»Elena adoraba ese lugar, una suerte de secreto oculto en la selva. Me explicó que era un ayllu , una comunidad de familia, de origen inca, que se regía por sus propias leyes, que eran en esencia tres: Ama Sua (no robes), Ama Quella (no mientas) y Ama Llulla (no seas ocioso). Con eso ya tenían todo legislado, una verdadera maravilla.
»Era un brujo herbolario, un qollahuayo . Quechua de pura cepa. Tenía junto a su casa huertos de papas, frijoles y ollucos. Se llamaba Huamán el Largo y era un tipo más bien bajito y enclenque, feo como un demonio, tanto que asustaba a primera vista, porque además iba envuelto en una chalina vieja y con un sombrero de sacerdote, que simbolizaba el rayo, una especie de chullo rojo calado hasta las orejas. Su edad era indescifrable. Me escrutó con sus ojos como granos de café y nos hizo pasar a una penumbra que olía a herboristería y establo de llamas.
»Elena habló con él en una mezcla de quechua y castellano. No dominaba la lengua india, pero siempre que tenía oportunidad de practicar un poco, hacía lo que podía. Le habló de su problema, del niño del volcán y todo eso. Él asentía, aprobador. Luego, Huamán empezó a macerar hierbas en un mortero de madera, y mientras tanto me puse a husmear. Aquel lugar tenía su encanto. Era un lugar perdido en el tiempo. A mi padre le hubiera encantado. Había cosas realmente increíbles para un estudioso de antropología andina. Aparte de objetos ceremoniales, aríbalos de cerámica, máscaras incaicas con plumas blancas, estatuillas de madera y utensilios arcanos, sus alacenas combadas contenían una botica completa de la selva: chuspas de piel llenas de hojas de coca, canastos con granos, brebajes salutíferos, aceites de plantas, calabazas secas, cataplasmas de mostaza… Había peludas tarántulas moviéndose enjaulas de palo. Y el olor de todo aquello era intenso, mareante, pero, por increíble que pudiera parecer, de una fragancia aromática.
»El indio trabajaba en una mesa de madera tosca y maciza. Filtraba y mezclaba utilizando telas de lino, y espolvoreaba y soplaba, y murmuraba plegarias en quechua, invocaciones a los dioses de la montaña. En un rústico brasero quemó raíces y le preparó una infusión a la que añadió unos polvos cárdenos.
»-No irás a beberte ese mejunje, ¿verdad?
»-Claro que sí -sonrió ella.
» -Tú sabrás lo que haces -le dije-. Pero no me hago responsable.
»Antes de dársela a beber, el brujo salió afuera y echó un chorro al suelo. "Se lo da primero a Pachamama, la madre tierra -me dijo Elena-, que es el principio y el fin de todo." Luego tomó el cuenco de madera y bebió la mitad, y la otra me la ofreció a mí, asegurándome que era una nueva experiencia.
»Ya me imaginé qué clase de experiencia. ¿Iba a quedarme ahí cruzado de brazos viendo el viaje de mi amiga? ¿Para eso habíamos llegado hasta aquí? Tomé el cuenco y bebí también.
»El qollahuayo canturreaba invocaciones en voz baja, con una cadencia monótona. Poco a poco esa voz comenzó a adquirir una resonancia como de cueva y en algún momento empecé a ver formas extrañas en la fina columna de humo que ascendía de la rama sobre el brasero, formas entrelazadas: una cara de jaguar que luego se convertía en la cara de mi difunta madre, tal como era siendo yo niño, como si la hiciera resucitar del sueño, intacta. Ella me sonreía. Era consciente de que me encontraba despierto y al tiempo soñando y me sentía liviano y como parte integrante de todo aquello, como una hoja en una rama en un árbol en un bosque en un valle, dejé de sentir mi propio peso, se abrió la techumbre de troncos y por fin volé.
»Volé libremente por el cielo, sobre los árboles, sobre los altos cerros, subí y subí hasta el éxtasis, y desde el cenit, suspendido en el aire como un cóndor, pude contemplar el Machu Picchu en todo su esplendor.
»Así que al final resultó cierto lo que me había vaticinado Elena: "Verás Machu Picchu con los ojos del cóndor".
– ¿Adivinas dónde estoy ahora?
Era la cálida voz de Annette, al teléfono. Me había sentado al borde de la cama, en la habitación del hotel, para atender la llamada, y la impresión de oír su voz fue tal que me puse bruscamente de pie, tiré el teléfono de la mesilla y quedó colgando del auricular a ras de suelo. Se balanceaba en posición invertida.
– ¿En la isla de Saint-Louis? ¿En tu consulta? ¿En tu casa? -aventuré, tirando del cable con la mano libre para evitar que el contacto con el suelo desconectara el aparato.
– ¡Fallaste! Estoy en Santiago, Lucas. La familia me reclama en Navidad. ¿Qué tal estás? ¿Consumaste tu travesía por el desierto?
No pude izar aún el aparato. ¡Estaba en Santiago! El cable se había enroscado sobre sí mismo y el aparato giraba vertiginosamente. Le pregunté cómo me había localizado.
– He llamado a varios hoteles céntricos. He tenido suerte. ¿Piensas quedarte unos días más?
– No tengo aún fecha de regreso -dije, manteniendo en vilo un teléfono que giraba sobre los bucles del cable.
– Me alegro, porque mañana vamos a hacer un asado familiar en mi casa de las afueras, y sería bueno que vinieras.
Me explicó que había una línea de autobús por el camino El Cajón, después un pequeño paseo por una zona residencial. Su invitación me alegró el ánimo. No contaba con volver a verla y esta muestra de interés me sorprendía y me halagaba.
El autobús me llevó al día siguiente hasta un bello paisaje de precordillera andina, donde los ojos se perdían en llanuras onduladas de monte bajo de un verde grisáceo, abrojos, acebos, espinales entre hileras de quintas y, en la lejanía, un bosque de lengas. Hacía calor, aunque un lecho de cirros cubría el cielo. El trayecto que llevaba al número 22, donde vivía Annette, discurría por una urbanización residencial de familias acomodadas. Pronto me detuve ante una casa de estilo colonial, con fachadas encaladas y balcones de madera. El jardín bullía de invitados.
Estaba un poco bebida, a juzgar por sus ojos risueños y el vivo color de sus mejillas. Bebida y bonita, con una moderna camiseta beis surcada de frases en francés, y una mini falda vaquera de bordes deshilachados. Me precedió hasta el concurrido jardín, me perdió entre los invitados, solicitada por familiares y cortejada por amigos, e instantes más tarde me repescó para presentarme a sus parientes, nombres y más nombres, un ejército entero de tíos, tías y primos, también amigos de la anfitriona, nombres que traté de asociar con rostros, nombres de las viandas locales que se servían en cada mesa, porotos con longaniza, guatitas, arrollado, papas cocidas con arroz, picada a base de ají cacho de cabra y cebolla. El aroma de la carne impregnaba el aire. Cuando me giré, Annette había vuelto a esfumarse.
Entré en el salón por la puerta corredera de cristal, abierta al jardín. Isabel, la hermana menor de Annette, cantaba una balada infantil con la guitarra para un grupo de niños, que escuchaban sentados en la alfombra. Me quedé escuchándola unos minutos, hasta que me abordó un chico de unos dieciocho años, interesado por mí en la medida en que no lograba identificarme. Llevaba un refresco en la mano.
– Es un amigo mío de París -informó al chico Annette, que apareció en ese momento en una nueva muestra de ubicuidad-.Y éste es Alejandro -me dijo-, mi sobrino favorito -le acarició el pelo-, pero esto es un secreto entre nosotros, ¿verdad?
Alejandro asintió, sin dejar de mirarme inquisitivamente.
– ¿Vivís juntos en París?
Ella se echó a reír.
– No es mi novio, si te refieres a eso. Nos conocimos en París, pero él vive en Madrid y probablemente pronto se irá a vivir a Nueva York.
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