Federico Andahazi - Las Piadosas

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El verano de 1816 en Villa Diodati parece promisorio. Los personajes no pueden ser más ilustres: Lord Byron, Percy y Mary Shelley, Claire Clairmont y el Dr. Polidori, secretario privado de Byron. Polidori es quien resulta clave para Las Piadosas. ¿Por qué? Alguien se ha fijado en él para confiarle un terrible secreto. El enigma quedará revelado por la prosa envolvente y seductora de Federico Andahazi, el autor de El Anatomista. Andahazi descubre regiones insospechadas, turbadoras de la sexualidad y construye la intriga de una verdadera novela gótica moderna en torno a personajes y situaciones que difícilmente se olvidarán

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Desde muy pequeña sentí la viva necesidad de permanecer cerca de mis hermanas. Quizás, a causa de nuestra condición de siamesas, de nuestra germinal e íntima comunión carnal y, tal vez, con el afán de velar por su salud -después de todo, también mi vida dependía de la de ellas- jamás pude llevar una existencia completamente independiente, como si, efectivamente, continuáramos siendo un mismo ser dividido en tres partes. De modo que, cuando éramos todavía muy pequeñas, mientras la institutriz, con infinita paciencia, se desgañitaba enseñándoles el alfabeto a mis hermanas -que por cierto nunca tuvieron demasiadas luces, porro decir que eran lisa y llanamente dos idiotas-, yo permanecía del otro lado de la reja de la ventilación, escudriñando desde la penumbra. Así aprendí a leer y a escribir. También, desde muy pequeña, decidí que mí lugar en la casa eran los subsuelos: la biblioteca y, más abajo todavía, la bodega. Mi padre había heredado la fabulosa biblioteca de mi tío, André Paul Legran d, cuya pasión por los libros superaba holgadamente el espacio destinado a la biblioteca: la segunda planta de la casa. Sin embargo mi padre decidió que aquellos innumerables ejemplares eran un verdadero estorbo que no hacían más que quitar espacio e hizo trasladar todos los volúmenes, sin orden ni criterio, a los sótanos de la casa.

Era una biblioteca verdaderamente bella. Una luz mortecina que bajaba desde las claraboyas en tenues y solemnes conos le confería un aspecto que se diría extrañamente sagrado, una suerte de basílica pagana, una lujuriosa y dionisíaca catedral que, ruinosa y abandonada, se me ofrecía -sólo para mí- como el más tentador de los pecados. El dulce perfume del papel humedecido, el cuero de los lomos, las hojas arrancadas a dentelladas por las ratas, los gusanillos y la invasión del hongo sobre la letra otorgaban a los libros una apariencia de animal muerto, del cual se nutrían innumerables y antagónicas bestezuelas (Dr. Polidori, quien escriba con ánimo de trascender se interna por mal camino). Y en medio de ese sordo combate, también yo, animal carroñero, quería mi parte. Fue una larga y denodada lucha contra las ratas, que parecían obstinadas en devorarse exactamente aquella lectura que yo me reservaba con más fruición. Tenía que ser veloz, leer tan rápido como me fuera posible, antes de que mis rivales acabaran con mi lectura. Era una lucha desigual, pues tenía que batirme sola contra no menos de cien roedores. Bastaba con que un libro despertara mi interés, para que ése y no otro fuera inmediatamente atacado. Y precisamente los libros que más placer le habían dado a mi espíritu, esos que quería conservar con más ansias, eran las presas predilectas de mis voraces enemigas. No había escondite que no encontraran, ni barrera que no pudieran superar. Fue entonces cuando descubrí que si las ratas eran más sabias que yo, no tenía otro camino que aprender de su ancestral sabiduría. Si los libros estaban condenados a ser pábulo de las bestias, yo iba a ser la más predadora de las fieras. Leía durante días enteros. Cada página que concluía la arrancaba de inmediato y me la engullía de un bocado. Pronto aprendía distinguir el sabor y las diferencias nutritivas de cada autor, de cada texto, de cada una de las escuelas y corrientes. Y en mi infatigable lucha contra las ratas, cuanto más me parecía a ellas, tanto más, por primera vez, me sentía infinitamente humana. Así como el hombre, en su evolución, pasó de la comida cruda a la cocida, de igual manera hice mi propio progreso: de devorar, pasé a comer. Y, habida cuenta de la vecindad con la bodega, que además estaba tan bien nutrida como la biblioteca, descubrí que para cada autor había un vino y no otro.

En el curso de mis primeras comidas, he almorzado una antigua edición del Quijote en español; aquella misma noche, entusiasmada con el Manco de Lepanto, cené las Novelas ejemplares y, al día siguiente -tal fue mi fascinación por el hallazgo- me devoré, a guisa de desayuno, una bonita edición del Hidalgo Caballero en francés que, por cierto, tuve que disputarme con las ratas en una pelea cuerpo a cuerpo. Proseguí con un delicioso ejemplar de la primera edición de los Padecimientos del joven Werther y una orgiástica cena de Las mil y una noches . Habiendo ya devorado los Ensayos de Montaigne, buen provecho me hicieron Phillipe de Commines, la marquesa de Sévigné y el duque de Saint Simon. Conservo aún las tres últimas páginas del Decamerón y las últimas de Gargantúa y Pantagruel: tanto gusto me dan queme resisto a terminarlas. Engullí Los besos de Juan Segundo Everardi junto con Ariosto, Ovidio, Virgilio, Catulo, Lucrecio y Horacio. Llegué, incluso, a degustar el indigesto aunque no menos delicioso Discurso del método seguido del Tratado de las pasiones del alma. Como habéis de inferir no tengo la virtud de la relectura. Sin embargo, soy dueña de lo que me atrevo a definir como memoria del organismo: además del ingrato don de recordarlo todo -podría recitaros La odisea de principio a fin-, lo que no sin cierta vulgaridad suele llamarse el saber se ha instalado, no en mi espíritu como una suma de conocimientos sino en mi cuerpo como un cúmulo de instintos en el sentido más animal del término. La literatura es mi modo natural de supervivencia. Dr. Polidori, os recomiendo seriamente que hagáis la prueba: comed lo que leáis.

John Polidori estaba maravillado. Muchas veces se había reprochado su cortedad de memoria. Cuántas hubiese querido recitar tal o cual verso en aquellas circunstancias que se presentaban como las propicias. Pero era la suya una memoria conceptual y no literal; podía recordar la idea precisa pero le era imposible adecuarla a la métrica y a la rima con que tal poema había sido concebido. Las veces que había intentado cautivar a un eventual auditorio se había extraviado, con ridícula actitud declamatoria, en presuntos versos que jamás terminaban de rimar y cuya métrica convertía los endecasílabos en larguísimas construcciones de hasta veinticuatro sílabas. Como había traído consigo La excursión, de William Wordsworth, la consideró una buena oportunidad para iniciarse. Leyó ávidamente la primera página, la arrancó de cuajo, la estrujó entre los dedos y se la llevó a la boca. No resultaba fácil masticar la reseca factura del papel: era duro y las aristas le lastimaban la boca. En un primer intento, no pudo siquiera pasarlo por la garganta. Se consideraba a sí mismo como una suerte de rumiante; aquel miserable papel jamás acababa de ablandarse. Finalmente, después de varios intentos abortados por las náuseas, consiguió tragarlo. Ahora, mientras la hoja bajaba por el esófago, se sentía como una boa luego de devorarse un cordero íntegro. Insistió con la segunda página. A partir de la quinta, aquello le resultaba tan fácil como beber caldo. Ya en plena gula, allá por la página noventa y tres, Byron abrió la puerta del cuarto de su secretario inesperadamente y sin anunciarse. Ambos se quedaron petrifica dos mirándose el uno al otro. Polidori tenía la boca repleta de papeles que aún asomaban desde los labios anegados en una saliva negra de tinta y sostenía sobre su falda lo que quedaba del libro: las portadas y unas raquíticas hojas. Terminó de masticar y tragó ruidosamente intentando disimular lo indisimulable. Antes de girar sobre sus talones y salir por donde había entrado, Byron susurró:

– Bon appétit.

Por toda respuesta Polidori soltó un eructo involuntario, seco, áspero y demasiado escueto para constituir una opinión literaria.

3

Durante el curso de mis subterráneas excursiones he dado por azar con uno de los más increíbles hallazgos que, no lo dudo, ha tenido para mí el valor de una verdadera revelación. En los pasadizos adyacentes al estrecho túnel que, por debajo del Sena, une Notre Dame con Saint-Germain-des-Prés, con frecuencia creía percibir el cercano -y para mí irresistible- perfume del papel y la tinta que, a juzgar por su intensidad, se adivinaba en cantidades orgiásticas. No era, sin embargo, el olor de la tinta de imprenta sino el inquietante y para mí inconfundible aroma que tienen los manuscritos. No me fue difícil hallar el pasaje que, finalmente, me condujo a la fuente de tan tentador perfume. Se trataba, según pude inteligir, de los sótanos pertenecientes a la Librería Editorial Galland.

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