– A veces puedes ser muy cruel.
La sala se llenó de un silencio inquietante, amortiguado por los gritos de los niños que jugaban al fútbol en la calle. A juzgar por el tono de los chillidos, a uno de los chavales acababan de sacarle una tarjeta roja y todos los jugadores de su equipo discutían con el árbitro, fuera quien fuera.
– Tienes un lado muy oscuro, Asya. -La voz del Dibujante Dipsómano venía de lejos-. Como no se te ve en esa cara tan dulce, es difícil notarlo a primera vista. Pero lo tienes. Tienes un potencial sin fondo para la destrucción.
– Bueno, yo no me dedico a destruir a nadie, ¿verdad? -Asya sintió la necesidad de defenderse-. Lo único que quiero es ser libre y ser yo misma y todas esas chorradas… Ojalá me dejaran en paz…
– Ojalá te dejaran en paz para poder destruirte mejor y más deprisa, ¿no? ¿Es eso lo que quieres? Vas hacia la autodestrucción como las polillas a la luz.
Asya lanzó una risa tensa.
– Cuando bebes, bebes hasta el extremo, cuando criticas, derribas, cuando te hundes, caes hasta el fondo. La verdad es que no sé cómo acercarme a ti. Estás tan llena de ira, cariño…
– A lo mejor es porque nací bastarda -comentó Asya, dando otra calada-. Ni siquiera sé quién es mi padre. Yo no pregunto nunca, y mi familia no me dice nada. A veces, cuando mi madre me mira, creo que ve a mi padre en mi cara, pero jamás dice ni una palabra. Todas fingimos que no hay ningún padre. Más bien que solo hay el Padre, con mayúsculas. Con Alá ahí en el cielo dispuesto a cuidarnos, ¿quién necesita otro padre? ¿Acaso no somos todos Sus hijos? No es que mi madre se crea esas idioteces, te aseguro que es la mujer más escéptica que he conocido jamás. Precisamente ese es el problema, que mi madre y yo nos parecemos muchísimo y aun así estamos muy lejos.
Exhaló una nube de humo en dirección a la mesa de caoba donde el Dibujante Dipsómano guardaba algunas de sus mejores obras, aquellas que temía que su mujer pudiera destrozar en una de sus frecuentes peleas. También estaban allí los primeros bocetos del «Político Anfibio» y el «Rhinoceros Politicus», dos nuevas series en las que identificaba a los miembros del Parlamento turco con distintos animales. Pensaba publicarlas pronto, sobre todo ahora que el tribunal había accedido a posponer indefinidamente su sentencia de tres años de cárcel por dibujar al primer ministro como un lobo con piel de cordero. El principal requisito para el aplazamiento era que no volviera a cometer la ofensa, cosa que él estaba decidido a hacer. ¿Qué sentido tenía luchar por la libertad de expresión, pensaba, si no se luchaba primero por la libertad del humor?
En una esquina de la mesa, bajo la luz ocre de una lámpara de cuello de ganso art déco , había una enorme escultura de madera tallada a mano: Don Quijote inclinado sobre un libro, perdido en sus cavilaciones. A Asya le gustaba mucho.
– En mi familia son una panda de fanáticas de la limpieza, empeñadas en limpiar la mugre y el polvo de los recuerdos. Siempre hablan del pasado, pero de una versión corregida. Esa es la técnica de los Kazancı para enfrentarse a los problemas: si algo te molesta, cierra los ojos, cuenta hasta diez, desea que no hubiera pasado nunca y de pronto, ¡puf!, nunca ha pasado. ¡Hurra! Todos los días nos tenemos que tragar una nueva píldora de falsedad…
¿Qué estaría leyendo Don Quijote?, se preguntó Asya en su enajenada mente. ¿Qué ponía en aquella página? ¿Se habría molestado el escultor en escribir unas cuantas palabras? Se levantó de un brinco y se acercó con curiosidad a la escultura. Vaya, no había palabras en la página de madera. Dio una larga calada antes de volver a su asiento para seguir quejándose.
– Me pone negra ver tanto hogar, dulce, hogar, una patética copia de la familia feliz. ¿Sabes? A veces envidio a mi Petite-Ma, que tiene ya casi cien años. ¡Ojalá tuviera yo su enfermedad! Bondadoso alzhéimer que marchita la memoria.
– Eso no es bueno, cariño.
– Puede que no sea bueno para la gente que te rodea, pero para uno mismo sí es bueno -insistió Asya.
– Bueno, por lo general las dos cosas van relacionadas.
Asya no le hizo caso.
– ¿Sabes? Hoy Petite-Ma abrió el piano después de un montón de años y se puso a tocar unas notas disonantes. Es deprimente. Una mujer que antes interpretaba a Rachmaninoff y ahora no puede tocar ni una cancioncilla infantil.
Se interrumpió un momento, pensando en lo que acababa de decir. A veces hablaba antes de pensar.
– Pero lo que quiero decir es que ella eso no lo sabe, ¡nosotros, sí! -exclamó con fingido entusiasmo-. El alzhéimer no es tan terrible como parece. El pasado solo es una cadena de la que debemos liberarnos, una carga insoportable. Ojalá pudiera no tener pasado. Ojalá pudiera ser una persona anónima, empezar de cero y quedarme allí siempre. Ligera como una pluma. Sin familia, recuerdos ni mierdas de esas.
– Todo el mundo necesita un pasado. -El Dibujante Dipsómano bebió un sorbo con una expresión que oscilaba entre el lamento y la ira.
– ¡A mí no me incluyas porque yo desde luego no lo necesito!
Asya cogió el Zippo de la mesa y lo abrió con el pulgar para cerrarlo de inmediato con un agudo chasquido. Le gustaba el sonido, así que repitió la acción varias veces, sin saber que estaba sacando de quicio al Dibujante Dipsómano. ¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
– Tengo que irme. -Le tendió el mechero y se puso a buscar la ropa-. Mi querida familia me ha asignado una importante misión. Tengo que ir al aeropuerto con mi madre para recibir a mi amiga americana por correspondencia.
– ¿Te carteas con una americana?
– Algo así. Es una chica que ha aparecido de pronto. Un día me levanto y me encuentro una carta en el buzón, adivina de dónde. ¡De San Francisco! Es de una tal Amy. Dice que es la hijastra de mi tío Mustafa. ¡Si ni siquiera sabíamos que el menda tuviera una hijastra! Así que ahora de pronto nos damos cuenta de que su mujer había estado casada antes. ¡Y no nos lo había dicho! A mi abuela casi le da un ataque al saber que la esposa de su hijito del alma no era virgen cuando se casó a los veinte años. No, no, nada de virgen: ¡una divorciada!
Asya se interrumpió para presentar sus respetos a la canción que empezaba a sonar: «It Ain't Me, Babe». Silbó la melodía y esbozó con la boca las palabras antes de retomar su discurso.
– En fin, el caso es que de pronto esta tal Amy nos manda una carta diciendo que estudia en la Universidad de Arizona y que está muy interesada en conocer otras culturas y está deseando conocernos algún día, bla, bla, bla. Y a continuación suelta la bomba: «A propósito, voy a Estambul dentro de una semana. ¿Me puedo quedar en vuestra casa?».
– ¡Vaya! -exclamó el Dibujante Dipsómano mientras echaba tres cubitos de hielo en el rakı que acababa de servirse-. Pero ¿no dice por qué viene a Estambul precisamente? ¿Viene solo de turista?
– No lo sé -masculló Asya, de rodillas en el suelo buscando un calcetín debajo del sofá-. Pero si está en la universidad, seguro que está haciendo algún trabajo sobre «el islam y la opresión de la mujer» o «precedentes patriarcales en Oriente Próximo». Si no, por qué coño querría quedarse en nuestra casa de locos, o más bien de locas, cuando hay tantísimos hoteles en la ciudad, baratos y enrollados. Estoy convencida de que querrá interrogarnos a todas sobre la situación de la mujer en los países musulmanes y toda esa…
– ¡Mierda! -concluyó la frase el Dibujante Dipsómano.
– ¡Justo! -exclamó Asya triunfal al encontrar el calcetín perdido. Se puso la falda y la camisa en un instante y se pasó un cepillo por el pelo.
– Bueno, pues llévala algún día al Café Kundera.
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