– Escucha, Asya, puedes seguir gruñendo cuanto quieras, pero en cuanto llegue nuestra invitada, deberías cerrar el pico y ser agradable con ella. Hablas inglés mejor que yo y que nadie de la familia.
No era modestia por parte de la tía Banu, pues aunque al decir aquello parecía que supiera un poco de inglés, en realidad no hablaba ni una palabra. Es cierto que había estudiado inglés en el instituto, pero si había aprendido algo lo había olvidado por completo. El arte de la clarividencia no requería idiomas, y jamás le apremió la necesidad de estudiarlos. En cuanto a la tía Feride, nunca tuvo el más mínimo interés por aprender inglés, y en el colegio escogió alemán. Y como aquello coincidió con el momento en que se despreocupó de cualquier asignatura que no fuera geografía, tampoco había progresado mucho con el alemán. Petite-Ma y la abuela Gülsüm quedaban descalificadas, de manera que solo la tía Zeliha y la tía Cevriye tenían bastantes conocimientos de inglés para pasar del nivel de principiante al intermedio. Pero había una gran diferencia entre el dominio que ambas tenían del idioma. La tía Zeliha hablaba un inglés de la calle, entretejido de modismos y argot, que practicaba casi todos los días con los extranjeros que visitaban su estudio de tatuaje, mientras que la tía Cevriye hablaba el inglés académico, orientado hacia la gramática y congelado en el tiempo, que se enseñaba en los institutos y solo en los institutos. De manera que la tía Cevriye podía distinguir oraciones simples, complejas y compuestas, identificar subordinadas adverbiales, adjetivas y sustantivas, incluso reconocer calificativos mal puestos en una estructura sintáctica, pero era incapaz de hablar.
– Así pues, querida, tú vas a ser la intérprete. Nos traducirás a nosotros sus palabras, y a ella las nuestras. -La tía Banu entornó los ojos y arrugó la frente para dar a entender la magnitud de lo que iba a anunciar-: Como un puente tendido entre dos culturas, conectarás Oriente y Occidente.
Asya frunció la nariz, como si acabara de captar un hedor espantoso que nadie más percibiera, y frunció los labios como para decir: «¡Qué más quisieras!».
Mientras tanto, sin que ninguna de ellas se diera cuenta, Petite-Ma se había levantado de la silla para acercarse al piano, que nadie había tocado desde hacía años. De vez en cuando utilizaban la tapa cerrada como mesa auxiliar para platos y fuentes que no cabían en la otra.
– Es maravilloso que tengáis las dos la misma edad -concluyó la tía Banu su soliloquio-. Os haréis amigas.
Asya se quedó mirándola con renovado interés, preguntándose si algún día dejaría de considerarla una niña. Cuando era pequeña, cada vez que venía a casa otra niña, sus tías las juntaban y ordenaban: «¡A jugar! ¡A ser amigas!».
Tener la misma edad significaba automáticamente llevarse bien. De alguna forma los compañeros se consideraban piezas del mismo puzzle y se esperaba que de pronto encajaran a la perfección.
– Será muy emocionante. Y cuando vuelva a su país, os podéis escribir cartas -trinó la tía Cevriye.
Era una gran partidaria de las amistades por correo. Como camarada-profesora del régimen de la república turca, estaba convencida de que todo ciudadano turco, por muy baja que fuera su posición en la sociedad, tenía el deber de representar orgullosamente a la madre patria ante todo el mundo, ¿y qué mejor oportunidad que una correspondencia internacional para representar al propio país?
– Podéis intercambiar cartas entre San Francisco y Estambul -murmuró la tía Cevriye casi para sus adentros. Puesto que cartearse con una desconocida sin un propósito educativo era totalmente inconcebible para ella, pasó a dar un sermón sobre la subyacente razón pedagógica-. El problema que tenemos los turcos es que siempre se nos malinterpreta y no nos entienden. Los occidentales deben ver que no somos para nada como los árabes. Este es un estado laico moderno.
La tía Feride subió de pronto el volumen del televisor y un nuevo videoclip turco de música pop las distrajo a todas. Al mirar a la estrafalaria cantante, Asya reconoció aquel peinado. Su mirada fue una y otra vez de la pantalla a la tía Feride, y supo dónde se había inspirado su nuevo estilo.
– A los americanos les han lavado el cerebro los griegos y los armenios, que por desgracia llegaron a Estados Unidos antes que los turcos -prosiguió la tía Cevriye-. Y así han llegado a creer que Turquía es el país de El expreso de medianoche . Tú le enseñarás a la chica americana que Turquía es un país precioso, y promocionarás la amistad internacional y el entendimiento cultural.
Asya suspiró, exasperada, y podía haberse quedado más o menos así si la tía mayor no hubiera resultado ser imparable.
– Además, con ella mejorarás tu inglés, y quizá le puedas enseñar turco. ¿Verdad que sería una amistad maravillosa?
Amistad… Hablando de amistad, Asya se levantó, cogió su simit a medio comer y se dispuso a salir para ver a algunos amigos de verdad.
– ¿Adónde vas, señorita? El desayuno no se ha terminado -declaró la tía Zeliha, abriendo la boca por primera vez desde que se habían sentado a la mesa. Después de trabajar seis días a la semana de doce a nueve en el ajetreado estudio de tatuaje, era la que más saboreaba la lenta flojera de los desayunos de domingo.
– Es que hay un festival de cine chino -contestó Asya, con la voz algo tensa, esforzándose por parecer seria y sincera-. Un profesor nos ha pedido que vayamos este fin de semana a ver una película, porque luego tenemos que hacer una crítica y un trabajo de análisis.
– Pero ¿qué clase de trabajo es ese? -La tía Cevriye alzó una ceja, siempre suspicaz ante cualquier técnica pedagógica poco convencional.
Pero la tía Zeliha no insistió.
– Muy bien, vete a ver tu película china -cedió-. Pero no llegues tarde. Te quiero en casa antes de las cinco. Esta tarde iremos al aeropuerto a recoger a nuestra invitada.
Asya cogió su bolso hippy y se apresuró hacia la puerta. Cuando estaba a punto de salir le llegó un sonido inesperado. Alguien tocaba el piano: tímidas y desvencijadas notas buscando una melodía largo tiempo perdida.
Una expresión de reconocimiento asomó al rostro de Asya al tiempo que murmuraba:
– ¡Petite-Ma!
Petite-Ma había nacido en Tesalónica y era muy pequeña cuando emigró con su madre viuda a Estambul. Era el año 1923. Nadie olvidaba esta fecha, porque coincidió con la proclamación de la moderna república turca.
– Tú y la república llegasteis juntas a esta ciudad. Y yo os esperaba a las dos desesperado -le diría amorosamente su marido, Rıza Selim Kazancı, años después-. Las dos pusisteis fin para siempre a los viejos regímenes, la una en el país y la otra en mi casa. Cuando vinisteis a mí, mi vida se hizo alegre.
– Cuando llegué a ti estabas triste pero eras fuerte. Yo te di alegría y tú me diste fuerzas -replicaba Petite-Ma.
Lo cierto es que Petite-Ma, tan guapa y sociable, tenía a los dieciséis años una cola de pretendientes que se extendía de un extremo al otro del viejo puente Galata. Entre todos los candidatos que llamaron a su puerta para pedir su mano, hubo uno y solo uno que le gustó desde el momento en que lo vio tras la celosía: un hombre alto y corpulento que atendía al nombre de Riza.
Tenía barba espesa y fino bigote, ojos oscuros y por lo menos treinta y tres años más que ella. Había estado casado anteriormente y se rumoreaba que su esposa, una mujer sin corazón, les había abandonado a él y a su hijo. Tras la traición de su esposa, solo con un niño pequeño, se había negado durante mucho tiempo a volverse a casar; prefería vivir solo en su mansión familiar. Y allí permaneció, alimentando su fortuna, que compartía con sus amigos, y su ira, que reservaba para sus enemigos. Era un negociante autodidacta; primero fue un artesano que fabricaba calderos, luego un empresario con bastante olfato para meterse en el negocio de la confección de banderas en el momento adecuado y el lugar preciso. En los años veinte, la nueva república turca todavía hervía de fervor y el trabajo manual, aunque sistemáticamente venerado en la propaganda del gobierno, daba poco dinero. El nuevo régimen necesitaba profesores que inculcaran el patriotismo en sus alumnos, financieros que ayudaran a generar una burguesía nacional y fabricantes de banderas que adornaran el país entero con la enseña turca, pero desde luego no requería caldereros. Así es como Rıza Selim entró en la industria de las banderas.
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