Sin pronunciar palabra, la tía Zeliha se acercó a la cómoda, cogió la zapatilla y colocó el par, ahora reunido, ante los pies descalzos de Asya. Luego se incorporó ante su amotinada hija, que al instante alzó el mentón y enderezó la espalda como un orgulloso prisionero de guerra que hubiera rendido las armas pero no su dignidad.
– ¡Andando! -ordenó la tía Zeliha. Mudas, madre e hija echaron a andar hacia el salón.
La mesa plegable llevaba tiempo dispuesta para el desayuno. A pesar del mal humor, Asya no pudo pasar por alto que cuando la mesa estaba así engalanada combinaba perfectamente, casi de manera pintoresca, con la enorme alfombra cuyos intrincados motivos florales relucían bordeados por una bonita franja color coral. Igual que la alfombra, la mesa parecía adornada por un artista. Había aceitunas negras, pimientos rojos rellenos de aceitunas verdes, queso blanco, queso trenzado, queso de cabra, huevos duros, miel en panal, nata de búfala, mermelada casera de albaricoque, mermelada casera de frambuesa y unos cuencos de porcelana llenos de tomates con menta bañados en aceite de oliva. De la cocina emanaba el delicioso olor del börek recién hecho; queso blanco, espinacas, mantequilla y perejil fundiéndose entre finas capas de hojaldre.
Petite-Ma, de noventa y seis años, se sentaba en un extremo de la mesa, tan delgada como la fina taza que tenía en las manos. Miraba el canario, que gorjeaba en su jaula junto al balcón, con expresión absorta y algo aturdida, como si acabara de descubrirlo. Tal vez era así. Había entrado en la quinta etapa del alzhéimer y empezaba a confundir las caras más conocidas y los hechos de su vida.
La semana anterior, por ejemplo, hacia el final de la oración de la tarde, en cuanto se inclinó para poner la frente en la alfombrilla para la sajda , se le olvidó qué debía hacer después. Las palabras de la oración que iba a pronunciar se unieron de pronto formando una larga cadena que se alejaba como una oruga negra y peluda llena de patas. Al cabo de un rato la oruga se detuvo, se volvió y saludó a Petite-Ma desde lejos, como rodeada de muros de cristal, visible pero inalcanzable. Perdida y confusa, Petite-Ma se quedó sentada frente a la qibla , pegada a la alfombrilla, con el velo y las cuentas para la oración en la mano, inmóvil y muda, hasta que alguien advirtió la situación y la levantó.
– ¿Cómo seguía? -preguntó alarmada Petite-Ma cuando la hicieron tumbarse en el sofá y le pusieron blandos cojines bajo la cabeza-. En la sajda hay que decir Subhana rabbiyal-ala . Hay que decirlo por lo menos tres veces. Yo lo he dicho. Lo he dicho tres veces. Subhana rabbiyal-ala, Subhana rabbiyal-ala, Subhana rabbiyal-ala -repitió, absurda y frenética-. ¿Y luego qué? ¿Qué venía luego?
Quiso la suerte que fuera la tía Zeliha la que estaba a su lado cuando Petite-Ma hizo la pregunta. Puesto que no tenía ninguna práctica en el namaz ni, de hecho, en ningún otro deber religioso, ignoraba de qué estaba hablando su abuela. Pero quería ayudar, mitigar la angustia de la anciana de cualquier manera, así que cogió el sagrado Corán y lo hojeó hasta encontrar un versículo que pareciera ofrecer algún consuelo:
– Mira lo que dice: «Cuando se convoque a la oración del viernes, acudid al recuerdo de Alá. Y cuando haya terminado la oración, id a vuestras cosas y buscad la gracia de Alá, recordando mucho a Alá para que prosperéis» (62:9-10).
– ¿Qué quieres decir? -se extrañó Petite-Ma, más perdida que nunca.
– Quiero decir que ahora que la oración ha terminado, de una manera u otra, ya puedes dejar de pensar en eso. Es lo que pone aquí, ¿no? Venga, Petite-Ma, atiende tus cosas… y ven a cenar con nosotros.
Funcionó. Petite-Ma dejó de preocuparse por las palabras olvidadas y cenó con ellas tranquilamente. Sin embargo, incidentes como este ocurrían con alarmante frecuencia. A veces Petite-Ma, a menudo apagada y retraída, no recordaba las cosas más sencillas, como dónde estaba, el día de la semana o quiénes eran esas desconocidas sentadas con ella a la mesa. A pesar de todo, en ciertos momentos costaba creer que estaba enferma, puesto que su mente parecía tan clara como el cristal veneciano recién pulido. Esa mañana era difícil saberlo. Era demasiado temprano para saberlo.
– ¡Buenos días, Petite-Ma! -exclamó Asya, moviendo sus pies lavanda hacia la mesa, después de lavarse por fin la cara y los dientes. Se inclinó sobre la anciana para darle dos cariñosos besos.
Desde que era pequeña Asya tenía reservado un lugar especial en su corazón para Petite-Ma. La quería con locura. A diferencia de otros miembros de la familia, Petite-Ma siempre había sido capaz de querer sin asfixiar. Nunca atosigaba, ni criticaba, ni hería. Su instinto protector no era posesivo. De vez en cuando ponía en secreto granos de trigo santificados con oraciones en los bolsillos de Asya para librarla del mal de ojo. Aparte de su cruzada contra el mal de ojo, lo que mejor y más hacía era reírse, hasta el día en que su enfermedad empeoró. Antes Asya y ella se reían mucho juntas, Petite-Ma con largas retahílas de carcajadas melodiosas, Asya con súbitos estallidos profundos y resonantes. Ahora, a pesar de su honda preocupación por el bienestar de su bisabuela, Asya, cuya independencia se veía constantemente negada, respetaba el reino autónomo de la amnesia donde la anciana había entrado. Y cuanto más se alejaba Petite-Ma de ellos, más cercana la sentía Asya.
– Buenos días, mi pequeña bisnieta -contestó Petite-Ma, impresionando a todos con la claridad de su memoria.
– Finalmente la princesa gruñona está despierta -trinó la tía Feride sin mirarla, sentada con el mando a distancia en la mano.
Parecía jovial a pesar de su voz de arenga. Esa misma mañana se había teñido el pelo de rubio claro, casi ceniza. A esas alturas Asya sabía muy bien que un cambio radical de peinado era señal de un cambio radical de humor. Observó a la tía Feride en busca de rastros de locura, pero aparte de que parecía absorta en la televisión, fascinada con un cantante de pop terriblemente malo que daba brincos en un baile demasiado ridículo para ser real, Asya no notó nada.
– Tienes que arreglarte, que nuestra invitada viene hoy -informó la tía Banu mientras entraba en el salón con la bandeja de börek recién sacado del horno, visiblemente contenta con sus hidratos de carbono diarios-. Tenemos que dejar lista la casa antes de que llegue.
Asya se sirvió té del humeante samovar intentando apartar a Sultán Quinto del pequeño grifo.
– ¿Por qué estáis todas tan emocionadas con esa americana? -preguntó con tono aburrido. Bebió un sorbo de té, hizo una mueca y fue a coger el azúcar. Uno, dos… llenó el diminuto vaso con cuatro terrones.
– ¿Cómo que por qué estamos todas tan emocionadas? ¡Es una invitada! Viene desde el otro lado del globo.
La tía Feride estiró los brazos como un saludo nazi para indicar lo lejos que estaba el otro lado del globo. Este concepto agitó su voz, al aparecer en su mente el mapa global atmosférico y de corrientes oceánicas. La última vez que la tía Feride había visto un mapamundi de papel estaba en el instituto. Nadie sabía que se había aprendido de memoria hasta el más mínimo detalle del mapa, y hoy seguía grabado en su mente con la misma viveza que el primer día.
– Y lo más importante, es una invitada que nos manda tu tío -añadió la abuela Gülsüm, que mantenía tenazmente su reputación de haber sido Iván el Terrible en otra vida.
– ¿Mi tío? ¿Qué tío? ¿El que no he visto en mi vida? -Asya probó el té. Todavía estaba amargo. Echó otro terrón de azúcar-. ¡Venga, despertad de una vez! El hombre del que estáis hablando no ha venido a vernos ni una sola vez desde que pisó suelo americano. Lo único que hemos recibido de él para demostrar que sigue vivo es alguna que otra postal con paisajes de Arizona -declaró Asya con una expresión cargada de veneno-. Cactus bajo el sol, cactus al atardecer, cactus con flores púrpura, cactus con pájaros rojos… El tío ni se molesta en variar de estilo.
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