Mientras la observaban acercarse, las cuatro tías juguetearon nerviosas en la mesa, incómodas por la falta de confianza, sin que se desdibujaran sus sonrisas de oreja a oreja. Curioso por el olor de la desconocida, Sultán Quinto dio un brinco para trazar un círculo alrededor de Armanoush olisqueando sus zapatillas, hasta que decidió que allí no había nada interesante.
– Lo siento mucho, no sé cómo he podido dormir tanto -balbuceó Armanoush muy despacio en inglés.
– Pues claro, tu cuerpo necesitaba las horas de sueño. Es un vuelo muy largo -contestó la tía Zeliha. Aunque tenía un marcado pero melodioso deje y tendía a acentuar mal las sílabas, parecía bastante cómoda expresándose en inglés-. ¿No tienes hambre? Espero que te guste la comida turca.
La tía Banu, capaz de reconocer la palabra «comida» en cualquier idioma, salió disparada hacia la cocina a por las lentejas. Sultán Quinto, casi como un robot, saltó por encima de su cojín para seguirla, maullando y suplicando sin cesar.
Una vez sentada en la silla que le habían reservado, Armanoush contempló por primera vez el salón. Miró alrededor deprisa, cautelosa, deteniéndose en ciertos puntos: el aparador de palisandro tallado con puertas de cristal, donde estaban las tazas de café doradas, los juegos de té y varias antigüedades; el viejo piano contra la pared; la exquisita alfombra; los múltiples tapetes de encaje en las mesas, en las butacas de terciopelo e incluso sobre el televisor; el canario en una ornamentada jaula colgada en la puerta del balcón; los cuadros en las paredes (un bucólico paisaje al óleo demasiado pintoresco para ser real, un calendario con una foto distinta para cada mes, todas de algún monumento cultural o natural de Turquía, un amuleto contra el mal de ojo, un retrato de Atatürk con esmoquin ondeando el sombrero hacia una multitud que no aparecía en el cuadro). Toda la habitación palpitaba de recuerdos y vívidos tonos (azul, granate, verde mar, turquesa), y brillaba con tal luminosidad que parecía que hubiera muchas más lámparas de las que en realidad había.
A continuación Armanoush miró los platos dispuestos en la mesa con creciente interés.
– ¡La mesa está preciosa! -se admiró-. Son mis platos favoritos. Veo que habéis hecho hummus, baba gonoush, yalancı sarma. … ¡Anda, si habéis hecho hasta churek !
– ¡Aaaah! ¿Hablas turco? -preguntó la tía Banu, perpleja. Volvía de la cocina con una cazuela humeante en las manos, seguida de Sultán Quinto.
Armanoush negó con la cabeza, entre divertida y solemne, como lamentando decepcionar tantas expectativas.
– No, no, no hablo el idioma turco, por desgracia, pero supongo que sí hablo la cocina turca.
La tía Banu, que no había entendido estas últimas palabras, se volvió hacia Asya desesperada, pero la chica no parecía tener el más mínimo interés en cumplir con su papel de traductora, absorta como estaba en el reto planteado por el Donald Trump turco. Los concursantes tenían ahora que sumergirse en la industria textil para rediseñar los uniformes amarillos y celestes de uno de los mayores equipos de fútbol de la liga nacional. El diseño que los mismos jugadores consideraran el mejor ganaría el concurso. También en este caso, Asya tenía en mente una prueba alternativa, pero decidió callársela. A decir verdad la americana había resultado ser mucho más guapa de lo que imaginaba. Bueno, no es que imaginara nada, pero en el fondo Asya creía, o tal vez esperaba, que sería una rubia estúpida la que apareciera en el aeropuerto.
Por alguna razón incomprensible, Asya quería enfrentarse a la invitada, sin embargo, le faltaba no tanto el motivo como la energía. Por esa razón prefería mantenerse distante y reservada para dejar claro que rechazaba de plano aquella ostentación de hospitalidad turca de sus tías.
– Bueno, cuéntanos -dijo la tía Feride tras inspeccionar el pelo de la americana y decidir que era demasiado anodino-. ¿Cómo es América?
Lo absurdo de la pregunta fue suficiente para que Asya perdiera la compostura, por muy decidida que estuviera a guardar distancias. Clavó una mirada afligida en su tía. Pero si Armanoush también había encontrado la pregunta ridícula, no se le notó. Se le daban bien las tías. Eran su especialidad. Con la mejilla izquierda algo abultada por un bocado de hummus , contestó:
– Está bien, bien. Es un país muy grande, ¿sabéis? Según donde vivas, hay muchas Américas.
– Preguntadle cómo está Mustafa -pidió la abuela Gülsüm, ignorando este último dato, que no había entendido.
– Está bien, trabaja mucho -replicó Armanoush, escuchando a la vez la melodiosa voz de la tía Zeliha, que traducía sus palabras-. Tienen una casa estupenda y dos perros. El desierto es precioso. Y siempre hace buen tiempo en Arizona, muy agradable, mucho sol…
Cuando terminaron las lentejas y los entrantes, la abuela Gülsüm y la tía Feride fueron a la cocina para volver cada una con una bandeja enorme, caminando perfectamente sincronizadas con pasos bien marcados.
– Tenéis pilaf . -Armanoush se inclinó sonriendo para ver los platos-. Hay turşu y…
– ¡Vaya! -exclamaron las tías al unísono, impresionadas por aquel dominio de la cocina turca.
Armanoush advirtió de pronto el último plato que habían puesto en la mesa.
– ¡Ay, ojalá pudiera ver esto mi abuela! Esto sí que es un lujo, kaburga… .
– ¡Vaya! -repitió el coro. Hasta Asya se animó con súbito interés. -¿En América hay muchos restaurantes turcos? -preguntó la tía Cevriye.
– En realidad, conozco estos platos porque también pertenecen a la cocina armenia -contestó Armanoush despacio. Se había presentado como Amy, la hijastra de Mustafa, una chica estadounidense de San Francisco, y tenía pensado ir revelando poco a poco el secreto sobre la otra parte de su identidad cuando hubiera logrado cierto grado de confianza mutua. Pero mira por dónde al final se había lanzado de cabeza como una loca al meollo del asunto.
Tensa pero sin perder la seguridad en sí misma, Armanoush enderezó la espalda y recorrió la mesa con la mirada para ver la reacción de todos. Las caras inexpresivas que encontró la impulsaron a explicarse mejor.
– Soy armenia… bueno, armenia americana.
Esta vez nadie tradujo sus palabras. No hizo falta. Las cuatro tías sonrieron a la vez, cada una a su manera: una con cortesía, la segunda preocupada, la tercera con curiosidad y la última afable. Pero la reacción más visible fue la de Asya. Olvidándose del programa de televisión, miró a la invitada con auténtico interés por primera vez, dándose cuenta de que después de todo tal vez el objeto de su visita no era hacer un trabajo sobre «el islam y la mujer».
– ¿Ah, sí? -Había abierto la boca por fin, y se inclinó apoyando los codos sobre la mesa-. Dime, ¿es verdad que System of a Down nos odia?
Armanoush no tenía ni idea de qué le hablaba. Un rápido vistazo a su alrededor le indicó que no era la única sorprendida. Las tías también parecían perplejas.
– Es un grupo de rock que me gusta mucho. Son armenios y hay muchas leyendas urbanas que cuentan que odian a los turcos y no quieren que ningún turco disfrute de su música. Lo preguntaba solo por curiosidad. -Asya se encogió de hombros, visiblemente molesta por haber dado esta explicación a un grupo de personas tan ignorantes.
– No sé nada de ellos. -Armanoush frunció los labios. De pronto se sentía diminuta, débil y vulnerable, una extraña sola en una tierra extraña-. Mi familia era de Estambul. Bueno, mi abuela. -Señaló con el dedo a Petite-Ma, como si necesitara a una anciana para ilustrar mejor la historia.
– Pregúntale cómo se apellida su familia. -La abuela Gülsüm dio un codazo a Asya, como si poseyera la llave de un archivo secreto escondido en el sótano donde se guardaran perfectamente ordenados los expedientes de todas las familias estambulíes, presentes y pasadas.
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