Steve Berry
La conexión Alejandría
Traducción del inglés por Diego Friera y M.a José Diez
Título original: The Alexandria Link
Para Katie y Kevin,
Dos estrellas fugaces
que han vuelto a entrar en mi órbita
La historia es el destilado de las pruebas que han sobrevivido al pasado.
Oscar Handlin,
La verdad en la historia, 1979
Desde el primer Adán que vio la noche
y el día y la figura de su mano, fabularon los hombres y fijaron en piedra o en metal o en pergamino cuanto ciñe la tierra o plasma el sueño.
Aquí está su labor: la Biblioteca… Declaran los infieles que si ardiera, ardería la historia. Se equivocan. Las vigilias [1]humanas engendraron los infinitos libros. Si de todos no quedara uno solo, volverían a engendrar cada hoja y cada línea.
Jorge Luis Borges,
acerca de la Biblioteca de Alejandría
Las bibliotecas son la memoria de la Humanidad.
Johann Wolfgang von Goethe
Palestina
abril de 1948
La paciencia de George Haddad se agotó cuando fulminó con la mirada al hombre que estaba atado a la silla. Al igual que él, su prisionero tenía la tez morena, la nariz aquilina y los ojos castaños y hundidos propios de un sirio o un libanés, pero había algo en él que, sencillamente, desagradaba a Haddad.
– Sólo lo preguntaré una vez más. ¿Quién eres?
Los soldados de Haddad habían capturado al extraño hacía tres horas, poco antes del amanecer. Caminaba solo, desarmado, lo cual era una estupidez. Desde que en noviembre del año anterior los británicos habían decidido dividir Palestina en dos Estados, uno árabe y el otro judío, ambos bandos libraban una furiosa guerra. Y sin embargo ese idiota había ido directo a un bastión árabe, sin oponer resistencia, y no había dicho nada desde que lo habían atado a la silla.
– ¿Me has oído, imbécil? Te he preguntado quién eres.
Haddad hablaba en árabe, idioma que a todas luces el otro entendía.
– Soy un Guardián.
La respuesta no le dijo nada.
– ¿Qué es eso?
– Somos custodios del conocimiento.
Haddad no estaba de humor para acertijos. Justo el día anterior la resistencia judía había atacado una aldea cercana. Reunieron en una cantera a cuarenta hombres y mujeres palestinos y les pegaron un tiro. Nada del otro jueves: los árabes estaban siendo asesinados y expulsados sistemáticamente, y la tierra que habían ocupado sus familias durante mil seiscientos años era confiscada. La nakba, la catástrofe, estaba ocurriendo. Haddad tenía que estar fuera combatiendo al enemigo, no escuchando disparates.
– Todos somos custodios del conocimiento -aclaró-. Yo sé que he de borrar de la faz de la tierra a todo sionista que me encuentre.
– Ésa es la razón por la que he venido. La guerra no es necesaria.
El tipo era idiota.
– ¿Estás ciego? Los judíos invaden este sitio, nos aplastan. La guerra es lo único que nos queda.
– Subestimas la determinación judía. Han sobrevivido durante siglos y así seguirá siendo.
– Esta tierra es nuestra. Venceremos.
– Hay cosas más poderosas que las balas que os pueden proporcionar la victoria.
– Cierto: las bombas. Y tenemos un montón. Os aplastaremos, acabaremos con vosotros, panda de ladrones sionistas.
– No soy sionista.
La afirmación llegó en voz queda, y después el hombre guardó silencio. Haddad cayó en la cuenta de que debía poner fin al interrogatorio. No tenía tiempo para callejones sin salida.
– He venido de la biblioteca para hablar con Kamal Haddad -explicó el hombre al cabo.
La ira de Haddad dio paso a la confusión.
– Es mi padre.
– Me dijeron que vivía en esta aldea.
Su padre había sido profesor, experto en historia de Palestina, e impartía clases en la Universidad de Jerusalén. Un hombre locuaz y risueño, grande de cuerpo y alma; recientemente había ejercido de emisario entre los árabes y los británicos para intentar detener la masiva inmigración judía y evitar la nakba, pero sus esfuerzos habían sido en vano.
– Mi padre ha muerto.
Por vez primera vio preocupación en los apagados ojos del prisionero.
– No lo sabía.
Haddad revivió un recuerdo que habría preferido desechar.
– Hace dos semanas se metió un fusil en la boca y se voló la tapa de los sesos. Dejó una nota que decía que no soportaba presenciar la destrucción de su tierra natal. Se consideraba responsable de no parar a los sionistas. -Haddad acercó al rostro del Guardián el revólver que empuñaba-. ¿Por qué querías ver a mi padre?
– Él es quien debe recibir mi información. Es el invitado.
La ira de Haddad aumentó.
– ¿De qué estás hablando?
– Tu padre es un hombre merecedor de un gran respeto. Es docto, tiene derecho a participar en nuestro conocimiento. Por eso he venido, para invitarlo a compartir.
La tranquila voz del hombre cayó sobre Haddad como el cubo de agua que apaga la llama.
– A compartir ¿qué?
El Guardián negó con la cabeza.
– Esa información es sólo para él.
– Está muerto.
– Lo que significa que se escogerá a otro invitado.
¿Qué disparates soltaba ese hombre? Haddad había capturado a muchos prisioneros judíos: los torturaba para averiguar cuanto podía y después acababa con lo que quedaba de ellos. Antes de la nakba Haddad era olivarero, pero, al igual que su padre, se sentía atraído por el mundo del saber y quería seguir estudiando. Ahora eso era imposible. El Estado de Israel se estaba creando, sus fronteras trazadas a base de arañar antiguo territorio árabe. Al parecer el mundo compensaba a los judíos por el holocausto. Y todo ello a costa de los palestinos.
Apoyó el cañón del arma en el entrecejo del hombre.
– Acabo de nombrarme «invitado». Di lo que sepas.
Los ojos del otro parecieron escrutarlo, y por un instante a él le asaltó un extraño desasosiego. Era evidente que aquel emisario ya se había enfrentado a otros dilemas antes. Haddad admiraba el valor.
– Luchas en una guerra innecesaria, contra un enemigo desinformado -respondió el hombre.
– ¿De qué demonios estás hablando?
– Eso es algo que sabrá el siguiente invitado.
Casi era media mañana. Haddad necesitaba dormir. A ese prisionero esperaba sacarle el nombre de algunos judíos de la resistencia, tal vez incluso el de los monstruos que habían asesinado a su gente el día anterior. Los malditos británicos estaban suministrando fusiles y tanques a los sionistas, y eso que durante años esos mismos británicos habían considerado ilegal la posesión de armas por parte de la población árabe, lo cual los había situado en una posición de clara desventaja. Sí, los árabes eran más, pero los judíos estaban mejor preparados, y Haddad se temía que el resultado de la guerra fuese la legitimación del Estado de Israel.
Clavó la vista en la expresión dura, inflexible, en aquellos ojos que no se apartaban de los suyos, y supo que el prisionero estaba dispuesto a morir. En los últimos meses matar le resultaba mucho más fácil. Las atrocidades judías contribuían a acallar la poca conciencia que aún le quedaba. Sólo tenía diecinueve años, y su corazón era de piedra.
Pero la guerra era la guerra.
Así que apretó el gatillo.
Читать дальше