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Este libro está dedicado a todos aquellos que la vida me dio como regalo de sincera amistad, y a quienes así perduran (incluso, a veces, a la distancia) y que nunca dejarán de alimentar el afecto, sean cuales fueren las circunstancias.
… ni quebrarán ninguno de sus huesos.
Números 9, 12
No sacarán nada de la carne fuera de la casa, ni quebrarán ninguno de sus huesos.
Éxodo 12, 46
… le protegerá todos los huesos, y ni uno solo le quebrarán.
Salmos 34, 20
Y derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén, el Espíritu de gracia y de súplica, y me mirarán a Mí, a quien han traspasado. Y se lamentarán por Él, como quien se lamenta por un hijo único, y llorarán por Él, como se llora por un primogénito.
Zacarías 12, 10
El Mediterráneo en el siglo XVI
El enfrentamiento entre el Imperio otomano, en el que se destacaban Trípoli, Túnez, Argel, Tetuán —y luego Salé—, y España (apoyada por la península itálica), originó, en los siglos XVI y XVII , una guerra de corso permanente, reforzada por crueles razias en las ciudades ribereñas y en las costas de los adversarios. El corso y las razias proveían decenas de miles de esclavos que se vendían en los mercados cristianos y musulmanes: por un lado, Mesina, Venecia, Nápoles, Génova, Málaga, Palma de Mallorca, Valencia, Sevilla, Lisboa… Por el otro, Estambul, Salónica, Esmirna, Alejandría y El Cairo, Trípoli, Túnez y Bizerta, Argel, Tetuán, Fez, Marrakech, Salé… Delegaciones musulmanas y cristianas manejaban las negociaciones de intercambio y de rescate de esos esclavos, quienes, luego de algunos años, regresaban a su país de origen. El comercio de seres humanos florecía.
Sin embargo, otros esclavos optaban por convertirse a la religión de sus señores. Estas conversiones eran más numerosas a favor del islam, aunque la convicción religiosa no siempre se hallaba en el origen de esta elección, sino que se basaban más bien en el hecho de que las sociedades musulmanas de esa época, al menos las de la cuenca mediterránea, eran más abiertas que las cristianas. El privilegio de nacimiento casi no importaba, y el mérito, la audacia y el savoir-faire permitían generar riqueza. Estambul, Argel, Túnez y Fez eran ciudades cosmopolitas que prácticamente desconocían los sentimientos xenófobos a partir del momento en que el extranjero se convertía en musulmán. A muchos hombres, condenados a una condición subalterna en la cristiandad por el estatuto social de su nacimiento, se les ofrecían condiciones extraordinarias de promoción social, frecuentemente asociadas a las agradables tentaciones de la carne.
De todos modos, no se puede negar el poder de atracción de una religión que prometía la salvación eterna a todos los creyentes. De esta forma, no eran solo los prisioneros los que abrazaban la religión de Alá, sino también voluntarios de todos los orígenes. Y fueron estos “tránsfugas” a quienes la Europa cristiana calificó como “renegados”, se hubieran convertido al islam por libre voluntad o a la fuerza…
Bartolomé Bennassar y Lucile Bennassar,
Les chrétiens d’Alah. L’histoire extraordinaire des renégats, XVI e XVIII siècles , Colección “Tempus”, Ediciones Perrin, 2006 (traducción del autor).
El banquete de Adrianópolis
Marzo de 1305, Constantinopla y Adrianópolis 1
El cielo rojo y sereno de Constantinopla, manchado por una bandada de nerviosos cuervos negros que graznaba con el vigor de los infiernos, era la bóveda con que el cosmos cubría a Roger de Flor y a María de Bulgaria en su despedida.
—¡Jamás pensé que amaría tanto a un hombre como tú!
Con cariño, María alisaba los largos y negros cabellos de su marido que la brisa primaveral del Bósforo acariciaba.
La joven princesa se había casado con el comandante de la Compañía de Almogávares2 por imposición de su tío, el emperador bizantino Andrónico II Paleólogo. Lo que había comenzado siendo una condición, entre otras acordadas, para que fuese allí a expulsar a los turcos, que entraban a sangre y fuego en las ciudades de frontera, se había transformado en una cómplice y placentera relación.
—¡Mi megas doux ,3 no vayas a Adrianópolis! Escucha lo que te dice Berenguer: él no confía en Miguel, y yo tengo un mal presentimiento…
Roger acarició con ternura su vientre crecido, donde se cobijaba el vástago de más de tres meses de gestación, y besó, dulce y cariñoso, la transpirada frente de su esposa. La tensión y el temor humedecían su blanca piel.
—¡Este niño será muy importante! ¡Muy importante, María…!
—Lo sé, mi amor. ¡Será bautizado según el rito romano!
Detrás de su triste mirada, María recordaba que había nacido ortodoxa, hija de Irene, la hermana del emperador, y del destronado Juan III Asen de Bulgaria. Sin embargo, después del casamiento forzado con el católico Roger de Flor, se había convertido en secreto a la religión de su marido, como prenda por tanto amor.
—Ten cuidado, mucho cuidado, sobre todo con los alanos. Se dice que conjuran contra ti… y, ahora que te conozco, ¡no quiero perderte!
El hombre que había llegado de Sicilia para defender a los bizantinos y aterrorizar a los turcos era hijo de Ricardo de Flor, halconero del emperador romano-germánico Federico II Hohenstaufen y de una joven de Bríndisi, la ciudad de la península italiana donde había nacido y se había criado hasta los ocho años. Muerto el padre, la familia cayó en desgracia. Entonces, Roger, con la bendición de su madre, fue llevado por un barco templario, en ese tiempo fondeado en el puerto de la ciudad.
—Y mi primo Miguel… ¡tiene tanta envidia y tanto miedo de ti, esposo mío! —le advirtió con el rostro recostado en su pecho moreno y envuelta por sus musculosos brazos, acostumbrados a salir invictos de todas las batallas—. Y codicia todo lo tuyo.
—Lo sé, María. Pero ellos saben que sé defenderme.
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