Steve Berry
La profecía Romanov
Traducción del inglés por Ramón Buenaventura
Gracias, otra vez. En primer lugar, a Pam Ahearn, agente y amiga. Me ha enseñado mucho, incluyendo en ello el título exacto de este libro. Luego, a todo el personal de Random House: a Gina Centrello, extraordinaria editora que me dio una oportunidad; a Mark Tavani, cuyos sabios consejos se manifiestan por doquier en este manuscrito; a Kim Hovey, que encabeza un equipo promocional de primera categoría, Cindy Murray incluida; a Beck Stvan, autora de la espléndida ilustración de cubierta; a Laura Jorstad, correctora de pruebas con ojos de águila; a Carole Lowenstein, que hizo resplandecer las páginas y, finalmente, a todos los integrantes del equipo de Marketing, Promoción y Ventas: nada se habría conseguido sin su entregado esfuerzo. Muchas gracias, también, a Dan Brown, que fue todo bondad con un escritor novato como yo, demostrando así que el éxito no quita la generosidad. Lo mismo que en The Amber Room, no puedo olvidarme de Fran Downing, Nancy Pridgen y Daiva Woodworth. Todo escritor debería ser bendecido por un grupo de críticos igual de maravillosos. Y, finalmente, más que a nadie, gracias a mi esposa, Amy, y a mi hija, Elizabeth. Con ellas, la vida se me llena de interés y maravilla.
Rusia: país donde lo que no ocurre sí ocurre.
Pedro el Grande
Años de gran pavor a Rusia llegarán.
La corona caerá de la testa real.
El trono de los Zares se hundirá en el barro.
El alimento de muchos será la muerte y la sangre.
Mijail Lermontov(1830 )
Rusia: misterioso continente oscuro, «acertijo envuelto en un misterio, en el interior de un enigma», en palabras de Winston Churchill, remoto, inaccesible para los extranjeros, inexplicable incluso para los nativos. Tal es el mito, alimentado por los propios rusos; éstos preferirían que nadie descubriese quiénes son y cómo viven en realidad.
Robert Kaiser,
Russia: The People and the Power (1984)
Con todos sus padecimientos, con todos sus errores, la historia de Rusia, a finales del siglo xx, ha de contarse con una especie de resurgimiento, de resurrección.
David Remnick,
Resurrection: The Struggle for a New Russia (1997)
CRONOLOGÍA DE LOS PRINCIPALES ACONTECIMIENTOS HISTÓRICOS RUSOS
1613 21 de febrero
Mijaíl Feodorovich es proclamado Zar.
1894 20 de octubre
Ascensión al trono de Nicolás II.
1898 5 de abril
Nicolás II regala a su madre el huevo Fabergé llamado Lirios del Valle.
1916 16 de diciembre
Félix Yusúpov da muerte a Rasputín.
1917 15 de marzo
Nicolás II abdica y es detenido en unión de toda su familia.
1917 Octubre
Revolución bolchevique. Lenin toma el poder.
1918 Comienzo de la guerra civil rusa, donde los Blancos se enfrentan a los Rojos.
1918 16-17 de julio
Ejecución en Ekaterimburgo de Nicolás II, su mujer Alejandra y sus cinco hijos.
1919 Abril
Félix Yusúpov huye de Rusia.
1921 Fin de la guerra civil rusa con la victoria de los Rojos, liderados por Lenin.
1967 27 de septiembre
Muerte de Félix Yusúpov.
1979 Mayo
Localización del enterramiento de Nicolás II y su familia en las afueras de Ekaterimburgo.
1991 Diciembre
Disolución de la Unión Soviética.
1991 Julio
Exhumación de los restos de Nicolás II y su familia. Dos de los hijos no aparecen en fosa general.
1994 Identificación positiva de los restos. No obstante, no aparecen pruebas relativas a los dos hijos que faltan.
Palacio Alejandro
Tsarskoe Selo, Rusia
28 de octubre de 1916
Alejandra, Emperatriz de Todas las Rusias, salió de su vigilia junto a la cabecera de la cama cuando se abrió una puerta: era la primera vez en muchas horas que algo la hacía apartar los ojos del pobre niño que yacía boca abajo entre las sábanas.
Su Amigo entró presuroso en el dormitorio y ella se echó a llorar.
– Por fin, Padre Gregorii. Doy gracias a Dios bendito. Alexis te necesita terriblemente.
Rasputín se acercó a la cama e hizo la señal de la cruz. Su blusa de seda azul y sus calzones de terciopelo apestaban a alcohol, lo cual atemperaba su fetidez habitual, que a ciertas damas de la corte, según contaban, les hacía pensar en un auténtico macho cabrío. Pero a Alejandra nunca le había importado el olor. No el del Padre Gregorii.
Horas antes, había dado orden a los guardias de que fueran a buscarlo, conociendo, como conocía, lo que se contaba de su amor por los gitanos del extrarradio de la capital. Allí agotaba muchas veces la noche, bebiendo en compañía de prostitutas. Uno de los guardias llegó a decir que el amado Padre había ido pasando de mesa en mesa, con los pantalones en los tobillos, exhibiendo las delicias que su amplio órgano otorgaba a las damas de la Corte Imperial. Alejandra se negó a creer semejante habladuría sobre su Amigo, y no tardó en hacer que el guardia fuera trasladado a un destino muy alejado de la capital.
– Llevo buscándote desde el anochecer -dijo, tratando de atraer su atención.
Pero Rasputín estaba concentrado en el niño. Cayó de rodillas. Alexis estaba inconsciente, y así llevaba casi una hora. A última hora de la tarde, jugando en el jardín, sufrió una caída. Dos horas después se puso en marcha el ciclo del dolor.
Alejandra se quedó mirando mientras Rasputín, tras levantar cuidadosamente la manta, estudiaba la pierna derecha del chico, cárdena e hinchada hasta incidir en lo grotesco. La sangre palpitaba, fuera de todo control, bajo la piel, el hematoma tenía ya el tamaño de un melón pequeño, la pierna se plegaba hacia arriba, hasta tocar el pecho. El demacrado rostro de su hijo había perdido por completo el color, quitadas las dos manchas oscuras de las ojeras. Rasputín acarició suavemente el ligero pelo castaño del muchacho.
Los gritos habían cesado, gracias a Dios. Antes, había padecido espasmos cada cuarto de hora, con patológica regularidad. Una fiebre muy alta lo había hecho delirar, pero no por ello cesó en ese alarido constante que desgarraba el corazón de su madre.
En una ocasión recuperó la lucidez e imploró: «Señor, ten piedad de mí», y rogó: «Mamá, ¿por qué no me ayudas?» Luego quiso saber si el dolor desaparecería cuando muriera. Alejandra no consiguió forzarse a decirle la verdad.
¿Qué había hecho ella? Todo era culpa suya. Todo el mundo sabía que las mujeres transmiten la hemofilia, aunque no la sufran. Su tío, su hermano y sus sobrinos, todos habían muerto de esa enfermedad. Pero ella nunca se consideró portadora. Nada le enseñaron al respecto sus cuatro hijas. Sólo cuando por fin llegó el bendito niño, doce años atrás, conoció Alejandra la dolorosa realidad. Antes, ningún médico la había advertido de tal posibilidad. Pero ¿preguntó ella alguna vez? Nadie parecía dispuesto a hablar. Incluso las preguntas más directas se eludían a veces mediante disparatadas respuestas. Por eso era tan especial el Padre Gregorii. El starets nunca se echaba atrás.
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