Justo Navarro - Finalmusik

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Seguimos al narrador de esta espléndida novela durante su última semana en Italia antes de regresar a su Granada natal y reencontrarse con su padre. Se despide de algunos de los personajes que han configurado su experiencia italiana: la limpiadora Francesca, con quien el último mes ha mantenido una aventura; el marido de ésta, Fulvio, ex boxeador; monseñor Wolff-Wapowski, polaco-alemán, encargado de la casa papalina en la que el narrador se aloja; Stefania Rossi-Quarantotti, profesora boloñesa de semiótica y antigua maestra y amiga, traumatizada por la relación que mantiene su marido con una chiquilla romana; el marido de la profesora, Franco Mazotti, prestigioso e íntegro economista de un gobierno corrupto, temeroso de que salga a la luz esa relación; o Carlo Trenti, el exitoso escritor de la novela cuya traducción el narrador está a punto de terminar a la vez que su estancia en Roma. De momento el narrador deberá regresar a Granada y cortar por fin el cordón umbilical que le une a su padre viudo. La consagración definitiva de uno de los escritores españoles más imprescindibles.

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Era De Pieri de poco pelo, brillante, muy aplastado sobre el casco craneal, cara de cuero caro, y dos pliegues hondos, largos y verticales, a los flancos de la nariz, punto de anclaje, la nariz, de una mascarilla anatómica fabricada con algún tipo de material que reproduce exactamente una apariencia de carne y comprende nariz, dientes grandes, labios grandes, ojos grandes, arrugas horizontales en la gran frente. Me miden esos ojos, aquilatan mi educación católica y española en Bolonia, mi Colegio, que exigía alma y cuerpo sin defectos ni enfermedad y juramento de fidelidad a las leyes y secretos colegiales sobre la Biblia de un cardenal guerrero del siglo XIV, y me ofrece su tarjeta De Pieri, Piero De Pieri, SSSS, Sociedad de Estudios Estratégicos para la Seguridad, Societá Studi Strategici Sicurezza, una señal de sigilo o un silbido de serpiente. Estamos prestando servicios en Oriente Próximo y Medio, y en el Vaticano, dice De Pieri, que viene de Brazaville y acaba de reunirse en Lugano con un príncipe de Asia.

Beberá con nosotros, no nuestra bebida naranja, sino un refresco de color de fluido mineral-vegetal- animal, radiante verde, energético, isotónico, choque de cloruros y fosfatos y sales y citratos, calcio, potasio y magnesio para prevenir los efectos del intenso desgaste muscular. Es un hombre de amplios movimientos y extraordinario reloj, nueve esferas dentro de la esfera, cadena que une la corona a la caja, dispositivos y pulsadores de acero en una muñeca de dentista. Tiene De Pieri, en común con sus colegas, una pátina de amplísima cultura, frecuentador de comedores magníficos, teatros, salas de conciertos, palacios, reuniones con artistas geniales y altos dignatarios. La relación con gente de interés nos hace interesantes, aunque el trato sea externo, desde la puerta, esperando a los jefes o alrededor de los jefes. Se les ve a De Pieri y a los suyos en los periódicos, fotografiados sosteniendo un paraguas para el ministro o el propietario de periodistas, gafas de sol y auricular en el oído, epidérmicamente imperiales. De Pieri había adquirido el aura de la autoridad y la desplegaba al beber su bebida verde, favorecedora de estados de concentración, reacción y vigilancia, sostén en situaciones emocionales y estímulo del metabo-lismo. Suda De Pieri y dice que SSSS se institucionaliza, firma convenios con NATO y Vaticano para la protección personal del Papa y el control de extranjeros. De Pieri, enérgico, entrega su tarjeta a un bebedor más, instantáneo, de café cáustico, seleccionado y be-sado entre los que entran y salen, todos rotundos. El besado lleva la marca del zumo negro del café en el labio superior y la deja en la cara de De Pieri, que no lo percibe, en estado de alerta.

El descuido y el olvido son peligrosos. La línea A del metro de Roma sufre hoy cortes y retrasos por una maleta dejada negligentemente en la estación de piazza Vittorio Emanuele, mientras los artificieros de Palermo abren con microcarga una bolsa bajo los pórticos de piazza Giulio Cesare, y una voz incapaz de articular determinados sonidos nacionales anuncia la voladura del Duomo de Milán a las ocho en punto de la mañana. Coches abandonados en la calle desde hace semanas o meses, familiares ya, en el transcurso de la última noche se convierten en monstruos, sufren una reencarnación, cambian peligrosamente de apariencia bajo el influjo del ultimátum islámico: ahora probablemente son bombas. La despreocupación colectiva exige la atención de una vanguardia vigilante y dirigente. Hay marcados 150 objetivos de alerta militar en 88 provincias ante la amenaza de ataque bacte-riológico. De Pieri elige un nuevo amigo al que entregarle la tarjeta de visita de SSSS. Propiciamos una movilización selectiva general, dice, en una perspectiva de guerra química. Los cuarteles de bomberos recluían escuadrones de canarios, canarini, dice De Pieri, y mis ojos se van al cajero del snack-bar, viudo, de cierta edad, pillacorbatas de oro, negra corbata con puntos blancos y camisa de una seriedad hogareña planchada por el fantasma de su esposa, potencial soplón o canarino della polizia, informatore, dirían aquí, según las teorías de mi professoressa semiótica de Bolonia, mi professoressa X, en su angustia y anhelo de oír hablar y suspirar y callar telefónicamente a su marido a propósito de su cajera y amante, espía policial experta en mamadas. Pero Piero de Pieri no habla de canarini en el sentido de soplones policiales que el argot da a la palabra. No ha imaginado, como yo durante un segundo, bandadas o escuadrones de cajeras de bar. Habla de genuinos pájaros cantores, aves fringílidas verdeamarillas que los mineros sumergen en las galerías subterráneas para que detecten, muriendo, la presencia de gases tóxicos. Ahora imagino en las pajareras del parque de bomberos la mirada redonda y atónita de miles de canarios con cara de Samuel Beckett, héroe de la Resistencia francesa contra los nazis, todos, junto a sus ornitólogos y criadores, gloriosos partícipes en la movilización general selectiva que anuncia De Pieri. A éste, en su americana amarillo azufre como el obispillo del canario salvaje, con sus grandes orejas y grandes ojos y gran nariz y gran boca, sí puedo verlo un gran canario o canarino policial, el individuo adecuado para investigar la red de hoteles en torno a Stazione Termini en la que, según Trenti, durmieron el viernes 6 de agosto Francesca y su killer. Yo también desearía oír y saber, como mi professoressa, aunque espiar me parezca indeseable y no siempre sea mejor que suceda cuanto deseamos. Entonces Fulvio me rescata, besa a De Pieri, De Pieri me besa. Salve, Salve, decimos, y me voy con su tarjeta de delegado de SSSS en la mano, y subo al coche del cavaliere Colonna, a quien dejamos sumergido en la biblioteca de 300.000 volúmenes del Ministerio de Gracia y Justicia. El interior del coche huele a fumador de tabaco rubio, como la calle, no como el bar sin vicio.

Via Arenula es a esta hora un antro de fumadores y otros enajenados. Fumadores expulsados de los locales públicos aspiran en la calle vapor de gasolina agoniosamente, polvo de taladradoras y humo que se pierde en el aire mientras el cigarro se consume en sí mismo, se quema, se fuma solo, incesante, como si un microscópico agente secreto químico-tóxico, oculto entre las hebras de tabaco, cumpliera la misión de fumarse rapidísimamente, desde el interior, el cigarro del fumador angustiado y en ansia de humo fugitivo. Dios mío, ahí está Francesca, irrepetible, inconfundible, fumando, en el extremo de la parada del tranvía. Nunca habría visto a Francesca tan bellissima, tan ida, tan ausente, tan desarmada como en ese momento, si el deseo no me hubiera engañado y la fumadora solitaria hubiera sido de verdad Francesca.

¿Adonde me llevas, Fulvio? Al Caffè Boiardo, dirá mi amigo, adivinándome el deseo pensado, el deseo de mi professoressa X. Vaya y vea a la ragazza soplona, dijo X, y cuénteme lo que ve. Los ojos son testigos más precisos que los oídos. Me adivinó Fulvio el pensamiento, como hacía Sherlock Holmes con su amigo Watson. Está usted pensando en la terrible guerra civil americana y en el aspecto ridículo de todas las guerras heroicas, dice Holmes, que observa cómo Watson estudia meditabundo la pared después de pasar la mirada por unos cuadros. Yo vi el anuncio en la parada del tranvía, Una donna libera non fuma, y recordé Berlín en 1937, o no exactamente Berlín en 1937, sólo una novela que traduje en 1998, popular (está probado que Hitler y los nazis atraen y venden mucho), un cartel, Las mujeres alemanas no fuman, Deutschen Weiben rauchen nicht, decía la propaganda nacionalsocialista. Miré hacia el este, y Fulvio, a quien alguna vez le había comentado la coincidencia publicitaria, siguió mi pensamiento, el humo y los na-zis, el cuartel de las SS en Roma, y leyó en las arrugas de mi frente persecuciones amorosas, boiardescas, el Orlando innamorato . Vamos a la calle del poeta Boiardo, al Esquilino, muy cerca de la antigua sede de las SS en Roma, a un bar, el Boiardo, dijo Fulvio, con-cluyendo su eslabonamiento de observaciones y deducciones, Sherlock Holmes o boxeador adiestrado en adelantarse al movimiento e intención del rival. Prodigiosamente ha seguido mis pensamientos hasta la cajera canarina del Caffè Boiardo.

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