Su primer gran éxito fue un artículo aparecido en Nature . Era un número reciente, de hacía dos meses, que al parecer había suscitado una gran controversia.
– Lee el artículo, Lucas. No estamos hablando ya de teorías, sino de evidencias. Lo estamos probando en un laboratorio.
Andy desafiaba mi credulidad.
Parecía emocionado, y me alegré por él. Había encontrado su verdadera pasión. Sólo me inquieta la duda de si su pasión era verdadera.
– Hoy mismo lo leeré, y da por hecho que buscaré cualquier resquicio.
EXPERIMENTO
TEMA: Fenómenos anómalos relacionados con la conciencia.
SUJETO: L. R., 36 años.
LUGAR: Laboratorio n.° 5, Zócalo, block B, Departamento de Física de la Facultad de Ciencia, Santiago de Chile.
L. R. (en adelante, sujeto) permanece a lo largo de toda la sesión sentado en una silla rígida de madera de pino clavada al suelo; se encuentra a 2,8 metros del objeto crítico: una barra cilíndrica de acero de 10 cm. de largo y 2 Mm. de diámetro, para cuya flexión se requiere una fuerza de 10 newtons.
Dicho objeto se encuentra confinado en el interior de una campana de vacío que lo aísla del sujeto. Se trata de una campana de Bell estándar, elaborada con vidrio de 0,6 cm. de grosor y 50 cm. de alto, aplanada en el borde, herméticamente sellada contra una placa de base por el procedimiento de grasa para sellar de bajo vapor. La campana de Bell está provista de una espita de entrada en un lado y una válvula de vaciado de aire, y en el momento del experimento, la barra cilíndrica de acero se encuentra en su interior y en un grado de vacío del 92 %. La mesa que sostiene la campana es rectangular y de plancha horizontal, fabricada en pino macizo con incrustaciones de madera de pitósporo y una gruesa capa de poliuretano; su lado más cercano al sujeto está a 1,80 m. del mismo. Sobre la mesa y a 15 cm. a la derecha de la campana de Bell hay una copa de cristal de bohemia con 100 centímetros cúbicos de agua, destinada a revelar cualquier temblor, vibración o movimiento que afectara al edificio o a la mesa. No circulan corrientes de aire, residuales o de cualquier otro tipo en el interior de la sala, bien aislada del exterior, y la temperatura es de 24° C controlada por climatizador. La humedad relativa es del 24 %. El suelo es de moqueta de pelo corto. La sala experimental dispone de ocho cámaras sincronizadas que registran la escena en cuatro ángulos y dos profundidades; todas ellas graban planos fijos. Además, un sensor de movimiento y un dispositivo miden posibles cargas electrostáticas en el ambiente. Los niveles registrados son bajos y de nula influencia.
La escena es presenciada, además, por tres experimentadores -entre los cuales se encuentra el director de Investigación- situados al otro lado de un cristal unidireccional, tintado por dentro en un 20 % y reflectante al otro lado, de 0,5 cm. de grosor, que contribuye a la insonorización de los espacios anexos, barrera física que impide la distracción del sujeto por cualquier señal visual y/o auditiva de los testigos. No hay nadie más en la sala, que se encuentra en total silencio. Una de las cámaras apunta a la campana de vacío y otra registra al sujeto.
A las 18.12 horas el sujeto comienza su concentración y 15.3 minutos después estira la mano hacia el objeto, si bien, no del todo, conservando cierto ángulo en el codo, sin cambiar el resto de la disposición del cuerpo (sentado sobre la rabadilla, las piernas sin cruzar, el torso erguido y la espalda apoyada en el respaldo de la silla) y logra que la barra se curve 60° el lapso de 1,4 segundos. De los seis intentos, en cinco se obtuvo este resultado con barras muy semejantes, alcanzando los 90° de máxima flexión, y sólo uno de los intentos resultó infructuoso, debido a lo que el sujeto calificó de «pérdida de concentración».
Se describían más detalles técnicos en el artículo, como los referidos a la aleación exacta de acero de la barra fabricada para el experimento, y se completaba con algunas fotografías de la secuencia y de los metales antes y después de la acción, además de datos del espectrómetro de masas y del microscopio electrónico, que revelaban la extraordinaria cualidad de una torsión que apenas había modificado la estructura atómica del acero. Se especulaba con una interacción mente-materia de naturaleza cuántica, en una función de onda que nos llevaría a postular nuevas teorías físicas para explicarlo. Se dedicaban tres líneas a las sensaciones subjetivas que relataba el sujeto: «Sólo lo consigo cuando me olvido de que estoy siendo sometido a prueba. Ésta es la parte más dura de la concentración, más incluso que entrar en contacto mental con el objeto».
Realmente, empezaba a ponerse interesante.
Por invitación reiterada de mi amiga, dejé el hotel y me instalé en su chalet de las afueras, en una habitación de invitados más que acogedora, con vistas al campo, un pequeño cuarto de aseo, un armario ropero vacío, cama individual, mesa de trabajo y una estantería llena de las novelas que leía Annette en su juventud. Sin salir de esa habitación podía leer la obra completa de Pablo Neruda. Pese a tantas facilidades, no estaba seguro de haber hecho bien aceptando. Un punto de ambigüedad me incomodaba. Por otra parte, sentía una confluencia de deseos, uno de ellos el deseo de saber más sobre Elena, y estaba convencido de que la discreción y reserva que Annette había mostrado en París se irían diluyendo.
Sin embargo, Annette no tenía mucho tiempo para mí. A sus noventa y un años, su abuela Angélica se estaba muriendo. Su relación con ella siempre había sido muy especial y había regresado a Santiago principalmente para estar a su lado en las últimas horas. Pasaba todo el día en casa de su abuela en el centro de Santiago, con sus hermanos. No quería morirse en un hospital. Todavía podía conversar, aunque su vida se iba apagando.
Y como los problemas familiares nunca vienen solos, Alejandro, el sobrino de Annette al que conocí en la fiesta, se escapó de casa y se refugió en la de su tía. Se presentó en el porche con una pequeña maleta y una expresión entre enfadada y decidida.
– Hemos discutido otra vez -murmuró.
– Siéntate ahí y espera. -Le indicó el sillón con gesto grave-. Ahora mismo voy a hablar con tu madre. ¿Cómo le haces esto ahora, sabiendo cómo está la abuela?
Annette se encerró en la cocina y mantuvo una larga conversación telefónica con Isabel. Me retiré al jardín a leer. Ese jardín era una maravilla a partir de las siete de la tarde; Annette había puesto música y por el bafle exterior entraba en el aire la voz de Hepburn cantando Moon River . Lo único que perturbaba mi paz era sentir en el cogote la mirada inquisitiva de Alejandro. Finalmente se acercó con una mezcla de recelo y curiosidad.
– Eres el novio de mi tía y vivís juntos en París, ¿verdad?
– Ya te dije que no. ¡Qué insistencia!
Se sonrojó.
En ese momento, Annette salió al jardín y le dijo a Alejandro que había llegado a un acuerdo con su hermana: podía quedarse un par de días, hasta que se arreglara todo.
– Pensé que estabas sola -dijo Alejandro-. Creo que estoy estorbando. Mejor me voy.
– De ninguna manera.
– Quizá soy yo el que debería irme -dije, haciendo un gesto vago que abarcaba a Alejandro y al nuevo escenario.
Annette perdió la paciencia, dio un taconazo en el suelo y gritó, fuera de sí:
– ¡Basta ya de tonterías! ¡Nadie se va de mi casa!
Nos quedamos sin respiración. Y en un quiebro brusco, ella alzó las cejas, estiró una larga sonrisa irónica, juntó las manos en actitud de plegaria y añadió en un susurro:
– ¿De acuerdo?
El chico se hizo de rogar un poco más, pero finalmente se instaló en otra habitación. Annette no parecía disgustada por la situación, sino más bien preocupada por su hermana. Cenamos en una rústica mesa donde presenté mi especialidad: pimientos verdes rellenos de tortilla de patata con cebolla y ensalada de aguacate. Annette llevaba una camiseta drapeada, ceñida, que le marcaba el busto. Por la puerta corredera entornada entraba la brisa del anochecer y combaba las cortinas. Annette encendió unas velas y unos tiernos golpecitos en la mano a su sobrino aplacaron su ánimo. La conversación se centró en él. Su reacción, que al principio me pareció un acto de rebeldía pueril, escondía un plan. Buscaba el apoyo de su tía para irse a estudiar matemáticas en la Universidad Denis Diderot, en París. No estaba conforme con el programa de estudios de la Facultad de Ciencia. Criticó a sus profesores de primer curso. Criticó el sistema de exámenes. Criticó que en una misma asignatura incluyeran álgebra y geometría. La licenciatura con mención en matemáticas duraba cuatro años en total. Me gustó escuchar a un joven estudiante que quería aprender más álgebra lineal, más mecánica analítica estuve de acuerdo en que matemáticas no se debería estudiar en sólo cuatro años. Este simple comentario bastó para que Alejandro me mirase con simpatía como a un aliado. Había obtenido el año anterior un buen resultado en la Prueba de Selección Universitaria, y entonces Annette le ofreció alojarlo en su casa de París si alguna vez quería completar sus estudios allí o hacer un postgrado. Alejandro se había adelantado y quería mudarse el curso próximo. Su plan no recibía la aprobación de su madre. Isabel vivía separada, tenía un modesto sueldo como oficinista y, al parecer, no veía posible que su hijo viviera en una ciudad tan cara como París, ni estaba dispuesta a delegar en su hermana semejante carga.
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