Eric Frattini - El Laberinto de Agua
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Jerusal é n
Para Afdera, encontrarse en Jerusalén era como estar en casa. Conocía cada rincón, cada matiz, cada olor, cada sabor de la ciudad. Junto con Venecia, eran sus hogares.
Durante el vuelo, en primera clase, Afdera se dedicó a leer los titulares de las portadas de los periódicos. La investigación por el atentado contra el Sumo Pontífice era la noticia. La mayor parte de los medios dedicaba sus páginas a mostrar semblanzas del Pontífice, con imágenes en blanco y negro de su niñez en su país natal y retratos del magnicida turco.
– Vaya, pensé que los papas serían los intocables en esta época -dijo Colaiani.
– ¿Por qué pensó eso? Para mí los jefes de Estado son todos iguales, y el Papa no es diferente. De cualquier forma, hace años que dejé de creer en ese Dios del que habla el Vaticano.
– No diga eso. Una cosa es Dios y otra los hombres que utilizan el nombre de Dios en beneficio propio, y de ésos hay muchos en el Vaticano.
– Puede que tenga razón -admitió Afdera mientras acomodaba su cabeza en una almohada para intentar conciliar el sueño.
La despertó el golpe seco del avión tomando tierra en el aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv. Al salir hacia la terminal, ni Afdera ni el profesor Colaiani se dieron cuenta de que alguien les seguía de cerca y les observaba desde el final de la cola del control de inmigración. Los hermanos Pontius y Cornelius, del Círculo Octogonus, mantenían su estrecha vigilancia sobre la joven.
En cuanto salieron, Afdera divisó la figura desgarbada de Ylan Gershon, el amigo de su abuela y director de la Autoridad de Antigüedades de Israel.
– ¡Afdi, Afdi, estoy aquí! -gritó Ylan, dando ridículos saltos para hacerse ver.
– ¡Hola, Ylan! ¿Qué tal estás?
– Encantado de volver a verte e impaciente por saber cuándo vas a reincorporarte a tu puesto.
– Antes de que me eches la bronca, déjame presentarte a Leonardo Colaiani, uno de los mayores expertos en historia medieval -dijo Afdera, apartándose para dejar que Ylan estrechase la mano al medievalista.
– He leído sus estudios sobre arqueología cruzada -dijo el director de la AAI -. A lo mejor le gustaría que le organizáramos una visita a las excavaciones de Acre.
– Me gustaría mucho, sobre todo al complejo de los hospitalarios.
– No hay ningún problema -afirmó Ylan-. Ese complejo es el más importante de los vestigios subterráneos del San Juan de Acre cruzado. Se encuentra en la parte norte de la actual ciudad vieja. En la estructura que acabamos de descubrir se encontraba el comando central de la Orden de los Hospitalarios, los Caballeros de San Juan. ¿Sabe que descubrimos un amplio entramado de edificios de aproximadamente cuatro mil quinientos metros cuadrados, con salas y habitaciones construidas alrededor de un gran patio central?
– Sí, he leído todo lo relativo a ese descubrimiento en las revistas académicas. Está claro que su departamento ha hecho un gran trabajo de conservación.
– Bueno, antes de que os caséis, ¿podemos ir a Jerusalén? -interrumpió Afdera.
– ¡Oh, sí, cómo no! Ahora mismo viene mi chófer a recogernos. ¿Vais a dormir en casa?
– No, Ylan, muchas gracias. Hemos reservado habitaciones en el Hotel American Colony, en Nablus Road. Allí estaremos mejor y así no os molestaremos a ti, a Helena y a los niños.
– Ya sabes que te adoran, pero si prefieres ir a un sucio hotel lujoso de cinco estrellas, con piscina, sauna y uno de los mejores restaurantes de la ciudad, pues no hay nada más que hablar.
– Te quiero, Ylan.
– Yo también a ti, pero Helena y los niños se van a poner muy tristes de que no vengas a casa.
A poco más de cincuenta y tres kilómetros, el Mercedes-Benz de Ylan comenzó a ascender por una autopista plagada de curvas. Al llegar hasta las afueras de la mítica ciudad, el vehículo entró por la carretera que rodeaba las colinas en dirección a la zona oriental. El hotel se encontraba justo a pocos metros de la línea de armisticio de 1949, establecida tras la primera guerra árabe-israelí. Ylan les dejó en el hotel y quedaron en verse al día siguiente.
Fundado en 1902 por el barón Ustinov, abuelo del actor Peter Ustinov, el American Colony nació con la idea de ofrecer una confortable habitación a los visitantes llegados de Europa y América. Poco a poco, se convirtió en una referencia de lujo y comodidad para los viajeros occidentales y peregrinos que llegaban hasta Tierra Santa.
Durante la Primera Guerra Mundial ondeó en el hotel la bandera blanca de neutralidad, convirtiéndose en un hospital de heridos en campaña. Poco a poco, esa neutralidad hizo que fuera un oasis entre las turbulencias políticas que azotaban la región. Políticos árabes y también judíos podían acercarse al American Colony para mantener reuniones con periodistas internacionales, espías de la CIA o el KGB, oficiales de alto rango de las Naciones Unidas o diplomáticos llegados desde todos los rincones del planeta. Durante toda la noche Afdera sólo pudo pensar en Max hasta que consiguió conciliar el sueño.
Al día siguiente, el patio central del hotel se mostraba bullicioso durante la hora del desayuno. Éste era un acontecimiento que su abuela le había enseñado a no perderse. Allí se sentaban dos corresponsales, el de la BBC y el de una radio española, que vivían en el hotel desde hacía más de cinco años. Se decía incluso que uno de ellos trabajaba realmente para la CIA en la región, como enlace con los grupos palestinos, que estaban en contra de una posible negociación de paz con Israel, pero como todo en el American Colony, aquello también podía ser tan sólo una leyenda más.
– ¿Señorita Brooks? -preguntó el camarero.
– Sí, soy yo.
– Tiene una llamada. Si quiere, puede responder aquí o en recepción.
– Prefiero responder en recepción, gracias.
Reconoció al otro lado de la línea la voz de Ylan.
– ¿Cómo has dormido en ese cuchitril? -preguntó el director de la AAI entre grandes risotadas.
– Ha sido difícil, entre sábanas de lino y algodón egipcio. La verdad es que lo he pasado muy mal durmiendo en este hotel mientras me daba un masaje en el spa y tomaba un baño turco.
– Si quieres, cuando estés lista, os espero a ti y al profesor Colaiani en el Museo Rockefeller. Por cierto, niña, me ha llamado un tal Kronauer, Maximilian Kronauer, para decirme que es amigo tuyo y que se acercará también esta mañana hasta el museo para verte.
Afdera permaneció en silencio, recordando la última noche que se habían visto, en la Ca' d'Oro. Le parecía que habían transcurrido años, en lugar de pocos días.
– ¿Estás ahí? -Oh, sí, Ylan, estoy aquí. Me parece bien lo de Max. Lo veré entonces también allí -dijo antes de colgar.
Después del desayuno, Afdera y Colaiani salieron del hotel y se dirigieron a pie rumbo a la calle Sultán Suleiman, frente a la puerta de Herodes, en cuyas cercanías se levantaba el edificio que albergaba la AAI. A poca distancia, les seguía un Peugeot gris con dos hombres.
El museo, financiado por el magnate John Rockefeller en 1927, alberga una larga historia a través de sus colecciones, que abarcan desde la Edad de Piedra al siglo XVIII. El edificio, mezcla de arte bizantino, islámico y art d é co, fue escenario de una de las más cruentas batallas durante la guerra de los Seis Días. A pesar de ello, los objetos que atesoraba no sufrieron ningún daño.
Colaiani siguió a Afdera a través de pasillos llenos de vitrinas y atravesaron un luminoso claustro tapizado por un hermoso jardín adornado con fuentes árabes.
– El señor Gershon la está esperando. Pase, señorita Brooks -dijo la secretaria.
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