Ignacio García-Valiño - El Corazón De La Materia

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¿Serías capaz de cuestionar tus más firmes creencias para descubrir la verdad sobre la persona que amas?
Lucas Frías es un joven y prometedor científico. Cuando su novia Elena muere en un misterioso accidente, Lucas emprende una investigación para descubrir la naturaleza del suceso a partir de su legado: una valiosa figurilla precolombina, un pasado común con un compañero de excavación y los números de la combinación de una caja fuerte que esconden una fecha clave. Éste será el inicio de un viaje revelador que le llevará de las calles de París al desierto de Atacama, en Chile, y le sumergirá en un inquietante mundo de videntes, mentalistas, peligrosos embaucadores y físicos cuánticos que se mueven al filo de lo racional. Por el camino descubrirá nuevos interrogantes que dinamitarán su escepticismo científico y le harán asomarse al territorio de lo sobrenatural.
El corazón de la materia es, además de una historia de amor, una reflexión sobre los límites de la ciencia y una audaz indagación sobre la realidad de los fenómenos paranormales.
Ignacio García-Valiño cuestiona la fe, la razón científica, los creyentes y los escépticos, para buscar la verdad de lo invisible, pero sobre todo construye una intriga hipnótica y cautivadora, cargada de suspense, que sin duda emocionará a los lectores.

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28

Andy y yo queríamos sentir el brillo azulado del hielo, los cielos auténticos, los altos valles, el aire húmedo y frío, el tacto de la nieve, el sonido de los crampones picando el hielo; queríamos laderas arboladas, bosques verdes, ríos; queríamos el sur, pero no el extremo sur, no la tundra patagónica; queríamos escalar, pero no las alturas mareantes y faltas de oxígeno de los colosos andinos, no el Aconcagua; queríamos un macizo de fácil acceso al pie, con un buen refugio de montaña para pernoctar, una cima que exigiera cierta técnica de escalada en hielo, pero sin exponernos a grandes dificultades, mejor un tresmil que un cuatromil , dado que no nos encontrábamos en perfecta forma. En mi caso, no practicaba montañismo desde los dorados años del CERN.

Queríamos algo que nos recordase a los Alpes, a los viejos tiempos, y no nos exigiera largos desplazamientos en coche ni nos llevara más de cinco días en total, desde Santiago. Estudiamos las posibilidades. Descartamos los áridos Andes y nos centramos en la cordillera patagónica. Apuntamos al sur, pero acotando. Mejor la Alta Patagonia que la Baja. Andy propuso el Corcovado, pero sus 2.300 metros se nos quedaban algo escasos. El macizo San Valentín, más alto, fue al principio un buen candidato, pero pronto descubrimos que presentaba ciertas complicaciones técnicas en el último tramo y no era un buen momento para asumir riesgos. El Murallón nos habría parecido un tresmil perfecto; sin embargo se encontraba demasiado al sur, junto a los fiordos, y el frío y la humedad se extremaban. Tras distintos descartes escogimos el macizo Tronador; tres mil quinientos metros era la altitud perfecta para nuestros propósitos, y no se hallaba demasiado lejos. Había que desplazarse hasta Bariloche, en Argentina, 1.173 kilómetros de buena carretera, primero dirección sur por la ruta 5, hasta Osorno, y luego virar en dirección este, buscando el paso del Cardenal Salmoré, un estrecho corredor entre montañas, cruzar la frontera; nos hacía ilusión volver a cruzar fronteras para escalar, como entonces, en el CERN. Ya en Argentina, no parecía difícil llegar a San Carlos de Bariloche, nuestro primer enclave para desplazarnos al día siguiente al Parque Nacional Nahuel Huapi, grandes bosques de cedros, lagos, frío alpino; de allí partía la senda al Tronador.

Restaban aún dos semanas, pero tan pronto como le pusimos nombre a nuestra meta sentimos el hormigueo de la inminencia, el deseo de partir. Dos semanas para los preparativos, el alquiler del equipo, los entrenamientos. Teníamos que averiguar más sobre el Tronador, estudiar las vías de abordaje, la dificultad que presentaba cada una, los pormenores de la ascensión, los problemas que se nos podrían presentar, los permisos que necesitábamos. Todo esto nos volvió a unir y nos, produjo una sensación vigorizante.

Andy tenía su despacho en el Departamento de Física de la Facultad de Ciencia, donde reinaba cierto minimalismo nórdico. Era un buen lugar para planificar nuestra escalada, y también para conversar sobre la ciencia, sobre los límites de la física y sobre su proyecto Inquiring Minds . A veces le hablaba de Elena, de lo que había descubierto de Elena, sin entrar en detalles; me sentía dolido por haber estado al margen de su vida, por haber llegado tarde a ese escenario y al desenlace. Debió de ser muy humillante para ella aquel despido que la alejó de un proyecto en el que había puesto tanto empeño e ilusión. ¿Por qué me ocultó aquel fracaso? Tal vez temía de mí un reproche hiriente, una pérdida de consideración, de estima. No sólo lo ocultó a su regreso, sino que me hizo creer que todo había sido perfecto y que había resultado una gran experiencia profesional. Sin embargo, acudió a una desconocida en París, a Annette; a ella le mostró su confusión y su desgarro. A ella no le ocultó nada. Al parecer, yo no había hecho nada por merecer su confianza.

Creo que nunca había conocido a nadie que supiera escuchar tan bien como Andy. No se dedicaba a darte consejos, a mostrarse condescendiente. Escuchaba, pedía alguna aclaración cuando no entendía bien algo, compartía mis sentimientos en la pequeña medida en que los sentimientos se pueden compartir.

– Creo que aceptaré mejor su muerte cuando comprenda cómo murió. Necesito tenerlo claro -confesé.

– Me dijiste que fue en un accidente de coche.

– ¿Quién se conforma con los hechos? El impacto fue en Madrid, pero la cinética comenzó mucho antes, en este país, en la región de Arica. Lo que sucedió antes cambia la interpretación de lo que parece un simple registro de hechos. El suceso mortal se extiende hacia el pasado.

– ¿Quieres decir que hubo algo más que un accidente?

Le expliqué cuál era la interpretación de Annette, como si fuera la mía propia (de hecho, sin darme cuenta, la había ido adoptando como mía).Y le pregunté si creía posible que alguien que desea morir se preocupe por evitar a los demás el estigma del suicidio, al punto de ejecutar un suicidio blanqueado.

– La gente no busca tanto morir con sentido como poder dar algún sentido a la muerte de sus seres queridos -dijo Andy-.Te contaré un caso real. El hijo de un compañero mío murió con sólo veintiséis años subiendo al Rochers-de-Naye, y en el funeral todo el mundo decía lo mismo: «Murió haciendo lo que más amaba». De ese modo nos parece que su trágico final, tanto más trágico cuanto más joven era, tiene un lado amable. Nos agarramos a esas cosas para resguardarnos de la sordidez.

– Saber que te estás despeñando y que morirás en los próximos instantes, cuando recibas el impacto, y que tu cuerpo quedará aplastado y desmembrado, y tus sesos desperdigados por ahí, con tus vísceras y tus órganos y todos los pedazos de ti mismo, no debe de ser en absoluto mejor que morirte en una cama de hospital o en un súbito accidente de coche.

– En todo caso -admitió-, morir escalando tiene la pequeña ventaja de que al menos lo haces con buenas vistas.

Creí que con este comentario trataba de frivolizar sobre un asunto que me preocupaba seriamente, pero enseguida dejó a un lado su humor británico y me hizo una confesión muy personal:

– Sé que mis seres queridos encararían mejor una muerte típica de alpinista. En mis momentos depresivos, cuando trabajaba contigo, se me pasó esa idea por la cabeza en algún momento.

– ¿Pensaste en suicidarte? -me alarmé.

– Repito que sólo fue una idea. Me di cuenta de lo fácil que sería para mí quitarme de en medio sin que nadie sospechara un suicidio. Claro que para ello era necesario emprender una escalada en solitario. No es muy de caballeros buscar una pareja de ascenso para dejarle un cadáver en el descenso.

– Nunca pensé que en aquella época te encontraras tan mal.

– Esa época no fue mala en absoluto. Lo que ocurre es que arrastraba secuelas de la época en la que sí fui muy desdichado, entre los catorce y los dieciocho años. Entonces sí sufrí una depresión de verdad, debido a mi homosexualidad, o mejor dicho, a cómo me maltrataron en mi familia y en el colegio, y tuve un serio intento de suicidio a los quince años. No te lo he contado nunca, ¿verdad? Pues bien, salté a la calle desde la ventana de mi habitación, un cuarto piso, pero no pude caer de cabeza y sólo me rompí la tibia, el peroné y una muñeca, aparte de algunas contusiones de espalda y cuello. Una semana en el hospital y ahí terminó la aventura. Te aseguro que en aquel momento quería dejarles un cadáver bien incómodo sobre la mesa, que les pesara en la conciencia por el resto de su vida. Mis padres me llevaron al psiquiatra, no por suicida, sino por maricón, y el psiquiatra se limitó a escucharme llorar y a atiborrarme de pastillas, que yo dejé de tomar porque me dio por pensar que con esas pastillas querían convertirme en heterosexual. Todo esto lo fui superando hacia los dieciocho años, cuando me marché de casa y tuve mi primer novio, pero sé que desde entonces tengo algunas recaídas, momentos en los que me hundo y lo veo todo negro. Por suerte son pasajeros y siempre acabo viendo la luz, y el trabajo me mantiene lúcido y optimista.

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