Alberto S. Santos - La profecía de Estambul

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¿Conoces la profecía de la Lanza del Destino?
El Mediterráneo del siglo XVI era un universo multicultural de musulmanes, judíos y cristianos. A menudo enfrentados en cruentas batallas, vivían en una época en que una decisión podía significar el ascenso social o el fuego de la Inquisición.
Jaime Pantoja, llevado por su espíritu aventurero, conoce las glorias y las atrocidades de ese mundo. En los peores momentos, solo lo sostienen su amor por Rosa y la amistad a toda prueba de Fernando y Simão. Rodeado de corsarios, cautivos y renegados, va descubriendo un misterio inquietante. El Bien y el Mal se enfrentan por una reliquia poderosísima, origen de una profecía milenaria, que pone a prueba los valores más profundos del ser humano.
Una novela histórica atrapante, que transporta a los lectores a un mundo de colores y sabores exóticos, de grandes pasiones, honor y amistad.

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Roger comprendía la preocupación de su esposa. Pero, hasta aquel día, llevaba permanentemente con él la intensa energía de un ente sobrehumano que había conocido el mayor poder y las más profundas desdichas. Después de la derrota cristiana en San Juan de Acre, el último bastión de las conquistas cruzadas, Roger de Flor se dirigió a Sicilia, donde había ayudado a los reyes aragoneses a librarse de la Casa de Anjou. Convertido en comandante de la Compañía de Almogávares, fue convocado a Bizancio para ayudar al emperador Andrónico a rechazar la peligrosa amenaza turca que le pisaba los talones a la Nueva Roma.4 Al frente de las milicias almogávares, durante cerca de tres años, había derrotado y aniquilado a todos los ejércitos turcos que se le habían puesto adelante. Las batallas del cabo Artaqui, de Aulax y del monte Tauro habían convertido a Roger de Flor en un mito viviente, en tanto, siempre con un número menor de tropas, había destruido a sus enemigos y sembrado el terror en el seno de los estandartes del islam. Pero nadie conocía su secreto…

—Además, no te olvides de que los salvajes mercenarios alanos tienen a los poderosos y privilegiados genoveses como aliados. —María atrajo hacia sí a su esposo y ambos se reclinaron sobre la mesa, pecho contra pecho—. ¡Y hasta el propio patriarca los protege! ¡Ay, Roger, no me imagino sin ti! —Una mirada tierna y suplicante unió a Roger de Flor y a su esposa.

—Tranquila, María, sabremos protegernos… ¡y ella va conmigo! —la consoló, señalando un rincón de la sala donde había una caja de sándalo que guardaba su secreta reliquia, compañía segura de todas las batallas, un secreto que solo le pertenecía a él.

María observó con respeto la cubierta que albergaba el objeto que su marido tanto reverenciaba. Delicadamente, Roger se separó de su esposa para buscar la caja. La abrió con cuidado y descubrió la pieza sagrada que protegía con la máxima de las precauciones y jamás abandonaba, sobre todo en los momentos más difíciles.

—¡Malditos cuervos, fuera con esos chillidos!

Ahuyentada la bandada que no paraba de graznar, ambos se inclinaron sobre el precioso objeto. Un aura mágica emergió, como si tomara el control de las conciencias cósmicas de ambos. Entonces, se vieron dominados por el espíritu de la historia, navegando sobre la cresta de un vertiginoso torrente. Al frente, en una inmensidad de agua que era un espejo viviente, transcurrían aleatorios haces de tiempo. De hecho, Roger y María no sabían si pertenecían al pasado o al futuro.

Un silencio denso como un bosque virgen los rodeó. María buscaba las palabras apropiadas para describir sus emociones.

—Roger, este objeto es… es… extraordinario… inquietantemente fascinante… —logró articular, despacio.

El comandante de la legión ibérica asintió con la cabeza, mientras alternaba la mirada entre María y la misteriosa lanza.

—Cada vez que me la muestras parece como si el mundo se organizara para imbuirnos de extraños poderes, para llevarnos a otra dimensión de la existencia —comentó la princesa búlgara con el alma embelesada—. Pero, por otro lado, ¡tengo tanto miedo! —reconoció, cubriendo su blanco rostro con las manos envueltas en sus rizos castaños—. Presiento males y desgracias, masacres y holocaustos… Ay, Roger, ¡se me oprime el corazón!

—En verdad, ella tiene mucho poder, María… ¡si se la utiliza para el bien! Si no…

Afuera, los primeros espíritus de las tinieblas aparecían apagando el día, borrando del horizonte el último tinte violáceo que se fundía más allá de las murallas de Teodosio.

—¡¿Si no…?! ¡¿Si no qué, mi amor?!

—María, ella debe regresar al lugar de donde la saqué y, de esa manera, no habrá desarmonía. Tengo esa misión: poseo todo su poder, pero también el deber de asegurar su devolución al sarcófago de su último dueño, el emperador Federico II, de quien mi querido padre fue halconero.

María, al tanto de los poderes y presagios a los que Roger se refería, así como del compromiso al que estaba obligado, suspiró, tratando de liberarse del peso que le oprimía el pecho.

—¿Tienes la certeza de que hiciste bien en traerla a estas tierras?

—Solo lo hice porque era necesario reunir todas las fuerzas de la cristiandad para contener a los turcos. ¿Acaso no ves cómo los otomanos que no terminan sus días en el campo de batalla huyen con el rabo entre las patas de nuestra legión de almogávares?

María asintió con la cabeza, apretándose aún más contra su esposo. Sabía que, de no ser por la llegada de la Compañía, el Imperio bizantino habría zozobrado ante el creciente poderío bélico de los turcos otomanos. Sin embargo, ahora que los ejércitos de los infieles se habían debilitado, diezmados por las tropas de Roger de Flor, los emperadores de Constantinopla trataban de encontrar la mejor forma de liberarse de los bravos guerreros ibéricos que habían llegado de Occidente para ayudarlos.

—Si algo malo me sucede, ya sabes: ¡debes hacer que ella regrese a su lugar sagrado! De lo contrario, nuestras almas no descansarán en paz por toda la eternidad —profetizó el comandante—. ¡Ahora, abrázame de nuevo, María!

Después de un prolongado abrazo, Roger de Flor acarició el vientre de su esposa. Los cuervos habían regresado, gorjeando una lúgubre melodía. El primado de los almogávares cerró la caja que protegía la sacra reliquia que lo acompañaría a Adrianópolis, y abrió la puerta para ahuyentar a las inoportunas aves. Sin embargo, cuando miró el horizonte, ya habían desaparecido de su vista.

—¡Malditas aves! ¡En los últimos días no se han cansado de molestarme!

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El 23 de marzo de 1305 cayó una lluvia abundante en Constantinopla. De los ojos verdes de María también cayeron gotas de súplica, de admiración por su marido, aunque oprimidas por la presentida ausencia.

—Ella me protegerá, como siempre lo hizo con todos sus poseedores a lo largo del cristianismo, así como en todas las batallas en las que vencí a los turcos… ¡Es nuestro secreto, no lo olvides! Nadie más conoce su poder, pero tenemos la obligación de llevarla de vuelta a su lugar.

—¡Roger, esa ciudad trae malos augurios! Todos saben que, hace cerca de mil años, las tribus germánicas, incluidos los alanos, derrotaron a los romanos en Adrianópolis… ¡Fue el preanuncio de la caída de Roma! Y si algo te sucede, ¡¿quién sabe si no será el presagio de la caída de la Nueva Roma?!... —El rostro de María era un mar revuelto.

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Seis días separaban a la capital bizantina de Adrianópolis, en Tracia. Roger sobrellevó el peso de aquella despedida a lo largo de todo el viaje. Pero su espíritu caballeresco juzgaba que había encontrado en Miguel IX Paleólogo, coemperador e hijo de Andrónico, la luz de la lealtad y de la corrección. Y sobre todo confiaba en los trescientos bravos jinetes y también en los mil infantes almogávares que lo acompañaban. El resto de la Compañía, comandada por Berenguer de Entenza con Bernardo de Rocafort, el senescal del ejército, había quedado en Constantinopla aguardando con impaciencia su regreso.

Ya en Adrianópolis, los festejos no podían haber estado mejor preparados para homenajear al comandante, a quien Andrónico acababa de conceder el título de césar del Imperio, la tercera dignidad del Estado, y que no se utilizaba hacía más de 400 años. Al mismo tiempo, le había asignado el feudo de toda Asia Menor, con excepción de las ciudades. En todo el Imperio, el brillo de Roger de Flor era casi igual al de los coemperadores. Por eso, Miguel, a pesar de que se deshacía en públicos elogios, se sentía incómodo ante el fulgor de los éxitos del esposo de su prima, incluso porque era la primera vez que tan infrecuente dignidad se le concedía a alguien extraño a la élite de la nobleza bizantina.

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