Se descalzó y corrió a su cuarto, con el plato de fruta. Se hizo una cola de caballo, se quitó el vestido turquesa y se puso el pijama de seda que había comprado en Chinatown. Luego cerró la puerta de la habitación y encendió el ordenador. Solo tardó unos minutos en alcanzar el único remanso de paz donde refugiarse en momentos así: el Café Constantinopolis.
El Café Constantinopolis era un chat, o como lo llamaban los asiduos, un cibercafé, inicialmente diseñado por varios estadounidenses de origen griego, sefardí y armenio que, aparte de vivir en Nueva York, tenían un rasgo fundamental en común: todos eran de familias procedentes de Estambul. La página web se abría con una canción conocida: «Estambul era Constantinopla. / Ahora es Estambul, no Constantinopla…».
Con la melodía aparecía la silueta de la ciudad bajo la cúpula del titilante colorido del atardecer, velos sobre velos de amatista y negro y amarillo. En mitad de la pantalla llameaba la flecha, que había que pulsar para entrar en el chat. Se necesitaba una contraseña. Como muchos bares reales, este en teoría estaba abierto a todo el mundo, pero en la práctica reservado a los asiduos. De este modo, aunque aparecían un día sí y otro también numerosos invitados nuevos, el grupo central era siempre más o menos el mismo. Cuando se accedía al chat, la silueta se desvanecía por abajo y se abría como un telón antes de la función. Al entrar al cibercafé se oían campanillas y luego la misma melodía, ahora como música de fondo.
Una vez dentro, Armanoush descartó los foros «Solterosarmenios» y «Solterosgriegos», «Todosolteros», y pulsó el «Árbol de Anoush», un foro donde solo se encontraban los asiduos y aquellas personas con aficiones culturales. Armanoush había descubierto el grupo hacía diez meses, y desde entonces entraba casi todos los días. Aunque algunos miembros se comunicaban de vez en cuando durante el día, las auténticas discusiones se desarrollaban siempre de noche, después del ajetreo cotidiano. A Armanoush le gustaba imaginarse aquel foro como el sombrío bar lleno de humo ante el que pasaba de camino a casa. El Café Constantinopolis era también un santuario donde podías dejar tu aburrido yo verdadero en la puerta, como quien deja una gabardina empapada en el vestíbulo para que se seque.
La sección «Árbol de Anoush» del Café Constantinopolis estaba formada por siete miembros permanentes, cinco armenios y dos griegos. No se conocían en persona y jamás habían sentido la necesidad de hacerlo. Todos provenían de ciudades diferentes y tenían vidas y profesiones muy distintas. Usaban apodos. El de Armanoush era Madame Mi Alma Exiliada. Lo había elegido como tributo a Zabel Yessaian, la única mujer novelista que los Jóvenes Turcos habían puesto en su lista negra en 1915. Zabel fue una persona fascinante. Nacida en Constantinopla, pasó gran parte de su vida en el exilio y llevó una agitada vida como novelista y columnista. Armanoush tenía una foto suya en la mesa, donde se veía a la mujer lanzando una perturbadora mirada bajo el ala de su sombrero hacia un punto desconocido que quedaba fuera de la imagen.
Los otros miembros del «Árbol de Anoush» tenían distintos apodos por razones que nadie preguntaba. Todas las semanas elegían un tema de discusión. Aunque estos variaban enormemente, siempre debían girar en torno a su historia y cultura común; «común» muchas veces significaba «enemigo común»: los turcos. Nada une a la gente más deprisa y con más fuerza (aunque de forma efímera y poco estable) que un enemigo común.
Esa semana el tema era «Los jenízaros». Al repasar los posts más recientes, se alegró de que el Barón Baghdassarian estuviera conectado. No sabía gran cosa de él, aparte de que era nieto de supervivientes, como ella, y que hervía de ira, a diferencia de ella. A veces podía ser muy duro y escéptico. Durante los últimos meses, a pesar de la ambigüedad que encerraba el ciberespacio, o tal vez precisamente gracias a ello, Armanoush se había ido sintiendo, sin darse cuenta, atraída por él. El día no era completo si no leía sus mensajes. Y fuera lo que fuese ese sentimiento (amistad, cariño o pura curiosidad), Armanoush sabía que era mutuo.
La gente que cree que el gobierno otomano fue justo no sabe nada de la paradoja jenízara. Los jenízaros eran niños cristianos capturados y convertidos por el estado otomano, que les daba la oportunidad de ascender por el escalafón social a expensas de despreciar a su propio pueblo y olvidar su propio pasado. Hoy, para cualquier minoría, la paradoja jenízara sigue siendo igual de importante. ¡Vosotros, hijos de expatriados! Tenéis que plantearos esta cuestión ancestral una y otra vez: ¿cuál sería vuestra postura con respecto a esta paradoja? ¿Vais a aceptar el papel del jenízaro? ¿Abandonaréis vuestra comunidad para reconciliaros con los turcos? ¿Dejaréis que borren el pasado para que, como dicen, podamos caminar todos hacia delante ?
Pegada a la pantalla, Armanoush dio un mordisco a la manzana y masticó nerviosa. Nunca había sentido tal admiración por un hombre (aparte de su padre, por supuesto, pero eso era distinto). El Barón Baghdassarian tenía algo que la cautivaba y la asustaba a la vez. No le daba miedo, ni le asustaban las cosas que con tanto atrevimiento declaraba. En cualquier caso, tenía miedo de sí misma. Las palabras del Barón tenían un enorme alcance, eran capaces de desenterrar a esa otra Armanoush que había en su interior y que todavía no había salido a la luz, una criatura críptica que dormía un sueño profundo.
Armanoush todavía le daba vueltas a este alarmante asunto cuando vio un largo mensaje de Lady Pavo Real/Siramark, una estadounidense armenia experta en vinos que trabajaba para una bodega de California, viajaba con frecuencia a Eriván y era conocida por sus divertidas e inteligentes comparaciones entre Estados Unidos y Armenia. Ese día había enviado un test para que cada uno pudiera medir su grado de «armenidad».
1. Creciste durmiendo bajo mantas tejidas a mano e ibas al colegio con rebecas tejidas a mano.
2. Te regalaban un libro del alfabeto armenio por tu cumpleaños hasta que tuviste seis o siete años.
3. Tienes una imagen del monte Ararat en tu casa, garaje u oficina.
4. Estás acostumbrado a que te quieran y te mimen en armenio, te regañen y te castiguen en inglés y te eviten en turco.
5. Ofreces a tus invitados hummus con nachos y crema de berenjena con galletas de arroz.
6. Conoces bien el sabor del mantı , el olor del sudzuk y la maldición del bastırma .
7. Te irritas y te agobias con facilidad por cosas triviales, pero consigues mantener la calma cuando pasa algo verdaderamente grave.
8. Te has operado la nariz, o planeas hacerlo.
9. Tienes un tarro de Nocilla en la nevera y un tablero de tavla en el desván.
10. Tienes una alfombra preciosa en el salón.
11. No puedes evitar la tristeza al bailar «Lorke Lorke», aunque la melodía sea alegre y no entiendas la letra.
12. En tu casa existe la arraigada costumbre de reuniros todas las noches para tomar fruta después de cenar y tu padre todavía te pela las naranjas, tengas la edad que tengas.
13. Tus parientes siguen atiborrándote de comida y no aceptan un «estoy lleno» por respuesta.
14. El sonido del duduk te da escalofríos y no puedes evitar preguntarte cómo puede llorar con tanta pena una flauta de madera de albaricoquero.
15. En el fondo sabes que siempre habrá en tu pasado muchas cosas que nunca te permitirán averiguar.
Tras contestar afirmativamente todas y cada una de las preguntas, Armanoush hizo avanzar el texto para conocer su puntuación:
0-3 puntos: Lo siento, colega, tú eres de fuera.
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