Mahoney permaneció en silencio reflexionando sobre las noticias que le había dado el padre Cornelius. Quizá estuviesen investigando algo más que el libro de Judas. El evangelio estaba guardado en su caja fuerte desde hacía algunos días, así que posiblemente estuviesen buscando otra cosa. «¿Y si el evangelio de Judas no es todo? ¿Y si ese libro hereje no es el final de la historia? ¿Y si esa joven ha descubierto algún otro documento que puede ser peligroso para la Iglesia católica?», pensó.
Mahoney levantó el teléfono y pidió una entrevista con el cardenal Lienart.
– ¿Dígame? -respondió la voz.
– Soy monseñor Emery Mahoney y deseo hablar con el cardenal secretario de Estado.
– Está reunido con el Comité de Seguridad. Si quiere, monseñor, puedo llamarle en cuanto finalice la reunión.
– De acuerdo.
Dos horas después, el sonido del teléfono interrumpió el trabajo rutinario de Mahoney.
– Le llamamos desde la Secretaría de Estado. Puede usted venir en diez minutos para ver a su eminencia.
– Muchas gracias.
Mientras avanzaba por el largo corredor hasta las dependencias de la Secretaría de Estado, monseñor Mahoney oyó el concierto para clarinete de Mozart que atravesaba las puertas del despacho de Lienart e inundaba los pasillos colindantes.
El guardia suizo que vigilaba la estancia movió su alabarda a posición de firmes en señal de respeto hacia el alto miembro de la curia.
Al entrar en el despacho, Lienart hablaba con sor Ernestina sobre la salud del Sumo Pontífice.
– Está muy delicado, aunque parece que se va a recuperar de sus heridas. Debemos rezar por él -dijo el cardenal.
– Sí, eminencia, yo también le dedicaré mis oraciones al Santo Padre.
– Ahora, querida sor Ernestina, déjenos solos a monseñor Mahoney y a mí y cierre la puerta cuando salga. Debemos tratar asuntos importantes -ordenó Lienart.
Cuando se quedaron a solas en el amplio y luminoso despacho, Lienart se dirigió hacia el tocadiscos que tenía a su lado y levantó la aguja con cuidado.
– ¿Qué le trae por aquí, querido Mahoney? -le preguntó sin mirarle a la cara mientras introducía cuidadosamente el vinilo en su funda.
– He recibido noticias inquietantes del hermano Cornelius.
– ¿Qué me puede contar de los hermanos Cornelius y Pontius?
– El hermano Cornelius se encuentra en Ginebra vigilando la casa de ese griego, Vasilis Kalamatiano. Espera que en pocos días pueda tener alguna pista de esa joven, Afdera Brooks.
– Ordené al hermano Cornelius localizar a esa joven… Afdera Brooks. Consiguió encontrarla en Ginebra. Estaba visitando a ese traficante de antigüedades llamado Vasilis Kalamatiano. El hermano estuvo vigilando la casa y descubrió que se reunía allí con otro hombre…
– ¿Quién era ese otro hombre?
– Un tal Leonardo Colaiani, profesor de historia medieval en la Universidad de Florencia. Esa mujer, Colaiani y Kalamatiano estuvieron reunidos hasta altas horas de la madrugada. Por la mañana salieron sólo Colaiani y Brooks hacia el aeropuerto y cogieron un vuelo hacia Venecia. Desde hace días están metidos en la Biblioteca Marciana y en el Archivo de Estado de la Serenísima estudiando libros sobre San Pedro.
– Tal vez sólo desean conocer la palabra de nuestro primer Papa.
– No creo que sea eso, eminencia. Colaiani participó hace unos años junto a un estadounidense, un tal Charles Eolande, en la localización de un documento, envuelto entre la realidad y la leyenda, conocido como la carta de Eliezer. Según parece, en esa carta un hombre o un familiar cercano a Judas Iscariote pudo dejar escritas las últimas palabras del apóstol antes de morir.
– ¿No estaba eso reflejado en el libro hereje que tenemos ahora en nuestro poder?
– Renard Aguilar, el director de la Fundación Helsing, me aseguró que al libro se le habían arrancado varias páginas a propósito y que en diversas partes del texto aparecía el nombre de Eliezer en diferentes páginas. Sólo dice que es una persona cercana al maestro, a Judas, pero no da más pistas. Colaiani y Eolande, con el apoyo financiero de Kalamatiano, intentaron descubrir el lugar en dónde se escondía esa supuesta carta.
– ¿No cree usted que exista? -preguntó Lienart a su secretario.
– No puedo asegurarlo, pero lo extraño es que esa joven, Afdera Brooks, cediese tan rápidamente la propiedad del libro a la Funda ción Helsing. Eso debería hacernos pensar en que tal vez, y digo sólo tal vez, esa mujer descubrió con alguna ayuda exterior algo más importante que el libro hereje en sí. Tal vez deberíamos mantener la vigilancia del Círculo en torno a ella.
– Asegúrese de que no haya sorpresas.
– Delo por hecho, eminencia. Estoy trabajando para asegurarme de ello.
– Y ahora puedo informarle de que ya me he ocupado de atar un cabo importante que nos había quedado…, digámoslo así…, suelto.
– ¿A qué se refiere, eminencia?
– Nuestro amigo Delmer Wu ha pasado a mejor vida. Ese oriental debe de estar ya con su Buda, si es que le han permitido entrar en su paraíso. Yo tan sólo le he dado un pequeño empujoncito.
– Pero esta misión no la ha llevado a cabo ningún hermano del Círculo Octogonus…
– Lo sé, querido secretario, lo sé. Pero a veces es necesario tener otras opciones. Siempre he dicho que es bueno empezar haciendo lo posible y así, de pronto, uno se encuentra haciendo lo imposible. Eso es lo que he hecho en el caso de nuestro querido amigo Delmer Wu. Se había convertido en un ser que albergaba mucho rencor hacia nosotros por lo que le hicimos a esa prostituta oriental de su esposa. Eso le hizo muy peligroso para nuestro Círculo y por esta razón he ordenado que pasase a mejor vida.
– ¿Quién llevó a cabo la misión?
– Querido monseñor, sólo es útil el conocimiento que nos hace mejores. A veces es mejor el desconocimiento que nos hace sabios. Manténgase así.
– ¿Qué más cabos cree usted que deberíamos atar?
– Sin duda, ese tal profesor Colaiani, ese pirata griego llamado Kalamatiano y esa joven, Afdera Brooks, siempre y cuando siga metiéndose en lo que no le incumbe.
– ¿Quiere que dé alguna orden concreta a los hermanos Alvarado, Pontius y Cornelius?
– El hermano Cornelius debe mantenerse cerca de esa joven e informarnos de cada uno de sus movimientos. Que no la pierda de vista. Los hermanos Alvarado y Pontius tienen que estar preparados para ser las herramientas de Dios, para atar los cabos que queden sueltos, pero no antes de que sepamos lo que traman esa joven, Colaiani y Kalamatiano.
– Muy bien, eminencia, daré órdenes a los hermanos Alvarado y Pontius para que estén preparados.
– Querido secretario, el día elegido para mí está cada vez más cerca y no debemos cometer ningún error.
– No se cometerá ningún error. Se lo prometo, eminencia -aseguró Mahoney con una pequeña reverencia para besar el anillo cardenalicio de Lienart.
Cuando salía del despacho, Mahoney volvió a cruzarse con sor Ernestina y con un hombre de aspecto cansado al que no reconoció.
– Eminencia, está aquí el señor Foscati -anunció la religiosa.
– Dígale que pase y que no nos moleste nadie.
– Así se hará, eminencia.
Giorgio Foscati mostraba un aspecto desaliñado, con barba de varios días y bajo sus ojos colgaban unas pequeñas bolsa que mostraban el agotamiento por el que estaba pasando últimamente.
– Necesito su ayuda, eminencia -suplicó el periodista.
– ¿A qué se refiere? ¿En qué podría yo ayudarle?
– Mi hija, eminencia, mi hija.
– ¿Su hija?
– Alguien se la llevó cuando regresaba del colegio a casa andando y no hemos vuelto a saber nada de ella. Necesito su ayuda para localizarla.
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