– ¡Qué suerte! -exclamó con una sonrisa inteligente.
– ¡Ya lo creo!
Salimos de nuevo al jardín, donde me abordó el segundo hermano de Annette, Alejandro, tres años más joven, un abogado de mirada franca y modales complacientes. Me explicó que todas las Navidades celebraban el regreso de la hermana mayor con una barbacoa.
Yo era el desconocido de la fiesta y no podía pasar inadvertido. Annette inventaba cada vez una nueva presentación:
– Un cliente de mi consulta en París.
– Un físico español, está de paso por Chile.
Yo no hablaba mucho. Algunos tomaban mi torpeza social por sabia discreción.
Los padres de Annette rondaban la cincuentena. Fleur, su madre, de origen belga, por su cutis casi juvenil y su aire despreocupado podría haber pasado por su hermana mayor. Era una mujer hermosa, de piel clara, cabello rubio y piernas largas y fuertes, que se paseaba de un lado a otro supervisando las barbacoas con aire experto, mientras Álvaro, su marido, chileno de pura cepa, fumaba en pipa y charlaba con sus amigos sobre fincas y terrenos sentado en un confortable sillón de mimbre. Por lo que pude captar de la conversación, deduje que era propietario de varias quintas.
Radiante y locuaz, la psicóloga se conducía entre familiares y amigos con una desenvoltura y una agudeza envidiables, hablando con un acento marcadamente más chileno que en París. Admiraba la naturalidad con la que sabía agradar a unos y otros, el repertorio de sonrisas con el que parecía poder expresar todos los matices de sus sentimientos, y aun de su discurrir. Me sentía aturullado bajo el sol, hipnotizado ante el despliegue de una Annette coqueta y risueña, no del todo distinta de la que conocía, inalcanzable, cortejada por todos los invitados.
No sabía muy bien qué hacer, dónde meterme; ante la duda, iba cambiando de bebida: pisco, borgoña, chicha y pipeño. Todo entraba bien. Circulaban bandejas de carne chisporroteante: espetos, lonchas, chuletones, acompañados de choclo, papas, cebolla y pimientos asados.
Una hora después, la pesada digestión había cambiado el escenario. Reinaba un ambiente de sobremesa, pequeños grupos en distintos rincones del jardín, alrededor de las mesas con manteles campestres. Fleur e Isabel se ocupaban de pinchar dos discos de moda. Aquí y allá se conversaba sobre política, sobre el gobierno, con palabras encendidas, los gestos se volvían vehementes, y las palabras catalizaban un torrente de sentimientos compartidos. En España solemos hablar de política eh un tono más frívolo. Allí era una cuestión de supervivencia, algo que deparaba una cierta melancolía. Por encima de los nombres de quienes ocupaban cargos en la concertación de partidos por la democracia que gobernaba el país, percibí el agravio, el escepticismo y el miedo. Era una democracia tambaleante, con Pinochet como comandante en jefe, con las fuerzas del pasado operando en la sombra.
Me preguntaron cómo lo hicimos en España. Era un modelo esperanzador para ellos. Yo no recordaba gran cosa. De la amnistía pasamos pronto a la amnesia. Lo planteé como una enfermedad que, tan pronto como se cura, se olvida.
Olvidar. No les agradó esta palabra. Algo que aprendí en esa conversación es que en Chile el verbo desaparecer se conjuga como transitivo: «los desaparecieron». También aprendí una nueva palabra asociada al verbo «olvidar»: memoricidio.
Nadie creía en la voluntad popular. Nadie creía en la unidad nacional que pregonaba el gobierno. Nadie creía en el gobierno, en aquella macedonia de partidos coaligados en el gobierno. Pero asistían a los avatares políticos con esperanza.
Volví con Annette. La encontré en el traspatio, en medio de un corro de amigos de la infancia que acababan de hacerle un regalo muy personal: un álbum con fotos que se remontaba a sus juegos infantiles alrededor de la finca. Annette se estremeció de risa y de emoción al ver unas fotos de cuando se bañaban desnudos en una poza del Arrayán, con diez años. Y después se afligió al recordar que una de estas amigas había muerto el año anterior.
Me agradaron mucho estos nueve amigos de Annette, cinco de ellos hombres, todos de su edad, algunos casados, otros divorciados, y casi todos con hijos. Bromeaban con una ironía que me resultaba familiar. Me trataron como a uno más.
A media tarde comenzó el lento goteo de las despedidas y al caer la noche todavía permanecían los nueve amigos con Annette, todos bastante bebidos, sin excepción. Mauro propuso bajar al río, como antaño, aprovechando el plenilunio, y bañarse desnudos. Esta idea dejó un segundo de perplejidad, seguido de un estallido de carcajadas y exclamaciones de júbilo. Decliné acompañarlos: era un ritual privado e íntimo. Sin embargo, Annette tiró de mí, risueña, y los demás tampoco me dejaron elección.
De modo que salimos y dimos un largo paseo hasta la ribera del Arrayán. Tarareaban canciones antiguas, el aire nocturno olía a lavanda y espliego, y mientras bajábamos por el sendero escuchando el murmullo próximo del río me sentí integrado en todo aquello, invadido por una sensación de familiaridad, como si yo mismo conociera el camino y me hubiera bañado antes en ese mismo río, como si quienes me rodeaban fueran mis amigos de siempre, como si Annette y yo nos conociéramos de siempre y nos hubiéramos bañado desnudos otras veces en la corriente, bajo la luna.
– ¿Dónde nos quedamos? Ah, sí, tiene razón, en aquella aldea mágica, perdida en el tiempo, en un claro del bosque. El ayllu , una comunidad familiar quechua, no contaminada por la civilización, una joya para cualquier antropólogo andino. Al entrar ahí, tuve la sensación de que era el último reducto viviente de los incas, un resto del Tahuantinsuyo preservado de la civilización, descendientes directos de los habitantes de Machu Picchu. Los rasgos de esa gente, su fisonomía, era idéntica a la del niño congelado en el volcán. Por eso me dijo Elena: «Aquí es donde deberíamos haber enterrado al niño, entre los suyos».
»Sin embargo, el imperio inca, como usted sabrá, se extinguió a finales del siglo XVI. Pizarro ejecutó al emperador Atahualpa, se lo cargó al garrote vil, y poco después Tupac Amaru fue decapitado por orden del virrey Francisco de Toledo. Toda su cultura terminó con ellos. Todo ha desaparecido. Aquella gente, la del ayllu , no era propiamente inca, como Elena quiso hacerme ver, sino sus descendientes. Todas las familias del ayllu estaban emparentadas con un antepasado común.
»Esta aldehuela primitiva representaba para Elena una especie de paraíso donde el tiempo y el espacio se conjugaban en una armonía perfecta, en ciclos de vida. Reinaba un estilo de vida sencillo, comunitario, en el que todos trabajaban por igual y todos compartían los bienes del trabajo. Había una organización mínima. El jefe era llamado el curaca y se encargaba de organizar los trabajos y dirimir los conflictos. En el ayllu , Elena experimentaba una suerte de comunión con la naturaleza, una integración perfecta.
»Esto fue lo que Elena me explicó, pero debo decir que yo entré con mal pie en ese reino de pureza. Fue llegar y caer en las drogas.
»Los efectos alucinógenos del brebaje del qollahuayo duraron apenas unas pocas horas, pero en mi mente la vivencia del tiempo se distorsionó y se estiró como una membrana elástica, de forma que cuando volví a recuperar la conciencia de dónde estaba y qué me estaba sucediendo, no tenía ni la menor idea de cuánto tiempo llevaba allí. Había anochecido. Salí. Elena estaba tendida en la hierba, en actitud extática, con los ojos fijos en el cielo. Le pregunté cómo estaba, intenté mantener una conversación cabal con ella, pero me fue imposible. La cabeza me zumbaba como si cien zopilotes me carroñearan el cerebro.
Читать дальше