Annette escuchaba y aprobaba sus deseos de mejorar su formación, pero le advirtió que la situación era delicada, y que ella no podía contravenir los deseos de su hermana. Le recordó que, aunque ya era mayor de edad, dependía económicamente de su madre.
Tal vez por no dejarme fuera de la conversación, Annette me pidió opinión. Sugerí descomponer el problema en sus elementos, despejar variables. Irse de casa era una. Vivir lejos de su madre podía ser otra. Conocer un país distinto, otra. Estudiar en una prestigiosa universidad, otra más. Vivir con su tía Annette en París era un deseo en sí mismo, distinto a ser un buen matemático. ¿Qué le motivaba más, París o las matemáticas? ¿La bohemia o la geometría diferencial? Alejandro dejó de mirarme como un posible aliado cuando mencioné que la Universidad de Buenos Aires tenía un gran prestigio. La discusión continuó un rato más entre tía y sobrino, porque yo me retiré a la habitación de invitados.
Después de una ducha, me tumbé en la cama con la luz apagada y me puse a pensar en el Tronador, un macizo cubierto de glaciares, con travesías de hielo y nieve. Tres mil quinientos metros de altura. No iba a ser como nuestras difíciles ascensiones del cantón de Valais -ni me hubiera atrevido a tanto-, y sin embargo no las tenía todas conmigo. Mi forma física distaba mucho de ser la de aquellos años. Había perdido práctica, estaba desentrenado. Me sentía fuerte, pero inexperto. Faltaban sólo doce días. Doce días para ponerme en forma. Me distrajeron unos ruidos en el jardín. Me asomé sin encender la luz.
Era Annette, haciendo unos ejercicios de espalda. Al principio me pareció que estaba en chándal, pero enseguida advertí que era un pijama gris. Tendida boca arriba con las rodillas dobladas, arqueó la columna hasta levantar las nalgas dos palmos del suelo, recuperó a los pocos segundos la posición inicial y repitió el ejercicio veinticinco veces. Al cabo de unos minutos cambió a una posición de gateo estático, encorvaba la espalda como un gato enfurecido y la relajaba hasta una curva cóncava y estilizada, y así fue repitiendo el ejercicio otras veinticinco veces. Concluyó con unos estiramientos, tocándose la punta de los pies con las manos manteniendo rectas las piernas. Al fin, bostezó y se retiró a descansar.
Escuché cerrarse la puerta de su dormitorio, en la planta baja. La casa aún no estaba en silencio, pues Alejandro había entrado en el cuarto de baño y abierto el grifo. En ese momento, cuando uno se queda escuchando, solo y al tiempo compartiendo el espacio con otras personas que tal vez escuchan también, es cuando experimenta el peso de una incómoda extrañeza y el pudor. El somier de alambres de mi cama rechinaba al cambiar de posición, y no podía dejar de pensar que cada vez que me movía Annette lo escuchaba abajo. Si me levantaba por la noche al cuarto de baño, el ruido de las cañerías también podía desvelarla. No es que fuera algo de lo que avergonzarse, ni mucho menos, pero estos escrúpulos sin duda exagerados me impedían sentirme cómodo, y me llevaban a preguntarme si no habría sido mejor declinar la invitación y quedarme en el confortable anonimato del hotel. Pero al mismo tiempo me preguntaba por qué me habría invitado, y si debía entenderlo como algo más que un gesto de generosidad y amistad.
Como una racha de viento árido que te golpea la cara al torcer una esquina, me acometía violentamente la borrosa imagen de Annette nadando desnuda en la corriente del Arrayán, la noche de la fiesta. No cesaban de reírse, pues también sus amigos, todos nosotros, estábamos desnudos y bastante bebidos. Resultó divertido y natural, y nunca me habría imaginado capaz de hacer algo así, pero lo hice. Annette se tiró de un salto a la poza, apenas nos dio tiempo a admirar su desnudez bajo la luna. Después fuimos saltando los demás, entre breves gritos, mientras ella nos observaba sumergida hasta el cuello y riéndose de la escena. No puede decirse que aquella diversión tuviera un ápice de erotismo, pero en ese momento, recordándolo, me eroticé a tal punto que se esfumó cualquier esperanza de conciliar el sueño.
Una hora más tarde me puse la bata y salí al jardín sin hacer ruido. Había una gran luna de nácar remontándose sobre la precordillera. El aire olía bien. Rodeé la casa y me situé ante la ventana entornada del dormitorio de Annette. La observé durante un rato, con la débil claridad que entraba en la estancia. Estaba tendida sobre el costado, hacia mí, destapada. La cadera se alzaba suavemente, como un promontorio que se ondulaba sobre su cintura. Llevaba una camiseta de tirantes finos y culotte, y el pelo le cubría parte de la mejilla. Podía ver uno de sus pechos asomando casi completamente del escote. Sentí circular la adrenalina por la sangre. Durante un rato me entregué a imaginar que me colaba por su ventana, me acostaba en su cama e ingresaba en su calor. Tal vez me habría atrevido si hubiera conseguido apaciguar mi corazón.
De espaldas a la balaustrada del mirador del cerro San Cristóbal, con el viento agitándole la melena y cubriéndole la sonrisa, me hizo una foto que más tarde conservaría. ¿La amaba? Sentía que si seguía mirándola, si el viento seguía moviéndole el pelo, si la tierra seguía rotando y ella permanecía ahí, frente a mí, terminaría amándola, y probablemente eso ocurriría el mismo día en que salía mi vuelo a Nueva York. El mismo día en que tendría que decirle adiós.
La señal siempre es la misma: una oleada de tristeza incontrolable que fluye como un río subterráneo, bajo un aleteo de embobamiento, una propensión a la contemplación estática que deja un poso de amargura. Comenzaba a sentir esa temerosa aproximación, el reclamo, la piel galvanizada, la inseguridad y la duda.
Pero entre el día en que uno sospecha que ama a una mujer o que acabará amándola, y el día en que la ama de verdad pueden pasar muchas noches. Y en una noche pueden ocurrir infinidad de sucesos en el laberinto del corazón. En el tiempo del universo, una noche no es nada, pero en el tiempo de la mente, una mujer puede convertir la noche misma en el firmamento.
Aquella mañana, mientras desayunaba en la cocina, pude escuchar una conversación telefónica en francés proveniente del salón. La voz de Annette me alanceaba como a un venado herido. Sus palabras, dulces, iban dirigidas a un hombre llamado Édouard. Leí en ellas la complicidad cariñosa de quienes se conocen mucho y comparten un código común.
Annette no me había hablado de ningún hombre; tampoco yo había preguntado. Mi curiosidad comenzó en París, cuando me planteaba qué clase de relación le unía a Elena. La curiosidad se había convertido en inquietud desde que me alojaba en su casa y Annette ocupaba cada vez más el espacio de mis pensamientos. No estaba seguro aún de conocer la respuesta, considerando la esperanzadora aunque remota posibilidad de que hubiera atribuido a la conversación escuchada más pasión de la que había, a ese Édouard más importancia de la que tenía en su vida.
– ¿Qué te parece la vista? -dijo-. ¿No es increíble?
Ante nosotros se dibujaba una imponente panorámica de la ciudad, cuyo trazado asemeja un tablero de ajedrez. Reconocí las arboladas avenidas del centro, las empinadas torres de oficinas del barrio de Los Leones, donde confluyen las avenidas de Apoquindo e Isidoro Goyenechea, la parte de la ciudad que más me atraía. La ciudad se extendía en grandes barrios satélite, apenas distinguibles desde el antepecho del mirador, como un conglomerado informe de viviendas que brillaban bajo el sol y parecían llegar hasta los pies de los Andes. A lo lejos, borrosa por la calima, se alzaba la cordillera como un gigantesco mural que, por contraste, hacía que la ciudad pareciera una ridícula maqueta.
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