– ¿Habló usted con alguien sobre ese turco que atentó contra Su Santidad?
– No, eminencia. Hice lo que usted me dijo. No hablé con nadie de ello. ¿Cree usted que la desaparición de mi hija podría estar relacionada con ese sobre que entregué?
– Puede ser, pero la cuestión es que haré todo lo que esté en mi mano para que su hija regrese con ustedes, sus padres.
– Se lo agradecería mucho. Mi esposa hace días que no puede dormir y yo no hago más que buscar ayuda, pero, al parecer, nadie quiere saber nada del asunto. Mi hija es ciudadana italiana, pero yo trabajo para el Vaticano. Tal vez las autoridades italianas no quieren saber nada del asunto debido a que mi hija desapareció en suelo de la Santa Sede.
– No se preocupe, mi fiel Foscati. Haré todo lo posible para conseguir alguna pista sobre su hija Daniela. Hablaré de este asunto en la próxima reunión del Comité de Seguridad, y ahora, si me disculpa, tengo deberes que cumplir. Ya sabe que desde que dispararon contra el Santo Padre, mis tareas como secretario de Estado se han duplicado.
– De acuerdo, eminencia, pero sólo le pido que por favor haga usted algo por nuestra hija -volvió a suplicar el periodista mientras Lienart le acompañaba a la salida de su despacho.
– No se preocupe usted mucho. Ya sabe cómo son los jóvenes de hoy. Estoy seguro de que su hija Daniela estará con otros chicos de su edad y aparecerá en cualquier momento.
August Lienart observó como Giorgio Foscati, el cabo suelto de la conspiración, el peón del gran juego de ajedrez, se alejaba por el pasillo con la cabeza baja, arrastrando los pies.
***
Venecia
– ¿Cuándo regresas a Venecia? -preguntó Afdera-. Tengo muchas cosas que contarte.
– Acabo de reunirme en Roma con enviados del gobierno de Damasco. Hemos estado cerrando las fechas en las que tendré que viajar a Siria para ponerme manos a la obra con la traducción de esos rollos en arameo. Espero que en un mes o dos me den el visto bueno y pueda viajar a Damasco -respondió Max.
– Tengo ganas de verte y lo sabes.
– Sí, lo sé. Yo también tengo ganas de verte.
– Sí, pero tú por razones diferentes a las mías -protestó Afdera.
– No empieces con eso. Ya sabes a lo que me dedico. Me gustaría estrecharte entre mis brazos, pero sabes que no puedo. No puedo violar mis votos sacerdotales.
– ¡A la mierda tus votos! Sólo quiero verte, que estés junto a mí.
– Sabes que no es posible. Te aseguro que si no hubiese tomado los votos, serías la persona con la que me gustaría pasar el resto de mi vida.
– Perdóname que te grite, Max, pero llevo unos días bastante nerviosa. Me gustaría que estuvieses aquí en Venecia.
– Puedo ir mañana mismo si me necesitas -propuso Max.
– Estoy ya en la etapa final de mi investigación y creo que en unos días podría descubrir algo importante.
– ¿En qué punto estás ahora?
– Ya sabes que conseguí descifrar la frase en rúnico que se encuentra en el lomo del león del Arsenale. Con Leonardo Colaiani…
– ¿Has vuelto a verle?
– Me lo encontré en casa de Vasilis Kalamatiano en Ginebra.
– Ten cuidado. Es un tipo peligroso. No me fío de él.
– Yo no lo creo. No creo que sea peligroso, aunque sí poco de fiar. Está ahora en Venecia como una especie de vigilante de los intereses de Kalamatiano. Lo que hemos descubierto es que existe en Venecia un trono de piedra que usó San Pedro a su paso por Antioquía. Creemos que en ese trono se esconde una nueva clave que nos llevará hasta la carta de Eliezer.
– ¿Cómo estás tan segura?
– Por las pistas que nos hemos ido encontrando hasta ahora. Al parecer, la frase del león se refería a una estrella que ilumina el trono de la iglesia, y puede que ese trono al que se refiere sea el que está en Venecia.
– ¿Dónde se encuentra ese supuesto trono de Pedro? -preguntó Max, interesado.
– En una iglesia de Venecia, en la isla de San Pietro di Castello. Tenemos previsto ir esta misma noche.
– No lo hagas hasta que yo no llegue. No quiero que vayas sola con ese tipo. Lo arreglaré para poder estar mañana en Venecia. Sólo prométeme que me esperarás para entrar en esa iglesia.
– De acuerdo, te esperaré hasta mañana, pero no más tiempo. Necesito encontrar alguna nueva pista del lugar en donde supuestamente se esconde la carta de Eliezer y no quiero estar esperándote durante meses hasta que vuelvas a dar señales de vida -le advirtió Afdera.
– De acuerdo. Te prometo que mañana mismo estaré en Venecia y te acompañaré a ver esa iglesia. Por cierto, ¿tienes permisos?
– ¿Y quién necesita permisos en Venecia, querido Max? Estamos en Italia.
– Acabaremos todos muertos o en prisión, pero bueno, te acompañaré mañana por la noche. Hoy quédate en casa. Cuando llegue mañana a Venecia, te llamaré.
– ¿Te quedarás a dormir en la Ca' d'Oro?
– Puedo resistirlo todo excepto la tentación, así que prefiero dormir en el Palace Bellini. Reservaré una habitación.
– Pues tú te lo pierdes, pero ya sabes lo que dicen, Max. Un beso puede llevarte a caer en la tentación, y aunque caer es un pecado, por lo menos lo disfrutarías -dijo Afdera, sonriendo.
– Buenas noches, preciosa. Mañana te veré en Venecia.
– Buenas noches, Max. Te quiero.
Cuando Afdera pronunció las últimas palabras, Max había cortado ya la comunicación y no llegó a oírlas.
Sobre las once de la mañana sonó la campana en la Ca' d'Qro. Rosa salió por el patio interior y abrió el portalón.
– Hola, Rosa, ¿cómo está?
– Muy bien, estoy muy contenta de verle, señorito Max.
– Yo también me alegro de verla.
– ¿Ha desayunado?
– Sólo un café.
– Déjeme que le prepare un buen desayuno veneciano mientras le digo a la señorita Afdera que está usted aquí.
Subió con Rosa dos pisos hasta la balconada desde la que se divisaba el Gran Canal, con los vaporetti navegando de un lado a otro, cargados de turistas rumbo a San Marcos.
Mientras leía las noticias que llegaban desde el Vaticano sobre la salud del Sumo Pontífice, pudo oír a su espalda los pasos de Afdera bajando las escaleras rápidamente.
– Hola, bandido -saludó Afdera, lanzándose en sus brazos.
– Yo también te quiero -respondió Max, riendo.
– ¿Cuándo has llegado?
– Esta madrugada, pero estaba tan agotado que decidí darme una ducha y meterme en la cama. Cuéntame, ¿qué tal estás?
– Muy bien…, pero que muy bien. Ya me ves -dijo Afdera, abriéndose la bata y mostrando su cuerpo a través de un camisón casi transparente.
– Anda, ven, siéntate aquí y no me tortures más.
Durante horas, Afdera relató a Max su reunión en Noruega con la profesora Strømnes, su encuentro con Kalamatiano y las pistas encontradas en el león del Arsenale que la habían llevado hasta el trono de Pedro en la isla de San Pietro di Castello.
– ¡Quiero ir esta misma noche! -exclamó Afdera-. No quiero esperar más.
– ¿Por qué no lo hacemos como es debido y pedimos permisos al Patriarcado de Venecia? Estoy seguro de que para una investigación así nos los concederían.
– ¿Estás loco? Hay un grupo que está matando a todos los que han estado en contacto con el libro de Judas. ¿Y si fuera un grupo dirigido desde el propio Vaticano?
– Eso no podemos saberlo. El patriarca, el cardenal Hans Mühler, es muy amigo de mi tío y estoy seguro de que aceptaría de buen grado darnos los permisos para entrar en la basílica.
– No quiero arriesgarme. ¿Podrías asegurarme que ese grupo de asesinos del octógono no son enviados desde el Vaticano? Si me lo aseguras, estoy dispuesta a acompañarte al Patriarcado y pedir los permisos. Si no me lo aseguras ahora mismo, lo haré a mi manera, tanto si me ayudas como si no.
Читать дальше