ella con delicada firmeza hasta verla asomar entre aquella vertiente de sangre. Cuando todo hacía suponer que con un poco más de fuerza tendría aquel cuerpecito entre mis manos, noté que algo estaba obturando la salida. Giré mi mano con suavidad y entonces pude sentir con absoluta nitidez que, junto a la pequeña cabecita que sujetaba, había otra de idénticas dimensiones. Marguerite exhaló un prolongado suspiro y, para mi completa desesperación, vi que no volvía a respirar. Presa del más amargo desconsuelo, grité con todas las fuerzas de mis pulmones esperando que alguien viniera en nuestro auxilio. Dios sabe cómo, con mis propias manos, traje al mundo a las dos pequeñas.
Las niñas tenían unidas las espaldas por una horrorosa pústula, una suerte de eslabón de carne inciertamente antropomorfo. Para mi completo terror, vi que aquel nexo se agitaba con movimientos propios, se contraía y se dilataba como si estuviese respirando. Cuando levan té a las niñas en mis brazos, se separaron como por accidente, sin que tuviera yo que hacer el menor esfuerzo. Aquella cosa cayó al piso -que estaba cubierto de agua- y se deslizó, flotando, hasta un rincón del cuarto. No pude evitarla viva impresión de que esa entidad estaba animada. Intenté disuadirme con la idea de que su aparente movimiento no respondía a otra cosa que al leve vaivén del agua sobre la cual flotaba. Sin embargo, cuando me detuve a observarlo más de cerca, no tuve dudas de que aquel extraño ser estaba haciendo esfuerzos por mantenerse a flote. Era, entonces pude percibirlo, una suerte de pequeño animal, como un renacuajo, cubierto por una piel grisácea semejante a la de los murciélagos. Hubiera jurado además que esa cosa horrorosa me estaba mirando. Dr. Frankenstein, imaginad el cuadro: mi esposa muerta sobre la mesa, mis hijas en mis brazos, ese fenómeno mirándome con unos ojos llenos de hostilidad y yo solo, completamente solo y sin saber qué hacer. De pronto tuve la inmediata certeza de que la causa de toda mi súbita desgracia no podía ser sino ese ente siniestro que se debatía en el agua. Entonces -aferrando a mis hijas entre los brazos- caminé hasta donde estaba aquel engendro y, aprisionándolo entre la planta de mi pie y el piso, me aseguré de que se ahogara bajo el agua. En ese preciso instante noté que mis hijas empezaban a ponerse moradas y que no respiraban. No tardé en comprender que una cosa era causa de la otra pues, no bien hube levantado el píe liberando del ahogo a esa cosa, mis hijas volvieron a respirar. Aquel pequeño monstruo me miraba ahora con unos ojos llenos de odio. Para mi completo espanto, vi cómo giraba sobre su diminuto eje y, con la velocidad de una rata, se perdía tras las maderas del zócalo.
Mi esposa murió. Mis hijas, a las que bauticé como Babette y Colette, han crecido saludables y hermosas. Aquella pequeña monstruosidad deambula por los sótanos de la casa y rara vez se deja ver. Suelo oírla andar por los subsuelos -la biblioteca y la bodega- y solamente sé de su existencia por sus asquerosos rastros. La he visto disputarse su comida con las ratas. Aunque nunca más he vuelto a verla, sé que permanece viva porque mis hijas aún respiran. Muchas veces, mientras intentaba dormir, he sospechado su ominosa presencia acechándome desde la oscuridad y aún temo una despiadada venganza. Sé que me odia.
Una nodriza se hizo cargo de alimentara las niñas y, desde hace un año, un aya se ocupa de educarlas. Las mellizas han crecido llenas de salud y son de una belleza tan idéntica que aún hoy me cuesta distinguir a una de la otra.
La carta se interrumpió abruptamente en la mitad del papel. Polidori miró el reverso de la hoja comprobando que ya lo había leído. En la siguiente página Annette Legrand retomaba la palabra.
Como la sola idea de la confesión lo llenó de pudor, mi padre decidió compartir el peso del secreto sólo con mis hermanas y la carta que comenzara a escribir a su amigo quedó inconclusa. La tomé del cesto de papeles. Ahora habréis de comprender por qué razón mis hermanas se han preocupado en mantenerme con vida.
Dr. Polidori, como podréis imaginar, los hechos que confiesa mi padre están cautamente tamizados por la vergüenza y, pese al tono de dramático mea culpa, apenas revelan una parcialidad de la historia. Y no lo condeno. Pero, desde luego, pese a su lastimero alegato cargado de martirio, jamás habré de perdonarle el confesado hecho de que haya querido asesinarme. En verdad os digo que no guardo un profundo aprecio por la vida. Si aún no he muerto, desde luego que no lo debo al amor de mi padre ni al fraternal cariño de mis hermanas. Conservo una férrea memoria de mis días de infancia. A nadie acuso de haberme condenado a una inexistencia civil de hecho. A ninguna otra cosa que a mi propia voluntad de retiro atribuyo mi absoluto anonimato. Desde muy pequeña sentí un irrevocable afán de soledad y siempre tuve una necesidad -casi fisiológica- de permanecer en sitios oscuros y silenciosos. De mis rivales, las criaturas de las profundidades, he aprendido casi todo. De las ratas, la voraz apetencia por los libros; de las cucarachas, el penetrante poder de observación; de las arañas, la paciencia; de los murciélagos, el sentido de la oportunidad; de las lauchas, a recorrer distancias inconmensurables por las entrañas de las tinieblas. Conozco París mejor que el más orgulloso de los parisinos. Sé de los pasadizos y corredores que atraviesan la ciudad de extremo a extremo, a uno y otro lado del Sena y, si mi interés hubiera sido el dinero, podría haber robado cien y mil veces los tesoros napoleónicos.
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