Eric Frattini - El Laberinto de Agua
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- Название:El Laberinto de Agua
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– De acuerdo, venga usted en diez minutos. Le estaré esperando -ordenó Lienart.
Desde la residencia de Santa Marta, donde vivía Mahoney, al Palacio Apostólico, donde residía el secretario de Estado, había una distancia aproximada de cuatrocientos metros. Monseñor Mahoney prefirió acortar por la Via del Fondamento, rodeando la parte trasera de la basílica, hasta alcanzar la plaza de Santa Marta. Tras cruzar el puesto de seguridad de la Guardia Suiza, Mahoney entró en los llamados Aposentos Borgia y caminó a paso ligero por los largos pasillos de los palacios pontificios medievales hasta alcanzar el edificio que albergaba los apartamentos papales y las habitaciones destinadas al secretario de Estado.
Sentado en una pequeña mesa junto a la puerta de las estancias de Lienart se encontraba un guardia suizo bastante joven. Al divisar el color morado de los hábitos de Mahoney, el militar se puso en pie y saludó al recién llegado.
– ¡Monseñor…!
– Descanse, descanse -ordenó Mahoney al joven, al tiempo que entraba en las estancias de Lienart.
Tras atravesar el portón, el secretario observó que le estaba esperando ya la camarera vaticana, con quien había hablado minutos antes.
– Monseñor, su eminencia le está esperando -dijo haciendo una reverencia y besando su anillo episcopal.
Al entrar en el amplio salón de los apartamentos privados del cardenal secretario de Estado August Lienart, Mahoney divisó una amplía mesa en donde se alineaban en marcos de plata diversas fotografías de papas, jefes de estado y de gobierno, príncipes y reyes, dedicadas a su eminencia.
– Ése es mi museo particular -dijo Lienart a espaldas de Mahoney, sirviéndose un vaso de whisky de malta-. ¿Quiere usted, monseñor?
– Oh, no, gracias. Es muy tarde para beber, o muy temprano, según se mire.
– Y bien, ¿qué le trae hasta mis estancias a estas horas? -preguntó Lienart.
– He recibido una llamada desde Suiza del padre Cornelius.
– ¿Y qué información tenía para nosotros el fiel padre Cornelius?
– Los padres Cornelius, Pontius y Alvarado están preocupados por el avance en la traducción de libro hereje.
– De momento, tenemos que esperar. La paciencia es un árbol de raíces amargas, pero de frutos dulces. La clave de la paciencia es hacer algo mientras se espera y le aseguro, querido monseñor, que yo no detengo mi camino por la impaciencia de algunos. Debe informar a nuestros hermanos de Suiza que la paciencia en un momento de enojo o preocupación puede evitar cien días de dolor. No deben actuar sin mi consentimiento, infórmeles de que violarían las normas del Círculo y, por tanto, pueden ser castigados por ello.
– Pero, eminencia, tanto ellos como yo creemos que es peligroso que esos científicos puedan llegar a traducir todo el texto completo de ese libro hereje.
– Usted sabe tan bien como yo que nuestro aliado en la Funda ción Helsing conseguirá poner en nuestras manos las palabras de ese traidor de Judas. Sólo debemos esperar. ¡Todos deseamos tantas cosas…! Lástima que haya más sueños que vida… y más retrasos que tiempo, pero siempre hay una luz asomándose en la oscuridad. Esa luz que nos da aliento y esperanza para seguir soñando, para seguir deseando hasta alcanzar nuestro objetivo. No lo olvide nunca, querido y fiel Mahoney, y así debe decírselo a nuestros queridos hermanos Pontius, Alvarado y Cornelius -precisó Lienart.
– El padre Cornelius ve necesario emprender alguna acción contra esos científicos, pero considera que puede ser peligroso adoptarlas en Berna. Hay un inspector que está tras la pista de la muerte de ese Hoffman.
– La muerte de Werner Hoffman estuvo mal ejecutada. Como dijo un día el gran Cicerón: «Es propio de los hombres equivocarse, pero es de necios perseverar en el error». Si la muerte de Hoffman fue un error, sería de locos volver a llevar a cabo una acción semejante en Suiza. Dejemos que el resto de los científicos regresen a sus ciudades de origen para llevar a cabo el golpe contra ellos. Si actuamos en Canadá, Israel, Chicago y Ginebra, estos golpes pasarán desapercibidos al fino olfato de ese Grüber del que usted habla.
– La Entidad, nuestro servicio de inteligencia, ha reunido datos sobre el equipo que está trabajando en el libro hereje -reveló Mahoney.
– Cuidado, monseñor Mahoney, no me gustaría que los agentes del cardenal Belisario Dandi descubriesen la conexión del secretario de Estado con el Círculo.
– No se preocupe. Puesto que la Fundación Helsing está llevando a cabo la restauración de un objeto que puede ser adquirido por la Santa Sede, tienen la obligación de investigar a todos aquellos que estén en contacto con el objeto -precisó Mahoney, abriendo varias carpetas con el sello de la Entidad -. El equipo de científicos está formado por una tal Sabine Hubert, que actúa como portavoz. Después están Burt Herman, un americano experto en origen del cristianismo; un judío llamado Efraim Shemel, especialista en lengua copta, y un tipo llamado John Fessner, un hippy canadiense experto en análisis por radiocarbono. Creo que reside en una gran casa en Ottawa. Y el último de la lista era Werner Hoffman, un alemán cuya especialidad era el papiro y ejercía como profesor en la Universidad de Frankfurt al que le gustaba vestirse de mujer mientras su amante lo azotaba con una fusta.
– Genuflectant omnes in plano, todos se arrodillan al mismo nivel del suelo, querido Mahoney. Debemos esperar para actuar y quiero que así se lo comunique a los hermanos del Círculo. Nadie debe proceder sin mi aprobación y quiero que esto quede muy claro. Nos encontramos en un momento culminante de nuestra negociación. En este momento, el siguiente paso debe ser emprendido por el señor Aguilar. Cuando tengamos el libro en nuestras manos, podremos actuar y dejar que nuestros hermanos lleven a cabo lo que el destino ha escrito para esos cuatro científicos.
– ¿Y si el destino escrito no se cumple como usted predice, eminencia?
– ¿El destino? El destino es del que baraja las cartas, y nosotros, usted y yo, querido Mahoney, somos los que mezclamos esas cartas y las repartimos. Siempre se ha creído que existe algo que se llama destino, pero también que hay otra cosa que se llama albedrío, mi fiel Mahoney. Lo que califica a los hombres como usted o yo es el equilibrio de esa contradicción.
– ¿Qué pasará con la mujer, Sabine Hubert?
– ¿Qué ocurre con ella?
– Vive en Suiza y me imagino que si actuamos contra ella, eso levantará sospechas.
– Será el último objetivo en ser alcanzado. No quiero que la policía suiza descubra la conexión del Círculo con los científicos que han trabajado en ese maldito libro hereje.
– ¿Quiere que dé alguna orden concreta a los hermanos?
– Mantenga a los hermanos Cornelius, Pontius y Alvarado en Suiza, a la espera de órdenes. Los padres Ferrell y Osmund deben quedarse en Venecia.
– ¿Y el padre Reyes?
– Deberá permanecer en silencio y orando en el Casino degli Spiriti en Venecia hasta nueva orden. Él fue el responsable de la pérdida de nuestro querido hermano Marcus Lauretta en El Cairo y debe pedir perdón al Altísimo por ello, y a mí por haber violado mi confianza -sentenció el cardenal-. Acuérdese de conservar en los acontecimientos graves la mente serena. Sólo en usted puedo confiar, monseñor Mahoney. No me defraude.
El obispo Emery Mahoney se levantó del sofá en el que estaba acomodado, y tras hacer una breve reverencia, agarró la mano derecha del cardenal y besó con devoción el anillo con el escudo de armas de la familia Lienart.
– Fructum pro fructo.
– Silentium pro silentio -respondió el poderoso cardenal secretario de Estado del Vaticano.
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