Ignacio García-Valiño - El Corazón De La Materia

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¿Serías capaz de cuestionar tus más firmes creencias para descubrir la verdad sobre la persona que amas?
Lucas Frías es un joven y prometedor científico. Cuando su novia Elena muere en un misterioso accidente, Lucas emprende una investigación para descubrir la naturaleza del suceso a partir de su legado: una valiosa figurilla precolombina, un pasado común con un compañero de excavación y los números de la combinación de una caja fuerte que esconden una fecha clave. Éste será el inicio de un viaje revelador que le llevará de las calles de París al desierto de Atacama, en Chile, y le sumergirá en un inquietante mundo de videntes, mentalistas, peligrosos embaucadores y físicos cuánticos que se mueven al filo de lo racional. Por el camino descubrirá nuevos interrogantes que dinamitarán su escepticismo científico y le harán asomarse al territorio de lo sobrenatural.
El corazón de la materia es, además de una historia de amor, una reflexión sobre los límites de la ciencia y una audaz indagación sobre la realidad de los fenómenos paranormales.
Ignacio García-Valiño cuestiona la fe, la razón científica, los creyentes y los escépticos, para buscar la verdad de lo invisible, pero sobre todo construye una intriga hipnótica y cautivadora, cargada de suspense, que sin duda emocionará a los lectores.

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– No te puedes quejar de cómo te van las cosas. Estás en muy buena racha.

Él cabeceó, halagado.

– Desde luego. He ganado tanto dinero con mi libro que tengo la vida resuelta en los próximos diez años y, además, he conquistado cierta notoriedad. Pero nada de eso me ha cambiado. Ojalá el éxito me ayudara a ser una persona emocionalmente más fuerte y a no venirme abajo tras un batacazo sentimental. Los estados de amor y felicidad tienen una duración corta y evolucionan hacia los estados de desamor e infelicidad. La saciedad siempre da paso a la sed. Así es la termodinámica del espíritu. Pero ¿cómo comenzó esta conversación? Ah, sí, por Elena. Con todo lo dicho, Lucas, no estoy tratando de sugerir que Elena se suicidara, no tengo elementos para juzgar, y es algo que tal vez nunca podrás saber. Creo tan sólo que culparte por ello no te conduce a nada, salvo a la autodestrucción.

Las palabras de mi amigo tenían mucho sentido para mí. Hablaba desde una perspectiva que a mí me faltaba. Unas semanas atrás ni siquiera podía tolerar esa idea, esa posibilidad. Me parecía incomprensible, aterradoramente absurda. Ahora iba descubriendo nuevos indicios que me ayudaban a entender el problema con un poco más de distancia, alcanzaba a ver que yo era un elemento importante del sistema, pero no el único. Por primera vez, la incluía a ella en mí, y eso me empujaba contra mí mismo. Antes, cuando vivía con ella, no era así, pero tampoco la induje a un estado de desesperación. Tampoco me interesé por su estado, ni la ayudé. Pero un hombre no mata dando la espalda, no mata sin armas y sin palabras. Ella siempre tuvo la puerta abierta para irse cuando quisiera, lo mismo que yo. Y era fácil adivinar que si ella no salía pronto, lo haría yo.

29

Bebíamos cerveza Austral. Bebíamos cerveza Toro Bayo. En la cafetería de la facultad servían la Block. Andy seguía siendo un devorador de cacahuetes; nunca los tomaba de uno en uno, sino a puñados. Era divertido verlo. En la pared opuesta a su escritorio colgaba un póster de las Highlands, su lejana patria. Hablaba haciendo rodar su silla. De cuando en cuando, una llamada nos interrumpía.

Yo quería hablar con él de las partículas y de los quarks, pero él sólo quería hablar de las limitaciones de mi visión reduccionista de la física. El todo no es igual a la suma de las partes.

– Si tratas de analizar la Novena Sinfonía estudiando sus notas por separado en un pentagrama, la sinfonía se desintegra, se vuelve irreconocible. No tiene sentido, Lucas. La sinfonía sólo cobra entidad desde su unidad.

Recordé que ese mismo ejemplo lo había empleado en su libro de divulgación científica.

Reduccionismo. Esta palabra me hacía pensar en Elena, en cierto viejo reproche, aunque ella utilizaba otro término: mecanicismo. Mi mecanicismo, según Elena, era cortedad de imaginación. Miopía mental. Recordaba bien aquella discusión. Ella hablaba mientras se pintaba los ojos en el espejo del tocador que reflejaba mi figura un poco desgarbada, apoyada en la jamba.

Íbamos a cenar con Ángel y Francis a un vegetariano de Chueca.

Ser mecanicista o, más propiamente, reduccionista, no suponía ningún problema para mí, le dije; más bien al contrario.

– Entonces -replicó-, ¿crees que el alma es un amasijo de átomos, que se pueden atomizar los sentimientos, las relaciones? ¿Curará la mecánica cuántica nuestros problemas, en el futuro? ¿Curará el amor?

Esta vez era Andy quien me hacía otra de esas preguntas imposibles de responder:

– ¿Tú te consideras la suma de tus partes?

Tras unos instantes de perplejidad, lo encontré gracioso.

– No te negaré que tengo un gran aprecio a mis partes, pero la verdad es que nunca me lo he planteado.

Se esforzó por corresponder a mi sonrisa aunque no entendió la broma, quizá porque, a pesar de su gran dominio del español, desconocía ciertos usos muy coloquiales.

Me maliciaba que quería algo de mí y estaba preparando el terreno, sondeándome. No sabía adónde pretendía llegar, o en qué lío quería meterme. El veía que el destino o la providencia me había traído hasta allí, e imagino que el destino no derrocha tantas energías si no es con algún fin concreto y para traer un beneficio a quien identifica su escurridiza mano. Por mi parte, no tenía inconveniente en escucharle atentamente y dejarme convencer, aunque ya le había avisado de mis compromisos con el Laboratorio Nacional de Brookhaven. El debate sobre el reduccionismo metodológico es sano y habitual en ciertos foros, pero resulta improductivo si no viene acompañado de una propuesta concreta. Estaba de acuerdo en que necesitábamos una inyección de creatividad e imaginación para hacer avanzar nuestros modelos. Estaba de acuerdo en que nos enfrentábamos a cierta crisis, ante la incapacidad de establecer una teoría más o menos unitaria o cohesionada, y de responder a tantas preguntas acuciantes. La materia de su discurso se me antojaba un tanto filosófica, si bien es cierto que nos encontrábamos en un momento delicado, en el que, por extraño que pareciera, nuestros colegas físicos comenzaban a cambiar la matemática por la filosofía, al menos en lo que respecta a especular sobre cuestiones fundamentales, como la naturaleza del tiempo, o de la masa, el vacío y la totalidad, o al papel de la conciencia en el decurso de la realidad -de cómo influye el observador en lo observado a cómo nuestros pensamientos afectan al mundo-, o la posibilidad de una conectividad de todas las cosas, a pequeña y gran escala. Un cierto coqueteo con la filosofía comenzaba a estar bien visto entre nuestra cuadrilla. Un paradigma nuevo podía resultar refrescante, siguiendo la clásica afirmación de T S. Kuhn, de que la ciencia avanza cuando el paradigma emergente reemplaza al antiguo. El problema es que no me imaginaba la forma en la que Andy podía dar cierta consistencia empírica a sus audaces afirmaciones.

Le interesaba la interfaz física y mente. Cómo la mente opera sobre la materia, cómo el observador modifica el objeto observado. Mi problema era que cuando me hablaba de la mente, no sabía muy bien a qué se refería.

– ¿Qué sabemos realmente de la naturaleza de las fuerzas? -decía-. ¿Qué sabemos del tiempo? ¿Qué sabemos de la mente humana? Es absurdo mostrarnos arrogantes y despectivos contra quienes investigan las facultades psíquicas, como si tuviéramos una teoría unificada, una teoría del todo, sin flecos ni contradicciones, sin obtusas paradojas.

Me dejaba fumar en su despacho. Sus ventanas daban al campus. Escribía en la pantalla azul, con Word Perfect 5.1, y tenía una impresora de chorro de tinta, último modelo. A veces, cuando nos cansábamos de la Austral, bebíamos ron añejo que guardaba en un armario bajo llave. Departíamos con Bach al mínimo volumen. Le escuchaba y de vez en cuando le interrumpía y de vez en cuando me burlaba amistosamente de sus ambiciosos propósitos. Le dije que había cambiado la física por la criptofísica.

– Lo que estamos haciendo, Lucas, es abrir una brecha hacia lo desconocido. Vamos más allá de las columnas de Hércules de la lógica.

Los denominaba «fenómenos anómalos relacionados con la conciencia». De eso trataba Inquiring Minds , su nuevo proyecto de investigación. Estaba convencido -y al parecer había presentado pruebas- de que ciertas señales físicas de nuestro cerebro podían mover objetos lejanos merced a ciertas técnicas de concentración. Si en algo estaba de acuerdo con él es en que si pudiera demostrarse que había algo de cierto en todo esto, sería el descubrimiento del siglo.

Se había convertido en un cazador de mentes.

– No tenemos por qué renunciar a nuestros principios -decía-. Se trata de avanzar en el conocimiento científico superando prejuicios. No tenemos respuestas, pero tenemos muchas preguntas.

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